Silvestre Pacheco León
Noviembre 12, 2006
Si en general la vida cultural en el estado es marginal, la promoción de la lectura entre los guerrerenses por parte del gobierno es una actividad inexistente.
La importancia que al gobierno estatal le merece la cultura está bien reflejada en el presupuesto de 11 millones de pesos otorgados al organismo dedicado a este fin. Ya lo dijo El Sur: en materia cultural vamos para atrás, pues del 2005 al 2006 el presupuesto en ése rubro bajo de 22 millones de pesos a 11 millones.
Pero, ¿que importancia tienen los libros para promover su lectura? ¿No es pérdida de tiempo, inversión inútil, gasto innecesario en un país de pobres?
No olvidemos que el pobre hidalgo, don Quijote de la Mancha, hasta caballero andante se hizo por la mala influencia que tuvieron en él los libros de caballería. Qué es eso de escarmentar en cabeza ajena y de vivir otras vidas contadas por personas que ni conocemos.
Quizá en eso piensan los políticos provincianos que nos cuidan de no perder el juicio manteniéndonos alejados de los libros para no caer en la tentación de la lectura. Mejor así, calladitos y alejados de las letras para no tener malos pensamientos.
Nada de malgastar energías en lecturas, mejor ocupémonos de cosas más importantes, como emplearnos a fondo para tener qué comer mañana, porque los libros no se comen aunque, viéndolo bien, como platican los personajes en El coronel no tiene quien le escriba, de Gabriel García Márquez: “la esperanza no se come, pero ayuda a vivir”
Cuando me invitaron a participar en la mesa redonda sobre los libros y su lectura, como manera de conmemorar este día, que es también el aniversario del natalicio de Sor Juana Inés de la Cruz, comenté la desmesura de encargarle a alguien escribir sobre la promoción de la lectura, pues el camino hacia los libros puede ser tan complejo, o tan simple, que resulta difícil pensar en un método. De algún modo el propósito me trajo a la mente el poema de José Emilio Pacheco Digamos que no tiene principio el mar/ que comienza donde lo encuentras por vez primera/ y sale a tu encuentro, por todas partes.
La lectura de cualquier libro es siempre una aventura si la asumes de manera voluntaria. Con esto no quiero decir que en las escuelas la lectura no deba ser tema obligado, pienso más bien en maneras amables que inciten a los jóvenes a leer para aprender mejor sobre cualquier tema.
Es sabido que los buenos lectores no son siempre los mejor educados, pero el prestigio de una buena escuela se ve siempre reflejado en la cultura que dejan los libros.
Alguna vez le escuché a Octavio Paz decir una verdad incontrovertible. Dijo que siempre es más fácil leer un libro si lo tienes al alcance de la mano. Así explicaba la manera en que él se inició en la lectura gracias a la biblioteca de su padre.
Con esta idea yo me dediqué desde edad temprana a coleccionar libros. Tenía la idea fija de que estos podrían ser la mejor herencia de mis hijos, aunque ahora ya no estoy tan seguro de ello, por los adelantos tecnológicos que le permiten a cualquiera, leer casi cualquier libro, a través de la Internet, accediendo a las más importantes bibliotecas del planeta.
De todas maneras, mi mayor satisfacción ha sido constatar la efectividad de la primera afirmación: poner los libros al alcance de los seres que amo.
Quizá mis hijos al responder la pregunta de cómo se acercaron a la lectura, coincidan en responder que nacieron y crecieron viendo a sus padres leer; que los libros son compañeros fieles y dóciles, fáciles de manipular y transportar, dispuestos siempre a llenar cualquier espacio de tiempo.
Las librerías, como las bibliotecas, son lugares especiales para visitar, porque contienen la magia del saber. Los libros contienen todas las letras con las que se construyen cientos de palabras que van formando ideas a medida que son leídas. Las letras viven apretujadas en las páginas de los libros, conteniendo palabras que esperan ser pronunciadas para liberarse y liberar a quien las dice. Por eso se afirma que el lector es siempre el segundo autor del libro.
Por eso pienso que mis hijos son privilegiados, iniciados en el arte de la lectura como lo eran los antiguos guardianes de las bibliotecas que tan magistralmente describe el italiano Umberto Eco en El Nombre de la Rosa.
Eso no fue mi caso como hijo de campesinos. En mi casa había más hermanos que libros y necesidades más urgentes que la lectura.
Sin embargo, mi padre que era de pocas letras, leía. Su afición era conocida en todo el pueblo. Y no sólo leía, sino que compartía sus lecturas en amenas charlas. Don Vicente era lector asiduo de Las mil y una noches. Estoy seguro que se sabía todos los cuentos de Scheherezada, la hija del gran Visir que terminó seduciendo con sus narraciones al Sultán de la gran Persia.
Mi afición por la lectura quizá nació de aquellos relatos cuyos personajes son emblemáticos de la cultura de Oriente: Simbad el marino, Alí Babá y los 40 Ladrones, Aladino y la Lámpara Maravillosa. Sus cuentos mantenían embelesados a niños, jóvenes y adultos que hacían rueda en torno a don Vicente, ya en la noche, antes de dormir, o para no dormir; ya en el campo, sin desatender las labores o atendiendo mejor las labores como condición para no interrumpir la narración.
Recuerdo casi como si hubiera sido ayer lo que por mucho tiempo consideré como mi primer libro. No era tal y hasta me apena contar que se trataba de Selecciones, esa revista norteamericana de derecha radical que tantos lectores tiene en el mundo.
Hasta mi pueblo fue a dar en manos de unos primos que la trajeron de México. Fue en unas vacaciones de Semana Santa. Me llevé el libro al campo y leí uno de sus artículos con fruición mientras el agua llenaba los surcos de milpa. Era un artículo que relataba la vida de un granjero que trabajaba una temporada en la ciudad ahorrando el dinero, y otra en el campo, empeñado en la construcción de su granja. El contenido ideológico consistía en mostrar que con decisión y empeño cualquiera puede triunfar si está dispuesta a sacrificarse.
Por las tardes visitaba la pequeña biblioteca establecida en el llamado Centro de Bienestar Social que el doctor Epifanio Martínez, fundó a mediados de los 70. Me gustaban las revistas, particularmente una de tamaño descomunal. Era semanal y se llamaba Siempre! del inolvidable, José Pagés Llergo.
En sus páginas conocí y leí a profesionales de la pluma como don Francisco Martínez de la Vega, a Víctor Rico Galán, al ingeniero Heberto Castillo, Carlos Monsiváis, Elena Poniatowska.
Leí El Laberinto de la Soledad de Octavio Paz, como el primer libro formal y en seguida La muerte de Artemio Cruz, de Carlos Fuentes. No fueron libros sencillos y a pesar de su dificultad no me inhibieron en la lectura, más bien lo asumí como un reto.
En México mi hermano mayor compraba libros de exquisita lectura, finamente empastados y caros. Colecciones importantes llegaron a la casa, siempre compradas en abonos. Eran adquisiciones apreciadas que nadie discutía. Así leí El Quijote de Cervantes y Los Miserables de Víctor Hugo.
Cuando entré a la preparatoria conocía lo más importantes de la literatura española y los libros eran algo familiar en mi formación. Los tuve, empastados, populares y de bolsillo, voluminosos y breves, pesados y ligeros, grandes y pequeños.
Visitar las librerías es siempre un paseo para la familia, una aventura y una compra obligada. Enlistar los títulos de las novedades que no deben faltar en la biblioteca es asunto de primera necesidad.
Pero, contestar con certeza el camino seguro para hacer lectores, es una respuesta que no tengo, aunque puedo decir que me atrajo el tratamiento que a este caso da Arturo Pérez Reverte, en su novela La Reyna del Sur, cuando Teresa Mendoza, la mexicana cojonuda pero iletrada va siendo vencida por la curiosidad que le nace por los libros que su compañera de celda disfruta durante los largos días de encierro en una cárcel de España.
Quiere saber la mexicana cuál es el secreto que esconden los libros y se pasea frente a ellos, acomodados en los estantes, sin animarse a tocar uno sólo porque su compañera guarda una actitud respetuosa ante su lejanía por la lectura. Pero un día, cuando Teresa, por fin lo decide, pregunta lo que su compañera encuentra en sus páginas y luego manifiesta su deseo súbito de comenzar a leer. Cuando va a hacerlo, su compañera la detiene. Para iniciarse en la lectura no vale cualquier libro. Cuenta el momento, la edad y quizá la situación emocional del pretenso.
Teresa Mendoza se inicia como lectora de Alejandro Dumas. Se deleita con las aventuras del Conde de Montecristo y aprende a vivir otras vidas que le van dando sentido a la suya.
*Texto preparado para la conmemoración del Día del Libro en la plaza municipal de Zihuatanejo. http://spl.wordpress.com