EL-SUR

Viernes 26 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Plumas acapulqueñas (XVII)

Anituy Rebolledo Ayerdi

Marzo 30, 2017

La Casona de Juárez

Mi amigo Paco Escudero, envió al presidente municipal, con copia a mí, una carta que, por su extensión, tengo que extractar:
“Respetuosamente cuestionó el nombre o apodo puesto a la casa de don Hugh Sthepens en la calle Juárez. Sitio donde ustedes celebrarán el aniversario del Benemérito, “debido a que cuando Juárez llegó a Acapulco se hospedó en esa casa”. Perdone mi atrevimiento por preguntarle: ¿de dónde salió esa historia? Yo la cuestiono por las siguientes razones:
Juárez estuvo en Acapulco en la primera mitad del siglo XIX, tiempo en el que la casa oficial de visitas era la de las Mamitas González. No había en el puerto otro hospedaje salvo el mesón del barrio de La Lima. Lo que ustedes llaman “Casona de Juárez” nunca existió como casa de huéspedes. Los viejos acapulqueños recuerdan que doña Lola Estrada, venida de Tecpan y casada con el estadunidense Hugh Stephens, la hizo su hogar hasta bien entrado el siglo XX.
Por otro lado, la de las Mamitas González” era una casa muy grande que heredó el menor de los hermanos, Luis González Vélez. Su hijo, Luis González Adame, conocido como Güicho me comentó en una entrevista que le hice hace muchos años sobre los personajes hospedados en esa casa: San Felipe de Jesús, Vicente Guerrero (?), Francisco Picaluga e Ignacio Comonfort. También, que una parte de la misma se abrió como casa de huéspedes “Alta Vista”, en 1927.
También me comentó algo conocido por los acapulqueños: que en esa casa se hospedó Benito Juárez. Y que las Mamitas conservaron la silla en la que él se sentaba por las tardes en el balcón y también una carta de agradecimiento del más tarde presidente de la República.
La propiedad de las Mamitas González llegaba hasta la hoy plaza Sor Juana, hasta pegar con la casa de doña Enedina Fierro en la hoy calle Roberto Posada, personaje éste al que, por cierto, tuvieron como huésped a su llegada al puerto.
Creo sinceramente que en Acapulco tenemos historia verdadera y no necesitamos inventar leyendas que solo hacen quedar mal a quienes las inventan. Desgraciadamente, la historia se va perdiendo porque quienes la cuentan hoy no son originarios del puerto o están mal informados. También creo que la verdad debe prevalecer. Ya tuvo nuestro pueblo suficientes engaños por más de setenta años. Atentamente. Francisco R. Escudero.

Almirante Alfonso Argudín Alcaraz. Artículos periodísticos (recopilación). Diciembre de 2012

José Agustín Ramírez visto por Rubén Mora

Yo conocí tarde a José Agustín Ramírez: unos veintiún años de tratarnos. Desde 1936. Ya Toño Sánchez Tello me había hablado de él, de sus andanzas, cuando acababa de filmar Tierra, amor y dolor, película de Consuelito Frank con música de Agustín. Procurábamos, los miembros del Sindicato de Cinematografistas, formar una sección de trabajadores dentro del Partido de la Revolución Mexicana; no pudimos lograrlo y entonces, me concentré a Chilpancingo, aquí intimamos el cantor acapulqueño y yo.
En 1937 iniciamos los mano a mano que duraban la mayor parte de la noche en veladas de arte y bohemia.
Tuve oportunidad entonces de conocer de su propia voz sus producciones. Compuso un corrido para el general Berber. Manuel Reynoso y Lamberto Alarcón vinieron como empleados del Partido y el grupo se iba ampliando. En ese año celebramos los primeros Juegos Florales en los que triunfó Manuel Montes y Collantes; obtuve el segundo lugar con La rosa del recuerdo, dedicada a Conchita Silva. En cuarenta marché a Acapulco.
Con José Agustín habíamos fraternizado desde que nos conocimos. Yo se lo dije muchas veces: “Sólo deseo ser tu hermano menor”. Y por lo menos por el afecto y nuestras inclinaciones comunes siempre fuimos hermanos, ya que no por el genio. Diariamente nos reuníamos en la casa de Isauro Polanco o con Toño. A las seis de la mañana acostumbrábamos invariablemente ir a Hornos, a nadar una hora al pie del Castillo y siempre había una guitarra a mediodía.
Cuando en 1944 trataba yo de escribir, para los Juegos Florales del Carnaval de Acapulco, creí haber logrado un buen poema de décimas octosilábicas. José Agustín protestó: “Estas matando tu estilo, ese no eres tú, ponte a escribir otro poema”. Rompí entonces el papel y comencé El esclavo negro con aquel epígrafe:

Yo he sido un esclavo negro
y a pesar del socialismo,
prosigo siendo lo mismo,
como billete reintegro.

El poema que tanto conmovió a José Agustín, no mereció, sin embargo, la aprobación del honorable jurado.
Alguna vez llegamos a reunirnos en casa de Agustín Rosete, con Lolita Uribe, Ramiro Arteaga y el Flaco Sosa y recuerdo que a una expresión atrevida de Manuel, José Agustín me hizo la recomendación: “No dejes de escribir para la lima reina”. Lo prometí formalmente, pero nunca cumplí el encargo. Mientras haya vida, habrá esperanza.
No recuerdo a punto fijo si fue en 1946 o 1947, cuando vino a habitar a Chilpancingo en donde estaba yo, nuevamente, en 1945. Como éramos vecinos en la calle Amado Nervo y nuestros domicilios casi fronteros, nuestro fraternal afecto iba en aumento: Yo amaba su música, él alentando mi poesía, como gemelos que no discrepaban en sus opiniones. Nunca hubo celos entre los dos pues ninguno se creía de mayor talla que el otro. Odilón Adame, con frecuencia, nos recibía en su casa y siempre conversábamos sobre literatura y arte. Fue entonces cuando escribí mi Canto a Guerrero para todos los tiempos. De allí se cambió él a la avenida Miguel Alemán, yo a la calle Victoria, después a la del Centenario y por último a la 16 de septiembre.
José Agustín desaparece cuando se sentía mejor. Por lo menos así me lo dijo en Villa Ángela, el mes pasado, cuando lo acompañé a su domicilio a tomar un refresco. Murió desoladamente, como había vivido, sin que nadie se diera cuenta; como él y yo hubiéramos querido morir, calladamente, para no causar molestia a nadie; pero eso sí, acompañado de sus canciones hasta el momento de descender a la fosa.
Faltó una banda de música durante el velorio. No me explico porque Tancho Martínez y la CROM estuvieron ausentes. Sin ellos, aquello no estuvo completo. Si yo muriera pronto, me gustaría la vieja Banda de Isauro Polanco, para que me estuviera tocando durante la noche y me acompañara al panteón, como hacen en mi pueblo. Pero, en cambio, tuvo José Agustín la oración fúnebre que se merecía, en las bellas y emocionadas palabras del joven y brillante orador, Juan Pablo Leyva y Córdova, quien logró hacer una lírica semblanza del gran músico desaparecido.

Acapulco, el olvido

No es reproche para el pueblo de Acapulco su olvido de José Agustín, ni su demostración de afecto por Apolonio Castillo. Lo alcanzo a comprender, porque el uno fue héroe y el otro no; tal vez porque aquél tuvo una muerte violenta y éste se fue apagando poco a poco como una lámpara sin aceite; porque José Agustín empezó a morir, si no desde el vientre de su madre, por lo menos, desde hace treinta cinco y años y todos se admiraban de que su agonía se prolongara tanto.
Es según parece, el último de los “Trovadores Tamaulipecos”, todos geniales y todos muertos en plena juventud. Barcelata, Peña, Cortázar y José Agustín el nuestro, el artista, el inmortal. Murió de amor, murió del corazón; pero, no tal vez como lo diga el certificado médico, sino porque amó a su tierra en forma activa, trabajó por ella, cantando para ella.
La chilena no tenía rango antes de José Agustín. Con él salió del anonimato y adquirió categoría lírica. Él había dicho: No hay morena que sea fea bajo el cielo de Acapulco y el pueblo, con toda justicia, modificó sus palabras diciendo: No hay guitarra sin Ramírez bajo el cielo de Acapulco.
La vida debe ser, como dijo Amado Nervo, una nación perpetua. José Agustín fue eso, una entrega constante. “Trino de corazón diseminado…” como dice Isaac. Se dio al pueblo, diose a la tierra, a los adultos y a los párvulos, a los buenos y a los malos. Por donde quiera que fue, sembró el bien y tuvo la inocencia de José Rubén Romero. Por los caminos del Sur; Camino de Chilpancingo, Linaloe, Acapulqueña reflejan amor a la Patria Chica. En Mañanita Costeña y Caleta y el Toro Rabón, está el paisajista de cuerpo entero. Yo escribía entonces:

Caleta de Agustín, playa coqueta,
te sueño con dos ojos de locura
donde ensayo la dulce agrimensura
que se mide con metros de poeta.

Caleta, “violada”

“Maximino violó a tu novia”: lo embromaban sus amigos cuando el general Maximino Ávila Camacho dividió Caleta para comunicar su palacete con tierra firme.
Hombre de creencia acrisolada, se entregó también a la religión con todo lo que podía darle, desde servir de acólito y cantor, en la iglesia de Atoyac, hasta defender de viva voz y con la pluma las ideas religiosas del catolicismo. No hubo asistencia eclesiástica ni oficios religiosos en su sepelio. Eso no importa: si hay un cielo y hay un Dios, quisieron enseñarnos que la suprema justicia no podría haber impedido que la humanidad de Agustín, entrara a ocupar su sitio entre los bienaventurados. Porque Agustín era un santo, con una santidad franciscana.
Gentes de las cinco partes del mundo continuarán viniendo a nuestros puerto, y al escuchar Acapulqueña, preguntarán que en donde está el autor. Nosotros contestaremos con orgullo y con pena: “Murió un 12 de septiembre, pero reposa en su tierra, en dónde no pasan días sin que el pueblo derrame lágrimas por su ausencia”.
Rubén Mora Gutiérrez, septiembre de 1957.

Rafael Catalán Valdés. Rubén Mora: prosa y poesía… ( y algo más). 15 de diciembre de 2011