Anituy Rebolledo Ayerdi
Febrero 09, 2017
El arribo*
El 22 de marzo de 1803 el vigía de Acapulco (cerro de La Mira) avistó por el rumbo del sur una fragata española. Advertido el castellano de la fortaleza de San Diego, tendió los catalejos explorando el horizonte. ¿De dónde venía aquel barco que desde lontananza presentaba el aparejo de una fragata? Pronto se desvanecieron las dudas. Al entrar al puerto, casi rozando la punta del Diamante, la fragata saludó con una salva de cañonazos que le fueron contestados con los disparos de las piezas del pentagonal castillo de San Diego.
En la popa y en las bandas se leía con grandes letras áureas el nombre de Orúe. Casi desmantelada y con fuertes averías se vislumbraba la pequeña y endeble fragata a causa de una intensa tempestad que había tenido que capear. Tras las formalidades de rigor, entre los oficiales circunspectos y la alegre turba de marineros, descendieron dos jóvenes de aspecto extranjero, cosa rara en aquellos tiempos coloniales. Venían de Guayaquil y estaban provistos de amplísimo pasaporte. Por orden de la corte de España, debería impartírseles las más grandes facilidades para el desarrollo de sus estudios de carácter científico.
Uno de ellos tenía algo más de treinta años. De estatura mediana, delgado, modesto, serio, frente amplísima cubierta a medias por un mechón de rubios cabellos, ojos grandes y azules de expresivo mirar, la tez de color blanco sonrosado, quemada por el sol, boca regular, mentón partido y enérgico, su aspecto despertaba desde luego honda simpatía. Su indumentaria era la francesa de la época del Directorio: levita azul con vueltas blancas y metálicos botones dorados, pantalón blanco y botas volteadas. Su compañero era de color moreno, más joven y más alto, lleno de vitalidad en sus ardientes ojos negros. El primero era alemán y se llamaba Alejandro de Humboldt. El segundo era ayudante y colaborador del primero, de nacionalidad francesa y de nombre Aimé Bonpland.
El más bello puerto
Ellos mismos atendían al desembarque de sus muchas cajas que despertaron la curiosidad de los vecinos de Acapulco. Estaban llenas de mariposas y animales disecados, de plantas, de minerales, de piedras, que representaban los ejemplares más notables de la fauna, la flora y la mineralogía de una buena porción de la América meridional que habían recorrido en cuatro años de penosas y fantásticas expediciones. Otras cajas contenían los mejores instrumentos científicos de la época: sextantes, teodolitos, grafómetros, magnetómetros, higrómetros, cianómetros, sondas termométricas y patrones métricos de cristal para verificar las medidas de longitud, entre otros.
Los dos viajeros fueron alojados en la casa el gobernador, y sus cajas depositadas en la del contador don Baltazar Álvarez Ordóñez. El joven Humboldt se extasió ante la belleza agreste, salvaje e imponente de Acapulco. Lo describió:
a) El más bello puerto de todos los que se encuentran en la costa del Pacífico.
b) Inmensa olla tallada en montañas de granito.
c) Sitio de inigualable aspecto agreste y a la vez lúgubre y romántico.
d) Puerto con masas de rocas que recuerdan por su forma las crestas dentadas de Monserrat, en Cataluña.
e) Sitio cuyas costas de rocas tan escarpadas que un navío de línea puede pasar rozándolas sin correr el menor riesgo, porque en todas partes se encuentran diez o doce brazadas de fondo.
Llamó la atención de los inteligentes viajeros la enhiesta isla de La Roqueta que atalaya la costa; las Bocas chica y grande, notable ésta por su anchura de cerca de dos kilómetros, la inmensidad de la segura bahía; los contados arrecifes que emergen a la superficie, bañados constantemente por cimeras de espuma y, por ende, nada peligrosos para la navegación… En el cantil de La Quebrada, Humboldt penetró a la caverna, hecha por el oleaje, a la que después se dio su nombre. Su admiración de poeta no se refrenó ante la maravillosa bahía de La Langosta que, por su estrechez y por lo acantilado de las montañas que la limitan, semeja un hermoso fiordo noruego. Allí estimó que la naturaleza habría pretendido formar un tercer paso semejante a los de Boca Grande y Boca Chica.
Vito Alessio Robles y Fernando Ortiz. El barón Alejandro de Humboldt. Casa de las Américas, 1969.
Idólatras del deber
El gobernador Diego Álvarez encomienda al maestro Ignacio M. Altamirano el discurso principal de la ceremonia del Grito de Independencia, el 15 de septiembre de 1865. Se celebraría en la plaza principal de Acapulco, encabezada por el propio mandatario. Sucederá, sin embargo, que para esa fecha el puerto ha sido ocupado por invasoras naves y tropas francesas. Apenas si hay tiempo para informar a la población sobre el cambio de sede: el campamento de La Sabana. Allí, el tixtleco abrió su alocución con estas palabras:
“Íbamos a celebrar las fiestas de septiembre en la bella Acapulco, allí, a las orillas de esa dulce y hermosa bahía que se abre a nuestras costas como una concha de plata; iban sus mansas olas de esmeralda a acariciar los altares de Hidalgo; iban los penachos de sus palmas próceres a dar sombra al pueblo regocijado; iba el lejano mugido del tumbo a mezclarse en el concierto universal; iba Acapulco, como tantas veces, a aderezarse con su guirnalda de flores, cuando repentinamente, extranjeras naves, las naves del amo de aquél que se llama soberano de México, han venido a deponer en nuestras playas una falange de traidores.
Gracias al apoyo de esas naves y para no ver reducida a escombros nuestra ciudad querida por la brutal venganza francesa, esa turba ha podido pisar sin estorbo la libre tierra de Acapulco, desprovista de artillería. Entonces, todos habéis salido, sin vacilar, de ese suelo que iba a ser profanado por plantas aborrecidas, y he aquí que hoy os agrupáis en este campamento, vosotros los que habéis desdeñado vuestra fortuna por conservar limpio vuestro nombre, vosotros los honrados, propietarios que ganabas con el duro trabajo del jornalero el pan de la familia y vuestras bellas y altivas hijas del Sur que habéis dicho adiós al hogar amado que iluminábais con la luz de vuestros negros ojos y que habéis preferido andar a pie a quedaros a mentir una sonrisa a los hijos degradados del suelo mexicano. ¡Cómo no estar orgulloso de hablar en medio de patricios tan nobles y de mujeres dignas de los antiguos tiempos! ¡Débil se siente la lengua y pálida la imaginación cuando se está en presencia de tanta dignidad y tanto sacrificio!
¡Qué lección ésta para los pueblos miserables del centro (de la República) que han regado, trémulos de pavor, flores al paso de un aventurero coronado! Que vean en Acapulco el ornato de las calles que consiste en los candados con los que se condenan las puertas de las casas abandonadas; que escuchen el hosanna de bienvenida que consiste en el aterrador silencio de una ciudad desierta; que preconicen la adhesión de este pueblo al Imperio al mirar a los habitantes abandonar sus moradas y sus bienes antes de verse obligados a inclinarse ante el mandarín que viste la librea del usurpador.
Y así, aunque nuestra fiesta no tenga la pompa con la que pensábamos celebrarla en la ciudad, sin duda alguna es más importante por su significación en este campamento. Que en cuanto brillo, en cuanto a majestad y en cuanto a sentimiento ¿qué más puede apetecerse? ¿qué más puede exigirse ¿qué más podrían desear los manes de nuestro viejos héroes?”.
Ignacio M. Altamirano. Discursos patrióticos.
Ediciones municipales, 1980.
Los modos
Ignacio Comonfort de los Ríos acepta en 1854 el nombramiento de administrador de la Aduana Marítima de Acapulco. Se lo otorga el presidente Santa Anna quien, por cierto, diez años atrás había disuelto la Cámara de Diputados de la que el “carolino” formaba parte. Un año más tarde, el veracruzano acusa al poblano de malos manejos aduanales y ordena su encarcelamiento. Lo hace en realidad al enterarse de que aquél se ha involucrado con Juan Álvarez en el Plan de Ayutla, para echarlo del poder.
Meses más tarde, Comonfort no sólo endurece el texto del documento sino que se pone al frente de la guarnición sublevada en Acapulco. El Plan cunde por todas partes y el 9 de agosto de 1855 obliga la salida de Santa Anna del país. Juan Álvarez asume la presidencia de la República nombrando a Comonfort ministro de Guerra y Marina. Al abandonar Don Juan la presidencia es sustituido por Comonfort, quien resulta ganador en las elecciones de finales de 1857.
Un día de julio de 1857, el presidente Comonfort recibe en Palacio Nacional al embajador norteamericano John Forsyth, quien cumple un encargo del secretario de Estado de su país, Lewis Cass, relacionado con cesiones y concesiones territoriales.
–Señor presidente Comonfort –inicia la faena el diplomático. Como usted debe saber, mi gobierno se interesa vivamente por la adquisición de Baja California y algunas áreas de Sonora y de Chihuahua. Además, y muy especialmente, por obtener prerrogativas de tránsito por el estrecho de Tehuantepec. En virtud de ello –se tira a matar–, me ha instruido el señor secretario Cass recordar a usted que, como ya se ha dicho, el pago se hará en efectivo. Ello en caso, por supuesto, de que los precios nos parezcan razonables.
–Lo he escuchado no sin asombro, mister Forsyte –responde un Comonfort ya puesto de pie. Su propuesta me hace pensar que usted y su gobierno están en un error de tiempo y espacio. Sí señor, porque su cliente Santa Anna ha dejado de ser presidente de este país y actualmente huye de la justicia. En México, míster, corren otros aires y usted como su gobierno deben entender que cada presidente mexicano tiene sus propios modos de gobernar. El del dictador incluía la venta de la Patria, el mío, no. Por el contrario, es hacerla más grande y respetable cada día. ¡Buenas tardes, míster!
Jorge Mejía Prieto. Anecdotario Mexicano.
Diana, 1982.
* Amalia Tornés: gracias amiga.