Gibrán Ramírez Reyes
Julio 25, 2018
Buena parte de la tinta que ha corrido estas semanas se refiere al corte de salarios de la alta burocracia y a la reducción de privilegios, como el seguro privado, los reembolsos y las compensaciones excesivas. No creo que haya mucho que decir ahí, mucho que objetar si en efecto todos los ahorros se destinan a gasto social e inversión productiva, que es como se define la austeridad republicana: cortar el gasto burocrático para aumentar el gasto social, en contraposición con la austeridad de derecha: cortar el gasto social para mantener “sanas” las finanzas públicas sin tocar apenas los privilegios de la burocracia (en todo caso, ya ha apuntado lo suficiente César Morales Oyarvide en Nexos). Pero me desvío. Justamente quiero decir que importan más otras cosas, como la concepción general del servicio público del lopezobradorismo más allá de la austeridad.
No tengo el argumento delineado del todo, está en elaboración, pero espero que se entienda un poco si miramos atrás. La narrativa de la modernización política, de 1982 para acá, por ponerle fecha, generó una separación de roles en la vida pública. Por lo menos en altos niveles, los funcionarios, los políticos, los intelectuales, debían ser una cosa, y solo una, idealmente, para no estar bajo sospecha –y además cada uno tenía que ser de determinada forma: los funcionarios tenían que ser técnicos tan apolíticos como fuera posible; los intelectuales, independientes y alejados de la nómina del gobierno; y los políticos tenían que ser operadores de la ley, con estudios en el extranjero de preferencia, con conocimientos instrumentales que les permitiesen no ceder ante la terrible tentación de dar a un pueblo que siempre pedía más.
Por abreviar, diría que el nuevo estilo de político se construyó en contra de lo que significaron José López Portillo y Luis Echeverría, ellos y sus claques, con impresentables como Arturo El Negro Durazo, con mafiosos que operaban hasta el crimen en las tripas del sistema, casi sólo para usufructuar la corrupción. Y algo similar tuvo que ocurrir con los nuevos tipos de intelectual y de funcionario. Estoy hablando nada más de imágenes, es obvio, porque no han desparecido los gestores mafiosos de los sótanos y las cañerías del gobierno, los intelectuales no han sido realmente independientes –porque responden a los grupos sociales a los que están ligados orgánicamente–, y tampoco los funcionarios han sido primordialmente técnicos –hay verdaderos ejércitos de hacedores de powerpoints que están por motivos no meramente meritocráticos en el aparato de gobierno.
El problema de estas imágenes, caricaturas si se quiere, es que afectaron el funcionamiento real del servicio público y la política. Podría resumirlo como la privatización y despolitización de la vida pública. Los altos funcionarios, preferiblemente, tenían que formarse en universidades privadas nacionales y extranjeras, en lugar de forjarse en el servicio público. Los intelectuales más relevantes tuvieron que publicar en prestigiadas revistas que son empresas privadas –sin tufo a oficialismo–, y alejarse de la gestión de instituciones públicas. Y los políticos tenían que tomar decisiones con base en dictámenes científicos que indicaran el camino del bien público, tenían primordialmente que evaluar cuantitativamente, no polemizar, concertar, mediar, escuchar o gastar de modo ineficiente –o sea que en cierta medida tenían que dejar de ser políticos–. Todo fin moral era traducible en metas de política pública o no existía. Una vez que se hizo una imagen mala de lo público, mucho del conocimiento necesario para tomar decisiones comenzó a maquilarse en consultorías de todo tipo, más con bases de datos que con informes del terreno –siempre sospechosos–, y cobraron miles de millones.
Quizá yo esté también haciendo una caricatura, pero una gran parte del territorio comenzó a gestionarse así, por ejemplo, con las concesiones mineras. No importó la quiebra del orden social sino el volumen de la inversión, el volumen de la extracción, los empleos formales generados. Así se gestionaron las reformas estructurales, por ejemplo, la educativa, sin atender a la distorsión de las dinámicas del aula, a la tranquilidad laboral, pero con evaluaciones que permiten colocar un numerito a cada profesor. Desde el poder, la discusión política brilló por su ausencia, porque se dijo que los números no mentían, porque los dictámenes técnicos, las consultorías y el sector privado coincidían. Los contextos dejaron de importar, y entonces meter la pata se convirtió en política de Estado.
Se me objetará también que, por lo menos, los Negro Durazo desaparecieron de la vida pública para abrir paso a técnicos y funcionarios con licenciatura –lo que es parcialmente cierto. Pero no es menos cierto que también desaparecieron los Jaime Torres Bodet –poeta, discursista, gran secretario de Estado–, los Daniel Cosío Villegas –cacique cultural pero constructor de instituciones–, los Jesús Reyes Heroles –operador eficaz e intelectual de Régimen–, los Jesús Silva Herzog –asesor, intelectual, funcionario de primera línea–, los Ortiz Mena –el abogado que comandó el desarrollo estabilizador–, etcétera. Los grandes intelectuales del nuevo régimen, salvo Jorge Castañeda, casi no tomaron responsabilidades públicas; los grandes funcionarios casi no participaron del debate público, y los grandes políticos casi no pisaron el terreno.
Quizá llegó la hora de volver a mezclar un poco las cosas.
Creo que, tanto el perfil de su gabinete como algunas de las medidas anunciadas por AMLO, por ejemplo colocar políticos como delegados del presidente en cada entidad; suspender los contratos con consultorías, despachos o empresas para hacer leyes, planes y proyectos; la reducción radical del número de asesores; la prohibición de convivir con inversionistas y grandes contribuyentes, deben leerse en ese sentido. Puede ser que también como reacción a una caricatura, pero en una dirección alentadora: la de repolitizar la administración, asumir que las decisiones siempre favorecen a unos y afectan a otros, pero también volver a dotar de sentido lo público, a forjar a servidores que quieran serlo, imbuirse, empaparse de los problemas, conocerlos a detalle –que es una labor intelectual–, con un poco más de sentido común y un poco menos de soluciones estandarizadas. O podría ser que eso es lo que deseo.