EL-SUR

Miércoles 24 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Porteñas (V)

Anituy Rebolledo Ayerdi

Diciembre 05, 2019

La desaparición de Enrique Aguirre Moreno

Es don Enrique Aguirre Moreno un orfebre muy afamado en Acapulco por transformar la plata y el oro en hermosas y delicadas joyas. Llegó al puerto procedente de su natal Pinotepa Nacional y aquí forjó con doña Remedios Piza una familia numerosa.
Los vecinos del barrio de El Capire, donde tiene su domicilio, le dispensan especial afecto por servicial y solidario. Por ello, cuando se establezca aquí la figura comunitaria de juez de barrio, él recibirá la designación honorífica por aclamación. Sus prendas morales lo llevarán a ocupar una regiduría del Cabildo de 1927, encabezado por su tocayo Enrique Lobato, tan buen orfebre como él.
El matrimonio Aguirre Piza dedica los domingos a sus hijos Dolores, David, Rodolfina, Sigifredo, Águeda y Amparo. A ellos se integran rigurosamente dos ahijadas del matrimonio, Victoria y Clarita, a quienes había que recoger temprano y entregar por la tarde en la lejana colonia Icacos. A caballo, por supuesto.
Un domingo de 1935 la rutina no variará. Siempre pendiente de la puesta del sol, don Enrique ensilla su caballo para llevar a las ahijadas hasta Icacos. Ruta cubierta necesariamente por la playa. Las niñas ocupan la montura mientras que el jinete se acomoda en las ancas del animal. Y allá van.
Cuando han dejado atrás El Morro –según la narración de las niñas–, los jinetes escuchan un silbido fuerte e insistente ante el cual el hombre detiene la marcha del animal. Pronto descubre la procedencia del silbido: proviene de la piedra Picuda, donde un hombre agita desesperadamente los brazos.
–Espérenme aquí, mis hijas –pide don Enrique a las niñas bajándolas de la montura–. No tengan miedo, no se muevan, yo ahorita regreso –les pide.
Guían al hombre seguramente dos propósitos: auxiliar a alguien en apuros y poner a salvo a las niñas de cualquier peligro.

Las niñas a salvo

El tiempo pasa, el sol empieza a ocultarse y las niñas lloran desesperadamente sintiéndose abandonadas. Para fortuna de ellas un recolector de cangrejos las escucha y las lleva con sus padres. A partir de aquél momento la alarma sonará en El Capire y más tarde en todo Acapulco.
–¡Nada!, como si se lo hubiera tragado la tierra! –es el desalentador parte de novedades del alcalde Enrique Lobato, en un nuevo período y a la cabeza de la búsqueda de su tocayo y colega.
El parte no variará al día siguiente y entonces se volverá al testimonio de las chiquillas con la esperanza de que se les hubiera pasado algún detalle. Nada, ellas sólo vieron al caballo y su jinete desaparecer a lo lejos. Nuevos contingentes se sumarán a la búsqueda ampliada, esta vez a toda el área del Farallón del Obispo.
Cuando ha pasado una semana de la intensa búsqueda, la autoridad municipal y los amigos deciden pararla por considerarla inútil. Se repetirá aquello de “como si se lo hubiera tragado la Tierra”. Sólo doña Remedios y sus hijos abrigarán la esperanza de atestiguar en cualquier momento el regreso de don Enrique montado en su cuaco.
Un Acapulco dolido por la pérdida de un ciudadano ejemplar, un amigo extraordinario, elaborará las hipótesis más extravagantes sobre su extraña desaparición.
1) “Lo mataron, que ni qué, para robarle el caballo. Sabrá Dios dónde enterraron al pobre”.
2) “¡Díganme loco, pero yo estoy convencido que se lo llevaron los marcianos, como en la película del domingo pasado en el Salón Rojo!”…¡Loco!.
3) ¡Ustedes porque son ateos, pero a mí nadie me quita que en esto tiene el Diablo metida toda su cola!
Don Enrique no volvió jamás.

5 de mayo de 1920

El desfile del 5 de Mayo de 1920 discurre frente al Palacio Municipal donde el alcalde Juan H. Luz y su Cabildo encabezan los festejos conmemorativos de la Batalla de Puebla. Los contingentes más aplaudidos han sido las escuelas Ignacio M. Altamirano, para señoritas, y Miguel Hidalgo, para varones.
Un primer estallido hace retumbar la tierra y todo mundo lo cree parte de la celebración. Hay incluso gritos de júbilo por parte de la chiquillería. Un segundo trueno provoca un eco sordo proveniente del cerro de Las Iguanas, en cuya línea recta se localiza el Palacio Municipal. Cuando un tercer bramido haga cimbrar la techumbre del inmueble, voces potentísimas alertarán:
–¡Es un bombardeo, son bombas de verdad!… ¡Huyan, son bombas de verdad!… ¡Corran muchachillos, corran, pónganse a salvo!… ¡Nos atacan…nos atacan!… ¡No tiren, hijos de la chingada que hay mujeres y niños!
El pánico se apodera del puerto. Los participantes del desfile y sus espectadores huyen despavoridos y en un minuto las calles del Centro lucen fantasmales. A no ser por el deambular de hombres y mujeres angustiadas llamando a gritos a los suyos. Muchos de ellos se han recogido en casas particulares y otros en la parroquia de Nuestra Señora de la Soledad, donde el párroco Florentino Díaz asiste a mujeres con agudas crisis nerviosas.

El cañonero Guerrero

El cañonero Guerrero, antes de penetrar a la bahía, había lanzado sus obuses sobre la península de Las Playas. Tan bárbara acción tenía como objetivo destruir una altísima antena de radiocomunicación sembrada en el cerro de La Pinzona, opuesto diametralmente al de Las Iguanas. Se le conocía popularmente como La Inalámbrica.
–O el artillero del Guerrero está bizco, el hijo de la chingada, o dialtiro es muy pendejo –sentencia más tarde el coronel Antonio Martínez, jefe de la guarnición del puerto.
Al mismo militar le habían bastado diez disparos de los cañones Chaumont Mondragón del fuerte de San Diego, para dejar fuera de combate al Guerrero. El viejo cañonero mexicano abandona la bahía humillado y con un gran boquete en su línea de flotación. Ninguno de sus 20 fogonazos habían dado en el blanco, La Inalámbrica se mantenía enhiesta.
Una vez que se conozca que el brutal ataque no había dejado ninguna víctima, la algarabía de los porteños no tendrá límites. El Zócalo semejará un carnaval y los oficios en La Soledad lucirán pletóricos como nunca.
La fiesta subirá de tono cuando se anuncie el rescate de un grupo de jóvenes empleados de la Capitanía de Puerto, tomados como rehenes por las fuerzas del general Silvestre Mariscal, vistiendo en aquél momento chaqueta carrancista. Eran ellos Heraclio Yaco Bermúdez, Julio Vélez, José Díaz, Luis Mayani, Benjamín H. Luz, Jesús García y Faustino Vélez.
–¡Pinche loco, enfermo de poder! –llama el coronel Martínez al militar atoyaquense–, festejando la chinga arrimada a su barquito.

La carestía del huevo

La actual escasez del blanquillo no es porque falten huevos sino porque no los hay, se dijo entonces. Para empezar los habitantes de Acapulco llegaban apenas a 5 mil –hoy reunidos en una sola unidad habitacional–, posibilitando así que nadie se quedara sin comer. Aparte del mar generoso, los precios de la comida lo eran también.
En una crisis ovoidal como la de aquél momento, que también las hubo antes, los huevos llegaban a venderse hasta en cinco centavos por dos unidades. O sea, dos y medio centavos por cada uno, lo que resultaba escandaloso pues el precio normal era un centavo por unidad. Huevo colorado de gallinas gordas de rancho y no de plumíferas zombies. Estas bajo sospecha de que sus productos han creado generaciones de mariquitas. ¡Ay, ojalá todo fuera cuestión de comerlos tibios o estrellados!, dirá uno de aquellos.

Lo que se comía

Encarrerados en el tema, rescatemos un menú típico de aquéllos tiempos:
a) Ceviche de sierra cocido en juego de naranja agria, cultivada aquí mismo.
b) Sopas de pescado, tortilla o fideos o bien de arroz guisado con jitomate.
c) Guisados de res y cerdo o pescado cocido de formas diversas (pargo, curvina, picuda, robalo, etcétera.). Nunca faltaba la caguama en escabeche o su pecho tatemado en las brasas. Igualmente, el brinche, una suerte de paella confeccionada a base de arroz guisado con pequeños trozos de callos de lapa y caracol. El relleno de cuche, traído por primera vez de Tecpan de Galeana por doña Francisca Silva de H. Luz, para sentar sus reales en el Pozo de la Nación.
Las comidas no se acompañaban con bolillo porque tal forma de pan blanco no se conocía. El relleno se consumía preferentemente con tamales nejos, así llamados por estar cocidos con ceniza, envueltos en hojas de plátano. Hoy mismo, ideales con queso fresco o para acompañar el pipián (se encuentran en la primera cuadra de Vallarta).
d) Las comidas se acompañaban con tortillas delgadas o memelas gruesas recién salidas del comal y también con morisqueta, por supuesto. Los frijoles negros de olla, guisados o refritos no faltaban, además de salsas con chiles de la región.
e) Los postres clásicos eran el arroz con leche, la cocada, las charamuscas, las gollorías, las frutas de horno, los borrachitos, los coacoyules enmielados, las cáscaras de toronja en conserva y un postre tradicional de la Costa Grande conocido como manjar de Teypan. Rico.
f) No había refrescos, sólo aguas de sabores. La primera gaseosa acapulqueña llegará hasta los años 30: Trébol, embotellado por la familia Pintos-Quevedo.

Fuchi

Hoy parecerá increíble, pero en aquel entonces los acapulqueños le hacían el fuchi a varias especies marinas. Entre ellas: el barrilete, por ser su carne negra; la cucucha, cuyo olor a garrapata provocaba asco; el machete, peligrosamente espinoso; el lopón, por venenoso, el cabrón; la chopa, comedora contumaz de caca; y la corneta, puro hocico toda ella. Más sorprendente será el rechazo al pulpo por feo y baboso, hoy rico manjar en todas las mesas marineras. También hoy reivindicados, el cuatete y el popoyote.

José Azueta

El periódico El Imparcial de la Ciudad de México da cuenta, en su sección de sociales, de un nacimiento en Acapulco el 2 de mayo de 1895. Se trata del hijo del matrimonio formado por el capitán de corbeta don Manuel Azueta y Doña Josefa Abad, domiciliados en la calle José Ma. Arteaga, del barrio de La Playa. Los felices padres han agradecido los parabienes de parientes y amigos a quienes han anunciado que el primogénito llevará el nombre de Luis Felipe José (Azueta Abad). Nombre actual de la calle de su nacimiento.