EL-SUR

Viernes 26 de Julio de 2024

Guerrero, México

Opinión

Plumas acapulqueñas XXVIII

Anituy Rebolledo Ayerdi

Junio 15, 2017

Carmen Quevedo Acosta

María del Carmen Quevedo Acosta es una escritora tardía e independiente que se autodefine costumbrista. Promotora entusiasta de la microhistoria, habitada por personajes anónimos cuyos derroteros cobra vida en sus Jácaras guerrerenses. Definidas éstas como historia, mito, leyenda, cuento, anécdota, relato y más.
La dama pertenece a la rama quevediana de San Jerónimo de Juárez, también conocido como “El Grande”. La misma de tantos otros lugares de México y del resto del mundo. No en balde un Quevedo –don Francisco de Quevedo Villegas y Santibáñez Ceballos–, iluminó los cielos ibéricos durante el Siglo de Oro Español. Tema genealógico que ella desentraña en un libro que muy pronto estará en librerías.
María del Carmen, decíamos, es una mujer privilegiada al contar con el apoyo de toda la familia para su quehacer literario. César de Jesús, el mayor de sus hijos, elabora las ilustraciones de sus libros; César Israel, el segundo, escribe los prólogos, y Carmen Guadalupe, la mujercita, está cargo de las portadas. No escapa el nieto César de Jesús Santes de la O, a cargo de las composiciones musicales alusivas a las obras literarias. ¿Y César, el esposo, acaso está nomás de mirón? No, ¡qué va!: él se encarga de la edición y de las relaciones públicas.

Las Jácaras

El primer libro de Carmen Quevedo, Jácaras guerrerenses (2012), presentado por cierto por este columnista, narra las aventuras de personajes criollos que, sin pretenderlo, alcanzaron con sus acciones algún relieve popular. Se retrata el carácter abierto y alegre de la gente de la Costa, se describen algunas costumbres y se cuentan leyendas de la región. Entre éstas: La cucha con zapatillas, Los chaneques bailadores, Ya no hay viejitos y Pelute y Cureche.

Jácaras guerrerenses en San Jerónimo El Grande

Tal es el título del segundo libro de la señora Quevedo (2013) y en él se refiere a tal población como “cuna de gente hermosa, franca, alegre y sincera en la brega diaria, el descanso o el “despotismo”. Refiriéndose esto último no a ningún poder absoluto, sino a las “disputas” en que ocasionalmente terminan algunas celebraciones populares.
La autora homenajea su solar nativo, San Jerónimo, a través del relato de anécdotas escuchadas de sus mayores y paisanos en general con escenarios en diversos lugares de la región. Relatos, dice ella, que permiten abrir la cortina para asomarse a la idiosincrasia de los costagrandinos, sus costumbres y su lenguaje que, en ocasiones, cae en una jerigonza solo entendida por ellos. (Fenómeno al que no es ajeno a veces el columnista, por ser sanjeronimeño nato y neto).

La migración. Jácaras
guerrerenses

La escritora acapulqueña rompe en este su tercer texto con el método aplicado a los dos anteriores. Lo hace para involucrarse en una investigación de campo sobre un tema siempre actual y dramático. El de los migrantes mexicanos hacia los Estados Unidos, los “braceros” o “mojados” de siempre, pues.
Cinco de las diez historias narradas en el libro se refieren a las vicisitudes de cinco ilegales, cuatro guerrerenses y un cubano, enfrentadas en el país del Norte. Las cinco restantes son contadas por agente de la US Border Patrol de la región del Valle del Río Grande, Texas. Para ello la autora realizó una investigación de campo en los condados de Cameron e Hidalgo, en Texas, los de mayor flujo de inmigrantes.

Genealogía quevediana con jácaras guerrerenses

Tal es el título del cuarto libro de María del Carmen Quevedo, ahora mismo en proceso de corrección. Es una obra, en palabras de la autora, que tiene como fin principal el fortalecimiento de los sentidos de pertenencia e identidad de quienes llevan el ADN y/o el apellido Quevedo. Rememorar, también, sucesos, anécdotas, historias o circunstancias de personajes de esta genealogía. Será, en síntesis, una obra en homenaje a sus mayores, con dedicatoria especial para los suyos, sus amores.
La Genealogía quevediana tiene la coautoría de César y la colaboración científica de la doctora Alejandra Quevedo Cavazos, relacionada con el ADN de los miembros del clan Quevedo. Es una obra de cinco capítulos:
1.- Estudio científico del ADN de los Quevedo. Científico, sí, aunque un tanto poético para obtener las llaves que abran las puertas del tiempo y así revisar la incidencia genética del apellido.
2.- Origen del apellido Quevedo. Derivado este del apodo El que vedó asignado al señor feudal que impidió (vedó, pues) la invasión de los moros en el norte de España. Hazaña trovada hoy, después de 12 siglos, por César Santes Pérez y el maestro Jorge Gómez Pérez.
3.-Arbol genealógico de los Quevedo de la Costa Grande de Guerrero, con ramas de seis generaciones.
4.- Jácaras de algunos miembros de la familia Quevedo. La principal lleva el título de No soy yo, es el caballo, dedicada por el dueto Santes-Gómez a los abuelos de la autora, don Santiago y doña Isabel.
Don Santiago: “A tu enojo no le jallo razón de ser, mujer, porque no soy yo, ¡es el caballo que va tras la hembra!”.
Doña Isabel: “Ahora resulta, Santiago, que el caballo es el ladrón de mi paz y de mi halo… ¡pues mira que caballo tan cabrón!”.
5.- Galería fotográfica: La integrarán fotografías de la familia Quevedo, ancestros y actuales.

La calle Cinco de Mayo

La calle 5 de Mayo se conoció primero como México y más tarde San Juan. Esto por último porque en ella tenían lugar las carreras parejeras de caballos, tradicionales del 24 de junio, el mero día de San Juan. Su arroyo ancho con mucha arena se prestaba para tales eventos. Calle escenario, también, de la Feria de Mayo (del 1 al 8 del mismo mes), con atractivos para chico y grandes y entre ellos las carreras de bicicletas para jóvenes y de triciclos para niños. Había encostalados, palo encebado, lotería y hasta juegos mecánicos.
La calle misma marcaba el inicio del desfile del “toro de once” que anunciaba las “toreadas” vespertina en las lomas del barrio de Petaquillas. Un toro bravo sujeto por los cuernos por las reatas de dos jinetes. Atrás, otras dos cabalgaduras sujetando una reata de la que pendían banderillas multicolores. Vanguardia seguida por el “chile frito”, más jinetes y una multitud compuesta principalmente por chamacos “chirundos” (para extranjeros: “chirundo” es desnudo). El toro era soltado finalmente en “la plaza de toros”, vil corral, para ser capoteado por aspirantes a toreros e incluso jineteado.
Casi a la mitad de la arteria se localizaba el Mesón Fernández, de don Nacho Fernández, lindando con El Parazal del mismo propietario. Un humedal sembrado únicamente con zacate destinado a las recuas que allegan al puerto los productos del campo y cuyos arrieros se hospedan en el mesón referido. (Dará nombre al más tarde al mercado municipal, hoy Artesanías). No existía entonces la calle Mina, si acaso un paso público entre el zacatal conocido como “Salsipuedes”. Y era que, en verdad, quien se atrevía a caminarlo no tenía todas consigo para salir con vida.
Los terrenos de don Nacho Fernández lindaban con los de los hermanos Vidales, sembrados de palmeras y zacate cuyo centro quedaba en el actual edificio Espinalillo. Vegetación por la que atravesaban las vías del ferrocarril con destino final en Zihuatanejo y que no llegó ni a Pie de la Cuesta. Casi a la mitad de la arteria se levantó una bodega enorme para servicio del tren y en ese mismo lugar se levantará más tarde el Cine Tropical. Enfrente ya estaba el Cine Marlin, de don Efrén Villalvazo.

El Jefe Chemita

Al final de la calle corría un desagüe natural conocido como “La Zanja”, mismo que se atravesaba sobre un puente de fierro. Fue allí donde, en 1811, el generalísimo Morelos se tendió cuán largo y pesado era para detener el tropel de sus soldados negros. Huían despavoridos en demencial desbanda luego de ser rechazadas por los defensores del fuerte de San Diego, convertido desde entonces en el “coco” del Jefe Chemita, como le llamaba el pueblo, cariñosamente.
El barrio de Petaquillas era muy chico. Las laderas que circundaban los contrafuertes de San Diego, servían de anfiteatro para que el pueblo pudiera ver la “toreadas” como eran llamados los jaripeos. La totalidad de las casa eran de palma y en su mayoría eran habitadas por pescadores y gente muy humilde.

Carlos E Adame, Crónica de Acapulco.
Editorial Municipal, 1996

Sacerdote en apuros

El bachiller Hernando Carreño, clérigo de la provincia de Acapulco, perteneciente al arzobispado de México, es denunciado ante el juez visitador de Acamalutla, don Francisco Negrete, “de haber requerido en amores a tres indias de ese pueblo, dos de las cuales se negaron a complacer sus deseos”.
En noviembre de ese mismo año (1583) se corren los trámites relativos a la consignación del sacerdote acusado, turnando el comisario del Santo Oficio, Juan Zorrilla de la Concha, los antecedentes del caso al tribunal de la ciudad de México. La sala criminal del alto tribunal dicta, en vista de los datos comprometedores, la aprehensión del sacerdote Carreño. El 4 de mayo de 1584. La ejecuta el 12 de junio de ese mismo año el comisario Zorrilla de la Concha.
Ante la vehemente declaración de inocencia del sacerdote de Acapulco, el comisario del Santo Oficio decide investigar él mismo tan feos cargos. Viaja con ese propósito a Coyuca (hoy de Benítez) donde es informado que una de las mujeres acusadoras ha muerto. Prosigue enseguida hacia Acamalutla en busca de las otras dos presuntas víctimas. Allí se le informa sobre el fallecimiento de la segunda y no hay rastro de la tercera.
Como resultado de sus pesquisas, el comisario Zorrilla de la Concha dicta la absolución del clérigo del puerto, ordenando su libertad inmediata (1585). Carreño oficiará una misa de acción de gracias a la concurrirá todo Acapulco.

José Manuel Lopezvictoria, His-toria de Acapulco. Editorial Municipal, 1985