Humberto Musacchio
Septiembre 28, 2017
Hace tres años que los estudiantes de la Normal de Ayotzinapa, Guerrero, fueron agredidos por la fuerza pública. Hace tres años que “desaparecieron” 43 de esos jóvenes sin que a la fecha sepamos dónde están ni qué les pasó. Las versiones oficiales carecen por completo de credibilidad y en México y en el extranjero el gobierno es señalado como inepto o cómplice o ambas cosas. El caso de los 43 representa nítidamente la forma en que opera entre nosotros la procuración e impartición de justicia.
No andamos mejor en lo que se refiere a prevención del delito, pues ya se sabe que eso no es negocio. En cambio, la persecución sí representa ganancia para policías, agentes del Ministerio Público y jueces venales. Con su proverbial irresponsabilidad y muy al gusto de Washington, Felipe Calderón desató una guerra “contra las drogas” continuada con las mismas características en el presente sexenio, cuando ya andamos en los 200 mil muertos por esa causa, pero el narcotráfico no ha dejado de prosperar. Todo se justifica para no legalizar las drogas (en forma reglamentada), lo que acabaría de tajo con ese negocio.
Para demostrar que trabajan, las autoridades pueden argüir que las cárceles están repletas. En efecto, están sobrepobladas porque el crecimiento exponencial de la delincuencia da para eso y más, pero el número de reos no ha implicado una baja de la criminalidad, además de que la mitad de los reclusos están sin sentencia, algunos con cinco y más años esperando la decisión del juez y no pocos son inocentes, meros chivos expiatorios, pues las autoridades no buscan quién la hizo, sino quién la pague.
Con estos antecedentes, esperar justicia contra los constructores irresponsables y los inspectores corruptos no pasa de ser un sueño guajiro. No hay razón para que un gobierno corrupto castigue la corrupción, sería un contrasentido, un haraquiri que no se harán los funcionarios públicos, enriquecidos como marajás gracias a que caminan sobre los miasmas de moches, mordidas y cochupos.
En 1985 la destrucción de inmuebles nos hizo pensar que se procedería contra los constructores deshonestos y los funcionarios que se hacían de la vista gorda ante las irregularidades. Memorable y simbólico es el caso de Guillermo Carrillo Arena, constructor de muchos de los edificios caídos entonces. Incluso circuló el chiste de que esos inmuebles se cayeron porque en vez de cemento empleaba Carrillo… arena.
Pero el tipo murió en 2010 sin haber pisado la cárcel, sin ser siquiera citado a declarar, pese a que fue denunciado ante la autoridad “competente” por Raúl Prieto Río de la Loza y otros periodistas que denunciaron sus fechorías. Su impunidad se explica porque en ese sexenio era ni más ni menos que el secretario de Desarrollo Urbano y Ecología. La Iglesia en manos de Lutero, dirían nuestras abuelas.
Desastres de la magnitud de aquel temblor y de este sacan a flote los cadáveres que las autoridades preferirían mantener en el clóset, pero ni así vemos que se castigue a los funcionarios públicos por su irresponsabilidad y sus delitos. Por ejemplo, en 1985, en las ruinas de la Procuraduría del DF aparecieron varios muertos con notorias huellas de tortura. La procuradora, Víctoria Adato, no procedió contra los torturadores y asesinos y esa complicidad le fue premiada en el mismo año con un asiento en la Suprema Corte ¡de Justicia!
“A diferencia de lo que hubiera podido ocurrir en un país verdaderamente democrático –escribí años después–, aquí no fue a la cárcel ni un solo constructor, ni un solo funcionario o ex funcionario responsable de extender licencias de edificación. Se arguyó que los reglamentos en vigor no obligaban a tomar providencias contra un sismo de más de ocho grados en la escala de Richter”. En aquel año el sismo fue de 8.1 grados, pero ahora la magnitud fue de un grado menos y la desgracia volvió a presentarse, entre otras cosas porque el nuevo reglamento de construcción se sigue aplicando con una laxitud criminal.
Actualmente, informan los diarios, hay unas cuarenta investigaciones en curso, pero no hay bases para creer que serán castigados los responsables de tantas desgracias, lo que incluye homicidios, daño en propiedad ajena y otros delitos. Sí, se supone que una recta justicia es la concreción de la vindicta pública (así dicen los abogados), pero con tales antecedentes, mucho nos tememos que otra vez prive la impunidad, pese al dolor y la indignación ciudadana.