EL-SUR

Viernes 26 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Plumas acapulqueñas (XIX)

Anituy Rebolledo Ayerdi

Abril 13, 2017

La Pasión en Acapulco

“…Serapio es el mismo que año con año encarna a Judas a invitación del padre Leopoldo (Díaz Escudero), en los días luctuosos de la Pasión que son preocupación del presbítero. A quien se quiere tanto por su talento y bonhomía y de quien dicen las lenguas seguramente llegará cualquier día a obispo de Guerrero. Está muy interesado en que cada año salga mejor con sus grandes sermones, sus pífanos plañideros, su ruido de matracas y el incansable golpe de tambora, cuando el Señor se encuentra prisionero, rodeado de fariseos y escribas. Don Pillo y don Perfecto, al igual que escogidos pescadores, toman parte en el Lavatorio mientras otros santos varones representan a Nicodemus y a José de Arimatea. Salvador Valle, por su parte, nunca se pierde el papel de Simón el de Cirene o Cirineo, a pesar de mis inútiles gestiones para sustituirlo como mi madre deseara”.
“En consecuencia, hube de consolarme con tocar la flauta o salir de fariseo si no deseaba quedarme sin vela en el entierro. Por lo demás, mi santa madre acaparó para mi angustiada persona el papel de Niño en la danza de Moros y Cristianos, con el amigo Lipe de Tiberio y Gerardo H. Luz de Tito. Tomás Lepe el hijo de don Ramón, el matancero, tuvo la satisfacción de encarnar a Santiago de Galilea y Chendo, “el Boga”, al Moro Capitán. No iba a ser menos que Chema Rico que siempre sale de Diablo Mayor en la danza de Corpus.
“Finalmente, a Baudelio Durán, el alijador, le correspondió salir de Poncio Pilatos. Por cierto que a Gerardo H. Luz se lo llevaron al bote porque se le ocurrió uniformarse de capitán del ejército, sin saber la pena en que incurría, pensando que el romano a quien representaba se vería más en ambiente con indumentaria militar”.

Indulgencias

“También mi madre estalló de contento cuando me tocó salir de San Miguel Arcángel en la famosa pastorela que, año con año, pone en escena don Cándido Apac. Sabe usted, mis otros arcangélicos compañeros fueron Wilfrido García, como Gabriel y Benjamín Pérez, como Rafael. A su vez, los diablos fueron representados en la siguiente forma: Don Pillo como Luzbel; Ángel Saldaña como el Pecado y J. Isabel Reyes como Astucia; estos dos últimos, oficiales de la acreditada sastrería de don Cándido. Pero no contenta aún mi madre, con intervención de églogas y danzas, hube de participar en la modesta pastorela de doña Nuta, la esposa de don Severo el albañil, con mi hermana Hilda, Rosita Salas, El Cacahuate, Domingo Balboa y su hermana Juana, todos de los barrios de Los Tepetates y La Poza”.
“Por supuesto que, al decir de la autora de mis días, se me atribuyeron extraordinarias indulgencias, porque así lo había dicho el sacristán Raymundo Chávez, carpintero a la vez padrino de confirmación del que habla. En el propio curato aledaño al taller del maestro, podrá usted ver a menudo a don Rafaela, la mamá del padre Leopoldo Díaz Escudero, sentada a la sombra de un almendro, dando pacientemente de comer a dos preciosas guacamayas”.

Alejandro Gómez Maganda. Acapulco en mi vida y en mi tiempo. Editorial Municipal, 1984.

La Semana Santa

“La Semana Santa en Acapulco se iniciaba el Domingo de Ramos enmarcada por la recia personalidad del cura párroco de La Soledad, Leopoldo Díaz Escudero. Era este un orador elocuente que, sin ser fanático, intransigente o engañoso, manejaba a la feligresía hablándole con voz fuerte y abierta franqueza.”
“El curato de la parroquia se ubicaba en el sitio que hoy ocupa la Biblioteca Alfonso G. Alarcón. Después de las misas del domingo (dos: una rezada y la otra cantada) se llenaba de parroquianos deseosos de departir con su cura. Solía fumar y tomar algún aperitivo y dialogaba lo mismo con mujeres, hombres, niños y ancianos. Aquellas Semanas Santas estaban impregnadas de tristeza, de veneración y recuerdos que la tradición nos traía desde los tiempos bíblicos. La población se inundaba en un misticismo profundo.
“A los niños, por ejemplo, no se les permitía ir al mar y ni siquiera en casa podían bañarse. Y era que la conseja advertía que podían convertirse en peces.
“Las lúgubres matracas sustituían la gloria de las campanas. Todas las imágenes del viejo caserón que era el templo se cubrían con mantos morados. Solamente se daba relevancia a Cristo y a la Virgen. La gente del pueblo, escogida por don Perfecto, se vestía de fariseos y centuriones. Una mezcla indefinida de ropajes extraños.
“Cuando Jesucristo era aprehendido, después de su entrada gloriosa del Domingo de Ramos, se le confinaba en una ‘cárcel’ de palmas verdes construida en una esquina del templo. Ahí se velaba con el sonido de flautas extrañas y el redoble de un tamborcillo. Los fariseos y centuriones y “judíos” portaban gruesos chirriones con los que amenazaban a los muchachos irreverentes”.

El Jueves Santo

“La noche del Jueves Santo era de tristeza. Estaba preso el señor Jesucristo. Todo el pueblo guardaba luto. Muchos vestían de negro pero más mujeres, éstas arrebozadas”.
“La culminación de la Semana Santa era la ceremonia de ‘Las Siete Palabras’, cuando a todo lo largo de la vieja iglesia desfilaba un largo cortejo detrás del crucificado. No faltaba el Cirineo ayudándole a Cristo con la Cruz. Detrás, la Dolorosa que era la virgen de la Soledad. Imponente su rostro marfilíneo goteado por las lágrimas maternales. Luego San José y los apóstoles.
“En ese desfile dramático encuadraban ‘Las Siete Palabras’ que eran explicadas desde el púlpito con magistral elocuencia por el padre Leopoldo. Su voz clara y fuerte llegaba hasta las calles rodeando el templo, entonces solitarias. Era la descripción del magnicidio. El grandilocuente pastor se transfiguraba por la acción del sofocante calor; su rostro blanco se bañaba de perlas que parecían un llanto acusatorio. Sus ademanes rotundos señalaban el camino hacia el Calvario. Su voz acusadora del crimen hacía que la feligresía llorara, principalmente las señoras. Era aquél un drama vívido gracias a la extraordinaria personalidad del padre Leopoldo.
“El duelo seguía toda la noche del viernes, con el monótono sonido del tambor.
“Al amanecer el Sábado de Gloria, que ahora es Domingo de Gloria, la chiquillería estaba lista para huir. Ello porque cuando se abría la Gloria, es decir, cuando se dejaba de oír la matraca y sonaban las campanas, los papás la perseguían con el cinturón en la mano. Para castigar seguramente pecados escondidos o para simbolizar el crimen cometido en Jesucristo. Los chamacos más ágiles evadían aquél castigo injusto pero a la postre recibían los azotes tradicionales. ‘Para que crecieran’, se justificaba”.

El padre Leopoldo

“Don Leopoldo Díaz Escudero era de arrogante figura, nariz aguileña, grandilocuente orador sagrado, simpático, decidido. Alguna vez, en mi calidad de funcionario del gobierno del Estado, tuve oportunidad de visitarlo en compañía del gobernador Alberto F. Berber. Ya minado por la diabetes no abandonaba, sin embargo, su chispa, su buen humor. Recordó entonces cuando Alejandro Gómez Maganda, que era su acólito, alguna vez le preguntó:
–Y bueno, padre: ¿usted cuando va a ser obispo?
–¡Cuando tú seas gobernador!, habría sido la respuesta del prelado.
Y ambos lo fueron”.

Carlos E. Adame. Crónica de Acapulco. Editorial Municipal, 1996.
Conejorum en chilorum

“Un día arribó al puerto, en visita de la Diócesis de Chilapa, el canónigo Ángel Díaz Escudero, hermano de Leopoldo de tan gratos recuerdos en Acapulco, que a la sazón era obispo de Guerrero. El padre Ángel era alto, de facciones distinguidas, pelo negro ensortijado, piel sanguínea, cachetes prominentes, doble papada y un hermoso vientre de glotón empedernido. Parecía arrancado de los célebres cuadros españoles donde aparecen gordos y mofletudos canónigos en torno a espumeantes tasas de chocolate, teniendo al fondo los toneles de vino de la cava episcopal”.
“Y como buen gordo, el prelado hacía gala de un fino espíritu y un gran sentido del humor. Pero su arribo a Acapulco lo había hecho en malas condiciones. Los seis días a caballo, de Chilapa al puerto, le inflamaron las almorranas a tal grado que, según él, parecían un racimo de uvas. El párroco local era el padre Florentino Díaz Martínez, su tío carnal.
“Al otro día de su llegada era 2 de agosto –su santo–, y no iba a pasar desapercibido en la buena mesa del curato, atendida por Maximina y Benigna, las hermanas de don Florentino. Artemia, la cocinera, gordita y mofletuda, guisaba como tal vez guise el chef mayor de la corte celestial. El pipián era una delicia y el pargo a la vizcaína era como para comérselo hasta con las escamas, si se las hubieran dejado. Con los guisos de Artemia todos incurrían en la falta de urbanidad de chuparse los dedos y manchar los manteles.
“El canónigo, al ser requerido, quiso que le hicieran conejo, un platillo de su predilección y que también Artemia lo cocinaba como una virtuosa del cucharón y la cazuela. La misa iba a concelebrase con el padre Florentino y el padre Emilio Vázquez, cura de San Marcos y autor de la chilena La Sanmarqueña.
“Cuando el canónigo, con los codos apoyados en el altar, leía en silencio la epístola en su grueso Misal, Artemia llegó al coro apresuradamente para pedir a Chucho, el organista, que le preguntara al prelado como quería que le guisara el conejo. Chucho no se hizo de rogar. Dio dos o tres arpegios que llamaron la atención del oficiante y a continuación, con música gregoriana, le preguntó:
–Pregunti cocineram quiomo guisa conejorum.
El canónigo y buen gourmet entendió el mensaje y contestó de esta manera:
–Mitati chilorum, mitati adobarum… árdemi… sécula seculorum.
–Amén, concluyó Chucho para luego traducirle a Artemia: mitad con chile, mitad adobado porque le arden…
–Si ya sé, tiene almorranas, completa la mujer.
La feligresía, por supuesto, no se dio por enterada de aquél mensaje gastronómico en ‘latín’.
¿El conejo?, ¡salió de rechupete!”.

Luz de Guadalupe Joseph. En el viejo Acapulco La Prensa, 1970.