Florencio Salazar
Octubre 02, 2018
Todos los oficios y profesiones exigen destreza y talento. Pero hay algunas que requieren el imperativo de ambos atributos.
El relojero, en la precisa reparación de una máquina, puede fracasar y la consecuencia será que no cobre honorarios o, acaso, cubrir la reparación de un posible daño. Igual puede ocurrir con un carpintero o sastre.
No es el caso de los conductores de jet, crucero o autobús. En la operación de estos aparatos necesariamente debe haber conocimiento y destreza, y además estar certificados.
Para solicitar la reparación de un reloj basta con localizar un taller; nadie pedirá al relojero exhiba la certificación de su conocimiento. ¿Pero quién abordaría aquel vehículo que pretendiera conducir un ignorante de su operación?
La política es igualmente demandante. Pero su caso es peculiar porque siendo necesarias no son exigibles la experiencia y la capacidad políticas. Algunos que quieren o dicen ser políticos parecen guiarse por las humoradas de Juan Verdaguer: “Para triunfar en la vida se necesitan dos cosas: ser audaz y yo soy audaz; ser inteligente ¡y yo soy audaz!”.
La política es la actividad cultural por excelencia y su misión civilizadora, pues no habría sociedad sin la solución de sus conflictos. Y es peculiar, porque la organización social históricamente ha exigido la organización del poder. ¿Y cómo se organiza el poder? Mediante un acuerdo, norma suprema llamada Constitución, que determina como sujeto central al ciudadano en los procesos electivos.
Siendo la democracia política representativa, todos los ciudadanos tienen derecho a elegir y a ser elegidos, independientemente de su condición social o económica, con la exclusión de quienes tengan suspendidos sus derechos políticos.
En la antigüedad se escogía a los mejores, pero la democracia no era universal. Los griegos marginaban a mujeres y esclavos. Ha sido el liberalismo el que ha venido reconociendo el derecho al voto a todos los ciudadanos; a veces como consecuencia de luchas heroicas, como la de las sufragistas inglesas.
El gobernador de Guerrero Rubén Figueroa Figueroa pretendió reformar la Constitución local con el fin de establecer como requisito el título profesional para poder ser candidatos a diputados. El ingeniero Figueroa tuvo el cuidado de consultar previamente a algunos abogados. La respuesta que recibió del magistrado Miguel Ángel Parra Borbón, fue en el sentido de que violaría los derechos políticos de los ciudadanos y la representación popular carecería de legitimidad. Ahí murió la idea.
Es claro que la política está abierta para todos. Y ello implica distinguir el hacer la política cotidiana, como corresponde al ser social, de la política profesional.
Décadas atrás quienes querían ser políticos se esforzaban por seguir su vocación. Se iniciaban en la lucha social o en modestas tareas partidistas hasta asumir progresivamente mayores responsabilidades. Había renovación de élites, era constante la permeabilidad y el arribismo excepción. Orientaba la máxima de Max Weber: “Se puede vivir o no de la política, pero se debe vivir para la política”.
El agotamiento del sistema político impactó la calidad de sus políticos. Ahora, al convertirse los políticos en marca y producto, han perdido mucho de su naturalidad. El primero de julio la mayoría de los mexicanos prefirió votar por personas literalmente desconocidas, que por políticos profesionales.
Se debe fomentar la vocación política y formar conductores confiables para que la sociedad disponga de voluntades comprometidas y a su servicio. Recuperar la confianza de la gente no es fácil. Esa es tarea primordial de los partidos políticos “en cuanto se trata de la dirección del gobierno y la sociedad”, como expresara Agustín Yáñez.
La política sin políticos conduce a la barbarie. Quien no quiera vivir para la política nada tiene que hacer en ella.