EL-SUR

Viernes 19 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Políticos y policías

Tlachinollan

Mayo 22, 2017

Las noticias que van desmenuzando las historias que nos narran cómo los policías tejen sus alianzas con las organizaciones criminales, desenmascaran el tipo de gobierno que tenemos y el perfil de los políticos que han ido configurando un modelo tenebroso de las corporaciones policiales. En un sistema político basado en la observancia rigurosa de la ley no deberían existir policías que actúen bajo el amparo de esta misma legalidad para establecer vínculos con la delincuencia. La realidad nos dice lo contrario; en el estado no hay corporación policial que no mantenga una relación mafiosa con las organizaciones delincuenciales. Este enroque se da, no porque tengan más poder que las autoridades políticas, sino porque los mismos jefes policiales y los políticos electos están entrampados con los grupos de la delincuencia. Han establecido acuerdos o negocios turbios. Por lo mismo estamos ante una clase política que se pasa por el arco del triunfo el Estado de derecho y que no se siente obligada a rendir cuentas claras ni actuar por mandato constitucional, con transparencia.
La relación entre las autoridades estatales, las municipales y los jefes policiales, es estrecha. Pasa necesariamente por el voto de confianza que existe entre el político y el policía. Nadie con tan alta responsabilidad puede sentirse sorprendido o engañado de lo que hacen los jefes policiales y sus elementos cuando desempeñan sus funciones. En el ejercicio del poder no puede haber ignorancia, falta de control, ingenuidad o estupidez de los gobernantes con lo que hacen sus colaboradores como funcionarios públicos. Nadie puede evadir su responsabilidad para enfrentar el problema de la corrupción al interior de las instituciones, ni mostrarse al margen de lo que pasa entre la población, que enfrenta el flagelo de la violencia y la amenaza permanente de los grupos que delinquen
Las instituciones policiales están llamadas a preservar el orden; a utilizar la fuerza para proteger a la población que se siente inerme. Tienen que ser garantes del Estado de derecho. Deben de actuar con decisión y rigor para contener la acción delincuencial. Están llamadas a prevenir el delito, a realizar un buen trabajo de investigación y de inteligencia. No deben de permitir que se atente contra la seguridad de la población y se debe proteger la vida y la integridad física de las y los ciudadanos. Sobre todo, las corporaciones policiales deben ser las mejores aliadas de la población, por su cercanía y por estar siempre alertas ante cualquier peligro.
Lo que constatamos en los hechos es que las corporaciones policiales no son la fortaleza de un Estado democrático, mucho menos son baluartes de la legalidad. Tampoco son escudos de una sociedad deseosa de vivir en paz. Son una amenaza grave para la misma sociedad porque forman parte de la delincuencia institucionalizada. Su rol de policías lo utilizan para arremeter contra la población, para abusar de la fuerza que le dan las armas que portan. Causan temor y desconfianza, porque actúan con total opacidad, sin que respeten la cadena de mando. No hay controles internos, ni rendición de cuentas. No hay medidas disciplinarias, como tampoco respeto a sus derechos laborales. Los policías trabajan durante varias días y noches seguidas, sin compensación económica ni días y noches de descanso. Carecen las corporaciones de recursos materiales, financieros y humanos para operar adecuadamente. En varios municipios los mismos policías tienen que comprar sus uniformes, sus botas y hasta las municiones que utilizan. Desde el jefe máximo se solapa la extorsión, las exacciones ilegales, las mordidas, las multas excesivas, la tranza y los negocios turbios. La seguridad es una minita de oro que puede expandirse en todos los ámbitos de la sociedad, en la medida que se establecen vínculos con quienes viven del crimen. Los mismos policías ante la precariedad económica y ante la falta de fuentes de empleo, también se vuelven rehenes tanto del político que a cambio del trabajo le demanda lealtad y complicidad en los negocios turbios, como con la delincuencia que le compensa económicamente a cambio de su complicidad y colusión. La corrupción que impera en las instituciones es el caldo de cultivo que permite que proliferen los negocios ilícitos al interior de las estructuras gubernamentales credas para combatir los delitos.
David Bayley, uno de los académicos más reconocidos en el mundo en el tema policial, en su visita a México en 2012 fue muy enfático al explicarnos que “cuando una persona promedio piensa en la policía suele olvidar que esa institución depende de los políticos electos”. Los presidentes municipales, los gobernadores y el presidente de la República son los responsables políticos de la policía. En cambio, los responsables operativos son los jefes de la policía.
En las mismas campañas electorales quienes buscan el voto no son los que van a ser jefes de la policía, sino los políticos que ante los problemas que plantea la población relacionados con la inseguridad, su oferta permanente es formar grupos de policías confiables, capacitados, que tengan un perfil profesional, que no tengan antecedentes penales y no estén vinculados con la delincuencia. Los políticos tienen claro que a la hora de conformar su gabinete, el de seguridad será el más delicado, porque ahí estriba cumplir con la promesa de revertir los índices delincuenciales y garantizar seguridad a un población que se lo demanda con urgencia. Las autoridades que ostentan los cargos ofrecen seguridad porque formalmente las instituciones policiales no se mandan solas, sino que están bajo la autoridad. Por lo mismo, saben muy bien a quién van a nombrar como jefe de la policía, depositan su confianza en personas que supuestamente tienen el perfil idóneo y que puede pasar cualquier prueba para ser certificado. Esta relación entre la responsabilidad política y la responsabilidad operativa de la policía es clave para ubicar bien el problema que enfrentamos.
Retomando las palabras de Ernesto López Portillo, experto en temas de reforma policial, podemos reafirmar que “cuando un policía no tiene adecuada defensa legal, atrás hay una decisión política; cuando una mujer policía sufre acoso sexual por parte de sus mandos sin consecuencias, atrás hay una decisión política; cuando un policía inicia funciones sin haber pasado por un curso básico adecuado, atrás hay una decisión política; cuando una institución policial no tiene procedimientos operativos regulados, lo mismo. Y de igual manera es una decisión política la que produce policías sin adecuados sistemas de control, transparencia y rendición de cuentas”.
Los policías son el espejo de los políticos. Lo que se trama dentro de los separos de las corporaciones policiales, se reproduce de forma maquillada en los palacios de los gobernantes. Las prácticas de corrupción que se han institucionalizado en las corporaciones policiales son copia fiel de lo que realizan los jefes policiales y los jefes políticos con sus empresas fantasmas o sus socios prestos para delinquir. El maltrato que están acostumbrados a dar a la población es parte del despotismo político de sus superiores. Los tratos crueles e inhumanos, así como la tortura que aplican a los detenidos, son prácticas arraigadas de un sistema político que utiliza la fuerza para abatir a sus enemigos o para reprimir a quienes protestan y denuncian las tropelías de los gobernantes.
Lo que hoy sucede en nuestro estado con las corporaciones policiales no es un problema aislado, de algunos municipios. Tampoco es un fenómeno reciente, nos remite a los años cruentos de la represión masiva de los caciques contra una población insumisa. Nos rememora a comandantes y policías temerarios, que de pistoleros de los caciques alcanzaron el rango de comandantes y jefes policiacos, especialistas en torturar, amenazar y matar a quienes se atrevían a participar en la política y a promover la conformación de otras instituciones político electorales. El policía iletrado, desalmado, experto en practicar la tortura y acostumbrado a esquilmar a la población para compartir con sus jefes el dinero extraído a la población pobre, se ha transmutado en el policía que se colude con el crimen organizado, pero que es producto de una clase política que llegó al extremo de la corrupción y también se ha tornado parte de un sistema macrodelincuencial, donde los intereses económicos se han colocado por encima de los intereses de la sociedad, de sus demandas más sentidas, de justicia, equidad, igualdad, desarrollo, seguridad y respeto a los derechos humanos. Con el sistema globalizador del libre mercado la economía criminal se empotró en las estructuras del poder político. Impunemente se consintió que las actividades ilícitas se lavaran con los negocios lícitos y se enquistaran dentro de las estructuras gubernamentales grupos de poder que han medrado con los recursos públicos para afianzar sus intereses político delincuenciales.
El caso de los 43 estudiantes normalistas desaparecidos en Iguala y las seis personas asesinadas, es la condensación de una acción concertada a gran escala donde tuvieron responsabilidad autoridades políticas del estado, miembros del Ejército, policías federales, ministeriales y municipales. Todo el aparato represivo del Estado que se coludió con los grupos del crimen organizado para arremeter contra los estudiantes de Ayotzinapa y proteger los intereses macrodelincuenciales, que se han gestado por décadas en nuestro estado.
Con estas corporaciones policiales comandadas por una clase política que se niega a arrancar de tajo la corrupción y a desmontar toda la estructura delincuencial enquistada en los cuerpos de seguridad, es muy difícil arribar a una etapa donde las ciudadanas y ciudadanos seamos el centro de toda la acción política, que el verdadero contrapeso de nuestro sistema democrático sean instituciones transparentes, corporaciones policiales que rindan cuentas y estén controladas por la misma sociedad y que en verdad se acaben los fueros de los gobernantes corruptos, para que se investiguen sus actos delincuenciales y se les encarcele. Si tenemos corporaciones policiales que están coludidas con el crimen organizado, es porque tenemos a gobernantes que mantienen vínculos con los jefes de la delincuencia que controlan los territorios de su circunscripción política.
Este lastre que padecemos está más allá de los colores políticos, y no es que un partido esté limpio y los demás estén enlodados. Lo grave para los ciudadanos y ciudadanas es que los gobernantes y sus partidos se han transformado en un gran problema que estamos cargando con mucho riesgo y desesperación. La clase política en el estado es cómplice de quienes delinquen; tanto de los mismos políticos que tienen vínculos con la delincuencia y que los solapan, como de los jefes de las organizaciones criminales que no han querido detener, o que cuando están puestos a disposición, los dejan libres. Es un problema que enfrentamos a nivel estatal y en los 81 municipios, por lo mismo, esta descomposición de las instituciones policiales no es un asunto solamente de policías, sobre todo es un problema grave que incumbe a las autoridades federales, estatales y municipales, que lamentablemente no están atendiendo la raíz del problema, simplemente lo encubren, le dan la vuelta y se tiran la bolita, buscando la culpa entre los mismos que disputan el poder político y son culpables de esta debacle. La perenne crisis de la policía en México y en Guerrero es ante todo política y no solo policial.