Anituy Rebolledo Ayerdi
Julio 20, 2017
Segunda luna de miel en Acapulco
El 25 de mayo de 1974 vivía de nuevo con Misterios. Nos habíamos casado muy jovencitos, ella de dieciséis y yo de dieciocho; pero después nos separamos, con divorcio y todo, sin imaginar que unos cuantos años después nos reconciliamos y volveríamos a vivir juntos. Para celebrarlo, la invité a pasar una “segunda luna de miel” en Acapulco. Ella accedió encantada, porque es acapulqueña total: esbelta, cálida y sensual. Hasta terminar la prepa vivió en el puerto, cuyos modos de ser y su lenguaje conoce muy bien. Todavía habla aspirando la hache para que suene como jota (“hombre” es “jombre”), lo cual a veces hace también con las eses (y “pues” se vuelve “puej”). Por mi parte, he ido a Aca infinidad de veces, con mis papás desde pequeño y después con los cuates o nenas en turno. Pero eso fue antes de Misterios, a quien, después de reencontrarla (de una vez hay que soltarlo), yo ya no dejaría perder y la seguiría por tierra y por mar.
Ese día salimos a las ocho en mi Datsun. Tomé el volante y puse el disco de las vacas de Pink Floyd en el autoestéreo de ocho tracks que, junto a un voluminoso equipo cuadrafónico, me trajeron fayuqueramente de Los Ángeles. Había tránsito en buena parte de la ciudad y tardamos más de media hora para llegar de la colonia Roma a la caseta de la autopista de Cuernavaca. Pero a partir de ahí no hubo problemas y subimos, a buen paso, hasta Tres Marías , a más de tres mil metros de altura, le inevitable Escala de las Quesadillas de los Viajeros Fritangueros, como nosotros, que ya con ese delicioso, aunque un tanto grasoso, combustible, pudimos seguir y admirar debidamente los bosques de pinos profusos , húmedos del alto Ajusco. Pa-samos, con el debido respeto, la temible curva llamada de La Pera, y oyendo Ziggy Stardust de David Bowie bajamos a Cuernavaca, que eludimos vía libramiento.
Media hora más tarde, ya las once, estábamos en la caseta de Alpuyeca, esquivando a los vendedores de nieve de limón. Hicimos una escala “técnica” y entonces Misterios quiso manejar. No, m’hija, afirmé, yo voy bien, además, si mal no recuerdo, eres medio cafre, nomás me vas a traer cardiaco todo el tiempo. Pero ella insistió, con todos sus encantos, así que no resistí. Respiré con calma al verla manejar bien, segura, tranquila, ni rápido ni lento. Recorrimos las montañas que en esa parte son más bien áridas pero suaves pendientes y amplios valles. Al compás de It’s only rock’n roll, la Bella Misterios empezó a platicar. No sabía yo como le gustó que la invitara a Acapulco, of all places. Ya tenía dos años sin ir y lo extrañaba, pues para ella era lo máximo. En cierta forma, yo comprendía y compartí su fervor: el puerto sin duda era el sitio favorito de todo México, pero especialmente de los chilangos, ricos y pobres, que en semana santa se lanzaban al puerto a como diera lugar, aunque tuvieran que dormir en el célebre Hotel Camarena, o sea, en la arena de la playa.
La gran bahía y sus alrededores, decía Misterios entusiasmada, contaban con playas para todos: desde las de “manso oleaje”, como Caleta, Hornitos o Puerto Marqués; las bravas, pero explorables, tipo Condesa o el Revolcadero; o las de plano imposibles, Pie de la Cuesta por ejemplo, donde nadar era privilegio de muy pocos jinetes de olas. En los años sesenta, agregó, Acapulco había cambiado notablemente; los grandes hoteles ya no eran el Club de Pesca, el Mirador, Papagayo, sino el Presidente, el Hilton y el Villa Vera. Caleta dejó de ser la playa favorita y se puso de moda la Condesa. Había restaurantes de todo tipo, bares, clubes nocturnos y discotecas. Y la sempiterna zona roja por supuesto, agregué yo, famosa por sus reventaderos El Burro y La Huerta. Algunos chavos de plano ahí se quedan y ni siquiera van al mar, como en el cuento En la Playa, de Parménides, precisé. Misterios sonrió. Bueno, pues Acapulco dejó de ser el de “agua y luz, casi nada; callejones llenos de cagada y un calor de la chingada”, y se había consolidado como un gran paraíso turístico internacional, especialmente después de las Reseñas Cinematográficas, festival de festivales que reunía a las películas premiadas en Cannes, Venecia, Berlín y Hollywood, y convocaba a las grandes estrellas del cine con el correspondiente avispero de periodistas y paparazis; en el aeropuerto el movimiento se había intensificado con los vuelos directos al extranjero, y por ese rumbo, Puerto Marqués, El Revolcadero, Playa Encantada y el otrora remoto Hotel Pierre Marqués, la lujosa cárcel de Howard Hughes, empezaba a tener compañía y después será la zona “Diamante”.
Misterios me indicó un letrero TERMINA MORELOS y entonces cantó: “Por los caminos del sur, vámonos para Guerrero” ¡Vámonos, cómo chingaos no!, agregué. Pasamos la desviación a Taxco y llegamos a Iguala, pero no entramos a esa calurosísima y tamarindosa ciudad. Ahí se acababa la autopista de cuota y había que entrarle a la carretera de siempre, de una curveante y estrecha vía. Por suerte el tránsito, leve, nos dejó avanzar rápido durante un rato. Atravesamos el río Mezcala, que es el Balsas, y de pronto ya estábamos en la Cañada del Zopilote, una extensa desolación con colinas, un lecho reseco de río, muchas piedras y vegetación casi desértica. El calor aumentó notablemente y yo me maldije por viajar a esas horas; hubiera sido mejor salir a las seis de la mañana, como sugirió Misterios para nos asarnos. Pero tú me dijiste que saliéramos a las ocho y ya vez, menso, me asestó ella.
Misterios insistió entonces en que el viejo Acapulco (destino de la nao de China que en realidad era de Filipinas), se desvanecía con rapidez. A lo largo de la Costera había más negocios y mientras los acapulqueños se apeñuscaban en el centro, en la colonia Cuauhtémoc, en Mozimba y en los cerros de La Mira y de La Pinzona, la acción turística se daba a partir del Papagayo (y el colindante arroyo de aguas negras que impunemente infectaba la bahía), pasaba por la Diana, se refocilaba en la Condesa y avanzaba hacia Costa Azul, Icacos, la Base y la Escénica, algo impensable unos años antes. Pero el mar estaba limpio, salvo en el muelle, frente al zócalo, y en Caleta y Caletilla que albergaba yates y lanchas. Acapulco no esperaba crecer y, como los buenos lugares ya estaban ocupados o eran carísimos, los más pobres se instalaban en La Laja, en las faldas del Vela-dero, lo que llaman Anfiteatro. Acorrientan a Acapulco, decían muchos, hay que sacarlos a patadas, y eso es exactamente lo que va a hacer, me dijo ella, te lo juro por el honor de las hijas de mi tío Alejandro. Igual van a acabar con la guerrilla de Lucio Cabañas, la van a hacer caca, vas a ver. Gracias a la plática, y a los cien kilómetros por hora que le gustaron a Misterios, salimos indemnes de los calorones de la Cañada del Zopilote.
El aire refrescó conforme nos acercábamos a Chilpancingo, o Chilpo, como le dicen los chilpos, me aclaró Misterios y se soltó a reír, muy contenta. Se veía hermosísima al volante, envuelta ahora en las canciones de Leonard Cohen. Cargamos gasolina, hicimos pis y tomamos un refresco antes de emprender el último tramo del viaje, poco más de cien kilómetros a través de curvas cerradísimas. Había que ir muy despacio, lo cual por una parte permitía ver la belleza inaudita de esa parte de la sierra. Le dije a Misterios que me tocaba conducir, pero ella ronroneó ay no, mi vida; mira mi estimado José María de Jesús Alabastrino, vengo manejando muy rico, lo he hecho perfecto, sin aceleres ¿no? No, pues sí, nomás no me digas Alabastrino. Pues entonces relájate mi buen, hazte una chaira y échate un sueño.
Las montañas, enormes y verdísimas, revelaban su majestuosidad cuando se abrían un poco los largos tramos de curvas en medio de la vegetación cerrada y semitropical. Pero duró poco la contemplación de la sierra porque la chistosita de Misterios temerariamente empezó a agarrar los apretados serpenteos del camino a ochenta kilómetros por hora, y cuando podía, aceleraba más. Oye tú, le advertí, ya empezaste, bájale, aquí es peligrosísimo. Tranquilo me respondió, yo conozco estas curvas como si fueran las mías. Muy buenas, por cierto, dije, pero vete despacio. Qué te pasa, este tramo todos se lo echan en dos horas o más cuando se puede llegar en cuarenta y cinco minutos. Pero con mucha suerte y un carrazo, alcancé a decir, aterrado, cuando Misterios rebasó la curva. Varios camiones de carga y trailers avanzaban pesadamente y por milímetros no nos estrellamos. ¡Bájale, mujer, nos vamos a matar! La muerte y yo somos comadres, me respondió, y yo me muero donde quiera, en la raya la primera y en el fuego el corazón, cantó muerta de risa pero a la vez alerta al derrapar cardíacamente. Sin bajar la velocidad, la malvada se daba el lujo de celebrar el paisaje, mira que monte más soberbio, ése parece una de las montañas-águila de Magritte, y los árboles, qué árboles, y el arroyo, mi alma, tan fuerte y estruendoso que parece altanero, retador, como si dijera: esto es vida, lo demás son pendejadas.
Apenas había dicho esto cuando un horror súbito nos dominó. Había grava en una de las curvas y el Datsun, a cien kilómetros por hora, se derrapó con violencia; Misterios aceleró para sacarlo del filo del abismo en el que patinamos durante segundos eternos y de milagro logró volver al asfalto. Pero ahí entramos en un trompo vertiginoso: el coche no cesó de girar hasta que se estrelló contra la pared del monte, rebotó latigueante y de nuevo fue a dar al precipicio. Misterios volanteó, acelerando, recuperó el camino milagrosamente y todavía avanzó un poco por la carretera, pero algo nos obstruía. Por tanto, detuvo el auto en un mínimo espacio que semejaba una cuneta junto al precipicio. Respiramos agitadamente unos segundos hasta que las bocinas de un tráiler nos hicieron reaccionar y así fuimos conscientes de nuestra gran suerte de que ningún otro coche hubiese venido mientras patinábamos sin control. Misterios se bajó del coche a una velocidad increíble, se hincó y se puso a rezar con intensos susurros, mientras yo veía todo como si fuera la primera vez, en medio de una estupefacción que sin embargo no me impidió advertir que en el estéreo de ocho tracks se oía Un día en la vida, de Los Beatles, y constatar que la parte trasera del pobre Datsun se hizo charamusca; la lámina rozaba con la llanta derecha y la cajuela no abría. A golpes de piedra logré despegar la salpicadera, que me llevó un tiempo. En tanto, Misterios fue sosegándose. Se fumó un cigarrillo y después, casi con un gesto heroico, me dio las llaves del coche, sin decir nada.
Yo manejé hasta Tierra Colorada, donde un mecánico, que resultó bastante tramposo pero simpático, arregló algo “importantísimo” de la suspensión. Continuamos el viaje con cuidados y en silencio, lo cual permitió que Blood on the tracks de Bob Dylan manifestara su grandeza. La vegetación se hizo cada vez más tropical, empezaron a aparecer las palmeras debidamente borrachas de sol. Sentir el húmedo calorcito tropical destrabó el silencio de Misterios. No había nada como Acapulco, reiteró. Su “bellísima bahía”, una de las más grandes y espectaculares del mundo, podía alojar cientos de navíos sin perder la proporción exacta. Eso sin contar sus caletas aledañas y la isla de La Roqueta, donde un empedernido burro alcohólico se bebía tan tranquilo las incontables cervezas que los turistas le ponían en la boca. También estaban los riscos de La Quebrada con sus afamados y temerarios clavadistas, que incluso se lanzaban al abismo con los ojos vendados y antorchas.
Por mi parte, dije que, además de la belleza natural, Acapulco se había vuelto un sitio muy especial, un paraíso infernal, porque muchos turistas se vol-vían otros, mandaban al demonio sus máscaras de respetabilidad y responsabilidad, y (primero en el Bum Bum de Caleta, luego en el Tequila a Go-Go y después en el Paradise de la Condesa y en el Tiberios o Tugurius, además, claro de la Zonaja) se despedían de las inhibiciones y represiones sociales, y según la naturaleza de cada quien se volvían encantadores y sumamente peligrosos. Acapulco en ese sentido resultaba una ambivalente válvula de escape y puerta regia para los mercaderes del vicio.
Ya había subido la tortuosa subida de Las Cruces y al fin contemplamos la bahía de Acapulco, con las rocas del Morro y la isla de La Roqueta, que con su faro se asomaba por detrás de la Bocana ¡Ah, qué maravilla! ¡Bravo!, ¡autor, autor!, dijimos pero en ese momento la puesta de sol nos enmudeció.
José Agustín (Ramírez Gómez), escritor ligado familiarmente con Acapulco. Sobrino de José Agustín Ramírez, nuestro más grande compositor, y del literato y ex gobernador Alejandro Gómez Maganda. (Novelas: La tumba, De perfil, Se está haciendo tarde (final en laguna), Ciudades desiertas, Dos horas de sol. Relatos: Inventado que sueño. Teatro: Abolición de la propiedad. Crónica histórica: Tragicomedia mexicana.) Revista Ibero 8, julio de 2010.