Nota. Esta columna no aborda el tema de la reforma electoral pero le parece obvio que si el duopolio televisivo vuelve a imponer
su voluntad, serán las instituciones políticas mismas las que se habrán mandado al diablo.
Una pregunta vieja. La última teoría sobre la desigualdad dentro y entre las naciones es la del doctor Gregory Clark de la
Universidad de California. Su libro, Un adiós a la caridad (A farewell to alms), aún no está disponible pero una síntesis se puede
ver en The New York Times, (7 de agosto). Es posible que el historiador no convenza al sur del río Bravo, pero el examen de sus
ideas puede ayudar a nuestra propia exploración de un tema vital.
Lo dicho hasta ahora. Hay dos grandes tipos de desigualdades sociales que buscan explicación desde el inicio de los tiempos.
Una está dentro de cada sociedad y la otra entre las sociedades coexistentes. En el Nuevo Testamento, Jesús dice a sus discípulos
que “a los pobres siempre los tendréis entre vosotros”, a propósito del supuesto dispendio de María Magdalena en un perfume
para Jesús y que, según los testigos, bien podría haberse gastado en ayudar a los pobres. Desde esta perspectiva, la pobreza es
un fenómeno permanente e inevitable y la historia lo confirma.
Cuando el análisis de lo social se aleja de las explicaciones metafísicas, surgen las sociológicas. Las radicales se han centrado en
la estructura y dinámica de la propiedad y de las clases, en la explotación y, en concreto, en la plusvalía que el poseedor de los
medios de producción arranca al trabajador como parte fundamental del proceso de acumulación capitalista. Sin embargo, hay
sociedades capitalistas –no muchas, por cierto– donde la pobreza, si bien no ha desaparecido, es casi marginal gracias al sistema
de redistribución implantado por el Estado benefactor, como en los países escandinavos. En esos casos plusvalía y desaparición
de la pobreza son compatibles gracias a un aumento de la riqueza general y a que es la acción política y no el mercado quien
tiene la última palabra en materia de redistribución.
Una alternativa a la explicación radical la proveen quienes, como Max Weber, centran su atención en el papel de actitudes y
valores. Desde esta perspectiva, unos individuos destacan en su afán y capacidad de acumular riqueza justamente porque su
ética, originada, por ejemplo, en creencias religiosas, los impulsan al trabajo combinado con el ahorro, y la lógica del capitalismo
hace el resto.
Diferencias entre países. La pobreza ya no es asunto central en las sociedades más ricas –aunque oficialmente en Estados Unidos
el 12.3% de sus habitantes son pobres–, pero sí lo es en el resto del mundo. En el caso del desequilibrio internacional, la
explicación radical se centró en el colonialismo y el imperialismo. La explotación directa –resultado de la conquista– o indirecta –
por la vía de la inversión, la superioridad tecnológica y la presión política– de las grandes potencias sobre vastas regiones del
globo, dio origen a la teoría del imperialismo y sus variantes –entre ellas, la de la dependencia– que la izquierda convirtió en la
explicación más convincente del origen y persistencia del atraso relativo de una buena parte de la humanidad en la época
moderna.
El imperialismo y la explotación antecedieron al capitalismo, pero este universalizó el fenómeno que, con ciertos cambios,
sobrevivió bajo el “socialismo real” soviético y hoy, en esta época de la globalización, se ha transformado pero sin desaparecer.
La teoría alternativa, la de la modernización, culpa a los propios países pobres de sus males, por incapaces de introducir los
“cambios estructurales” (léase, la receta del Consenso de Washington).
El “colonialismo interno” es un enfoque combinado: no es necesario que un país conquiste a otro para que el colonialismo exista.
Dentro de una misma estructura nacional, una región, clase o grupo puede comportarse como extranjero en su propia tierra y
explotar, por ejemplo a las comunidades indígenas, de una manera tan brutal como las metrópolis lo hicieron con sus territorios
de ultramar.
¿Una nueva visión?. Regresemos al profesor Clark. Para el autor de Un adiós a la caridad, el examen de los archivos medievales de
Inglaterra le permite sostener que la revolución industrial que terminó por cambiar la naturaleza rural y milenaria de la
humanidad, se inició en ese país a finales del siglo XVIII y principios del XIX debido a un cambio muy profundo en la
productividad inglesa. Ese cambio se explica por una afortunada combinación del avance del conocimiento científico con los
recursos naturales y humanos –el carbón y una fuerza de trabajo disciplinada y urbana– y con actitudes extendidas que
favorecieron la acumulación productiva de la riqueza, el respeto al orden, una baja en las tasas de interés y una agresiva
expansión del poder nacional fuera de sus fronteras.
Un examen cuidadoso y cuantitativo de los archivos ingleses sobre los intereses y las herencias a lo largo de varios siglos –del
1200 al 1800–, mostró al doctor Clark que en la Inglaterra medieval, las clases altas y medias fueron las que tuvieron una mayor
descendencia capaz de sobrevivir a las duras condiciones de vida donde la mayoría –los pobres– apenas si lograban adquirir el
trigo suficiente para no morir de hambre (en términos de calorías, un pobre inglés típico del siglo XVIII se nutría peor que los
cazadores y recolectores de siglos atrás). En tiempos de malas cosechas y crisis –que fueron muchos– los que morían al por
mayor eran los pobres.
Según el profesor Clark, un subproducto de la demografía combinada con la enorme desigualdad social que por siglos
caracterizó a las Islas Británicas fue una especie de selección natural –eso fue lo que inspiró a Darwin–: los pobres que siempre lo
habían sido simplemente fueron disminuyendo masivamente tras cada época de vacas flacas y fueron reemplazados por una
parte de los antiguos ricos que, para sobrevivir, tuvieron que aceptar descender en la escala social. Los “sobrantes” de las élites
fueron desplazando a los pobres originales y colonizando espacios inferiores. De esta manera, por la vía de una movilidad social
descendente, un grupo numeroso, poseedor de una visión del mundo que no provenía de la cultura de la pobreza, se encontró
pobre pero con una motivación que lo empujaba a intentar el retorno a su lugar de origen en la escala social. De esta manera,
concluye el profesor Clark, “la actual población inglesa es descendiente de las clases altas medievales” y no de los campesinos
pobres.
La cultura o valores de clase alta en condiciones económicas difíciles, llevó a diseminar la alfabetización, a trabajar más tiempo, a
respetar la propiedad privada y observar con mayor regularidad las normas legales. Cuando el desarrollo tecnológico lo permitió
esos valores desembocaron en una Inglaterra trabajadora, rica, expansiva y capaz de dominar al mundo de su tiempo. Esta
explicación es, finalmente, una variante de la teoría cultural del desarrollo.
Y nosotros?. La tesis del profesor Clark no es particularmente alentadora en países como el nuestro. Desde su perspectiva no son
las instituciones o el sistema económico sino la raíz familiar, la que hace la diferencia. Ahora bien, nuestra demografía se
comporta hoy al revés que la británica del pasado y, en cualquier caso, no podemos darnos el lujo de esperar siglos para que
ocurra un cambio cultural por vía de la movilidad social descendente, como se supone que sucedió en Inglaterra. Si algo destaca
en la teoría del doctor Clark es la disminución en la relevancia de las instituciones y el aumento de los valores, pero nosotros
estamos obligados a buscar una alternativa que combine cambios en actitudes e instituciones.
Hace buen tiempo que otro académico norteamericano, Oscar Lewis, describió y explicó la cultura de la pobreza moderna en
México: en nuestro ambiente resulta irracional para los pobres asumir los valores de la clase media que impulsan a ahorrar y
sacrificar el presente en aras del futuro, pues ese futuro mejor no existe para ellos. Tampoco tiene sentido para las clases
populares respetar un sistema legal que históricamente ha funcionado en su contra. Finalmente, los ejemplos vivientes –la elite
económica y política– no alcanzaron sus posiciones por la vía de la frugalidad, la honradez y el respeto al marco legal.
En casos como el nuestro, sólo mediante un uso radical e inteligente de estructuras e instituciones políticas, económicas y
culturales se podría lograr el cambio colectivo que buscamos. Con sus aciertos y sus errores, China o India y no Inglaterra
podrían mostrarnos el camino.