Raymundo Riva Palacio
Enero 05, 2018
Rangún. Cuando uno aterriza en el moderno aeropuerto de esta antigua ciudad del Imperio Británico, entra a un espacio de modernidad con hoteles de lujo, mall y distribuidoras de automóviles Mercedes Benz. Hace menos de un lustro, el aeropuerto internacional parecía una terminal de autobuses en México y los distritos que lo rodeaban no estaban desarrollados, mezclándose con la incipiente urbanización y los campos de cultivo. El Rangún de la periferia contrasta salvajemente con el centro histórico, donde las calles apestan por los tramos de drenaje abiertos, y los antiguos edificios victorianos llevan décadas en sin mantenimiento. El choque de las realidades en esta ciudad es la del país, cuya transición democrática se encuentra atrapada por los militares, a quienes se les señala de ser parte de los momentos más oscuros que vive este país, y con el deseo indómito de querer el poder pleno de regreso.
Los militares, que controlaron el país en forma dictatorial durante 49 años, tras un golpe de Estado 44 años después de proclamarse república, cedieron a la presión internacional y celebraron elecciones democráticas en 2015, donde el 85 por ciento de la población votó contra la junta militar y le dio la victoria a Aung San Suu Kyi, la hija de un general que encabezó la lucha por la independencia en 1948, encarcelada durante 15 años por su activismo opositor, y a quien durante su confinamiento le dieron el Premio Nobel de la Paz. Sin embargo, el colapso del régimen militar no se dio.
Pese a la victoria, Suu no pudo asumir la presidencia porque la Constitución prohíbe que una persona casada con un extranjero –como ella, de un inglés–, pueda acceder a ese cargo. Suu es gobernante de facto, salvo por un factor fundamental: los militares tienen garantizado el derecho de nombrar al 25 por ciento del parlamento, que es suficiente para vetar las enmiendas constitucionales que deseen. Por lo tanto, no puede tener bajo su control al Ejército, y como en todo país, quien no tiene las armas de su lado, no tiene poder real. Esa falta de poder le impide frenar la “limpieza étnica”, como definió el Alto Comisionado de la ONU para Derechos Humanos, Zeid Ra’ad Al Hussein, de la comunidad musulmana de los rohingyas en el noreste del país. Lo que está sucediendo en esa zona del país es un secreto. Ningún extranjero puede viajar ahí, y el tránsito de los locales está limitado.
Lo que sucede ahí es típico en esta nación llena de hoyos negros, que son las zonas donde el acceso está prohibido, y en las cuales se abren las posibilidades para todo tipo de actividad ilegal supeditada a los militares. La mayor se encuentra en el norte y el noreste del país, en los estados de Kachin y Shan, parte de la zona del Triángulo Dorado que comparte con Laos y Tailandia, la segunda región más importante del mundo que produce opio. Su cultivo es realizado por los campesinos que no tienen qué comer ni otra forma de subsistir. Se calcula que más de 335 mil hogares dependen del cultivo de opio, operado por grupos étnicos que mezclan la conflictividad racial con el negocio de las drogas y que, a su vez, están en otra guerra civil con los militares por el control de la producción y sus rutas de distribución y comercialización.
Organismos internacionales estiman que un 40 por ciento de las divisas que entran al país vienen del narcotráfico, pero el dinero no ha sacado a millones de la miseria. Hay carreteras en regiones cercanas a esos estados donde se ve a cientos de personas que extienden la mano al paso de los vehículos, para ver si alguien se detiene para darles dinero. Miles caminan en chanclas o descalzos, y comen en el suelo, dentro de los templos y pagodas. En contraste, hay jóvenes que se transportan en motocicletas y camionetas con la música a todo volumen, con ropa de marca –probablemente pirata–, pero con decenas de billetes en las manos, en contradicción con las altas tasas de desempleo en el grupo de su edad.
Los recursos del narcotráfico se invierten en hoteles, viviendas, bancos y empresas eléctricas. Cuando uno ve la transformación de los distritos de Rangún en unos cuantos años, se pregunta si tiene como sustento al narcotráfico, y esos jóvenes son sus futuras legiones de sicarios.
Otro ejemplo de lo que sucede en los hoyos negros se encuentra a pocos kilómetros el norte de Mandalay, la capital histórica, en donde están los grandes yacimientos de rubíes. Una de las sospechas más extendidas entre organizaciones no gubernamentales es que altos mandos militares controlan de forma ilegal la producción de rubíes, oro y jade, cuya producción equivale a más del 50 por ciento del Producto Nacional Bruto.
Los males de Myanmar son los males de Suu, cuyo poder se ha erosionado al no controlar a los militares. Nadie sabe el alcance de las matanzas que están haciendo de rohingyas, o si en el fondo esa nueva ofensiva es una provocación al gobierno civil para desestabilizar a Suu y allanar el regreso de los militares al poder. Hay mucho dinero en juego. El dilema es si Myanmar termina su proceso democrático y de apertura plena, o se convierte en un narco estado a la sombra, avalado por Suu, cuyo respeto mundial y capital político se irá desvaneciendo ante la realidad de que el poder bicéfalo, donde ella pone la cara y los militares la fuerza, sólo llama a la desgracia de un país que no termina de nacer.
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