EL-SUR

Miércoles 22 de Mayo de 2024

Guerrero, México

Opinión

POZOLE VERDE

Pozolada de textos breves / I

José Gómez Sandoval

Julio 18, 2018

A modo de descanso

A modo de descanso, ofrezco a los lectores un buen puñado de relatos breves. Algunos redondos como un huevo, otros sinuosos y veloces como dardos. Algunos no llegan a relatos, pero con lo que sugieren bastará a los lectores avezados. Aunque no es de nuestros preferidos, incluimos El dinosaurio de Augusto Monterroso para poder insertar el Lagarto, lagarto que le sigue. Quién sabe por qué no pude separar el playero trozo poético de José Emilio Pacheco de la fotografía playera de Ricardo Garibay. Entre los autores de esta primera entrega está José María Mendiola, talentoso norteño que durante muchos años vivió en Chilpancingo y Acapulco, y Pedro Gabriel Fuentes Hernández, poblano con toda una vida en la capital del estado. Al final dispusimos un cuento ligeramente largo, con el que, esperamos, el lector se llevará menuda sorpresa.

Palabras parcas
Luisa Valenzuela

Abelardo, Arsaín, astuto abogado argentino, asesino agudo, ágil aerobista acicalado. Atento. Amable. Amigo asiduo, afectuoso, acechante. Ambicioso. Amante ardiente, arrecho. Autoritario. Abrazos asfixiantes, ansiosos, asustados. Aluvión apagado, artefacto ablandado, apocado. Agravado. Altamente agresivo, al acecho. Abelardo Arsaín. Arma al alcance, arremete artero, ataca arrabiado, asesina. Atrapado. Absuelto: autodefensa. ¡Ay!

La cueva
Fernando Iwasaki

Cuando era niño me encantaba jugar con mis hermanas debajo de las colchas de la cama de mis papás. A veces jugábamos a que era una tienda de campaña y otras nos creíamos que era un iglú en medio del polo, aunque el juego más bonito era el de la cueva. ¡Qué grande era la cama de mis papás! Una vez cogí la linterna de la mesa de noche y le dije a mis hermanas que me iba a explorar el fondo de la cueva. Al principio se reían, después se pusieron nerviosas y terminaron llamándome a gritos. Pero no les hice caso y seguí arrastrándome hasta que dejé de oír sus chillidos. La cueva era enorme y cuando se gastaron las pilas ya fue imposible volver. No sé cuántos años han pasado desde entonces, porque mi pijama ya no me queda y lo tengo que llevar amarrado como Tarzán.
He oído que mamá ha muerto.

Oposición
José María Mendiola

Cuál era la mancha en el muro, cuál el que dibujaba la mancha. Eran dos. Móviles. Como si la pintura y el cuerpo, con la noche, adquirieran la facultad de retorcerse por su lado. El uniformado parpadeaba para distinguir una sombra de otra, y se acercaba, como salamandra sobre una calle desierta. Pero fue visto a tiempo: el cuerpo corrió y la mancha, en sentido contrario, se deslizó, reptó por las sombras. El muro se quedó sin palabras. El uniformado, felinamente, sólo pudo golpear la solitaria pluma de la pintura al alzar el vuelo.

El dinosaurio
Augusto Monterroso

Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba ahí.

Lagarto, lagarto
Nuria Barrios

Cuando el dinosaurio abrió los ojos, Spielberg ya estaba allí.
Para un álbum
Ricardo Garibay

Me obsesiona esto –y tanto, que con frecuencia olvido que ya lo conté, y vuelvo a contarlo–: cuatro amigos van al mar, vacaciones, muchachos de 20 años; uno de ellos lleva una cámara fotográfica; se apartan a unas peñas, lejos de la gente, y mientras los otros tres se asolean el de la cámara prepara el rollo. Mañana perfecta, limpia, ligeramente ventosa. Mar espumoso, greñudo.
–A ver –dice aquél–, párense, les tomo una foto.
Se levantan los tres, se enlazan riendo en el borde de las peñas, el artista los busca con la lente. –Ya –dice, dispara, oye un estruendo, alza la cara y no ve a nadie enfrente, delgadas y violentas láminas de agua le bañan los pies, y nunca nadie volvió a ver a los tres muchachos, no aparecieron jamás, y en la fotografía se ve la ola enorme, cóncava, oscura, garra, cúpula espantosa.

De un tiempo a esta parte…
José Emilio Pacheco

El día que cumpliste nueve años, levantaste en la playa un castillo de arena. Sus fosos comunicaban con el mar, sus patios hospedaron la reverberación del sol, sus almenas eran incrustaciones de coral y reflejos.
Una legión de extraños se congregó para admirar tu obra. Veías sus panzas comidas por el vello, las piernas de las mujeres, mordidas por cruentas noches y deseos. Saciado de escuchar que tu castillo era perfecto, volviste a casa, lleno de vanidad. Han pasado 12 años desde entonces, y a menudo regresas a la playa, intentas encontrar restos de aquel castillo.
Acusan al flujo y al reflujo de su demolición. Pero no son culpables las mareas: tú sabes que alguien lo abolió a patadas –y que algún día el mar volverá a edificarlo.

Mathi
Pedro Gabriel Hernández Fuentes

¿Bueno?, expresó y permanecí con un hueso en la tráquea, incapaz de articular sonido, escuchando mi agitación devuelta por la bocina, titubeando entre “un buenas tardes” o un simplemente “hola”. Tanto daño nos hicimos que había olvidado cómo tratarla, sin embargo ahí continuaba, escuchando su voz trasminar los altos edificios, las calles, la catedral y al mismo viento, porque todo en la ciudad a mi arribo se envolvía de ella, se cubría de ella. Y ese “bueno” no era una declaratoria de guerra, tampoco la arenga que hilvanaba dos sandeces con una palabra con imprecaciones como ¡Ojalá te cargue la chingada! ¡Ruego porque encuentres a otra! o ¡Éste sí es un buen hombre! No. Esta era una pregunta tranquila que le concedía venia a su antes mirada pensativa, y me volvía al pasado surcando los recios muros de mis resentimientos, colmándome de una profunda necesidad de sus labios, de sus brazos, de su esencia. Esa interrogación telefónica era la llegada a nuestro barrio, antaño, de una familia caída a menos, de muchas tardes en su balcón de marcos de madera, de una boca entreabierta, recargada la espalda en una de las paredes con ajaduras, de la ermita del barrio de Santa Anita, una mirada amorosa y besos adolescentes, primerizos, en un 26 de mayo lluvioso repegados a los antiguos paredones de la parroquia del Señor Santiaguito, de paseos con una moneda en el bolsillo, de la entrega de su colina virgen.
¡Bueno!, exigió y pensé decirle espera no cuelgues no hemos comenzado, voy a platicarte de los cambios que he sufrido, mira mi cabello, he madurado en el cuerpo, en el alma y en el corazón para ti. Pero no hablemos de mí, quiero saber ¿cómo estás?, ¿cómo es que te encuentras?, ¡cómo es que luces ahora?, y espero si podemos, caminar sin rumbo, en ese parque solitario de otoño eterno, juntar las palmas de tus manos, amarlas y recorrer con el índice las líneas de tu vida, viajar del presente al pasado en un soplo, y bailar íntimamente junto a Roberto Carlos y confesar, antes de que los segundos al teléfono te desesperen, que cuando resolví amarte decidí entregarte la vida y que durante todo este tiempo no te he alejado de mí un sólo segundo. No, no cuelgues por favor espera a que se tranquilice mi pulso y
–¡Amor! ¡¿quién es?! –¡Un pinche loco que no contesta! –¡Ah! ¡cuélgale! –¡Clic!

La cita
Eduardo Galeano

Temprano en la mañana, como todos los viernes, la mendiga llegó a la casa de Bud Flaoll, en Managua. Venía arrastrando su larga falda de harapos y murmurando sus protestas, añoso estropajo lleno de añosos rencores. Cada viernes, Bud le daba un billete de cinco córdobas. Había otra gente que le daba limosna, pero Bud era el único que le escuchaba sus letanías, y cabeceando asentía con santa paciencia mientras ella se quejaba de los achaques del cuerpo y las maldades del mundo.
Aquel viernes, Bud estaba sentado al borde de la acera. Estaba descalzo, envuelto en una sábana blanca de rayas azules. La vieja se sentó al lado, envuelta en sí misma. Ambos miraban el suelo. Bud dijo:
–Estoy muy cansado.
–Yo también –dijo la vieja, pero por primera vez se quedó calladita la boca. Cuando Bud le preguntó cómo andaban sus llagas, ella cerró los ojos, como para tomar impulso: cuando los abrió, él ya no estaba ahí.
Entonces la mendiga llamó a la puerta de la casa de Bud:
–¿Él está aquí?
Y supo que Bud había muerto el sábado pasado, y que lo habían enterrado descalzo, envuelto en una sábana blanca de rayas azules.

De Jacques
Eliseo Diego

Llueve en finísimas flechas aceradas sobre el mar agonizante de plomo, cuyo enorme pecho apenas alienta. La proa pesada lo corta con dificultad. En el extremo silencioso se le escucha rasgarlo.
Jacques, el corsario, está a la proa. Un parche mugriento cubre el ojo hueco. Inmóvil como una figura de proa sueña la adivinanza trágica de la lluvia. Oscuros galeones navegando ríos ocres. Joyas cavadas espesamente de lianas.
Jacques quiere darse vuelta para gritar una orden, pero siente de pronto que la cubierta se estremece, que la quilla cruje, que el barco se escora como si encallase. Un monstruo, no, una mano gigantesca alza el barco chorreando. Jacques, inmóvil, observa los negros vellos gruesos como cables.
“¿Éste?” “Sí, ése –dice el niño, y envuelven al barco y a Jacques en un papel que la fina llovizna de afuera cubre de densas manchas húmedas. El agua chorrea en la vidriera y adentro de la tienda la penumbra cierra el espacio con su helado silencio.

Cortísimo metraje
Julio Cortázar

Automovilista en vacaciones recorre las montañas del centro de Francia, se aburre de la ciudad y de la vida nocturna. Muchacha le hace el gesto usual del auto-stop, tímidamente pregunta si dirección Buaune o Tournus. En la carretera unas palabras, hermoso perfil moreno que pocas veces pleno rostro, lacónicamente a las preguntas del que ahora, mirando los muslos desnudos contra el asiento rojo. Al término de un viraje el auto sale de la carretera y se pierde en lo más espeso. De reojo sintiendo cómo cruza las manos sobre la minifalda mientras el terror poco a poco. Bajo los árboles una profunda gruta vegetal donde se podrá, salta del auto, la otra portezuela y brutalmente por los hombros. La muchacha lo mira como si no, se deja bajar del auto sabiendo que la soledad del bosque. Cuando la mano por la cintura para arrastrarla entre los árboles, pistola del bolso y a la sien. Después billetera, verifica bien llena, de paso roba el auto que abandonará algunos kilómetros más lejos sin dejar la menor impresión digital porque en ese oficio no hay que descuidarse.

Sorpresa
Fredic Brown

Lo despertó la campana, pero todavía permaneció sentado un buen rato: pensando y repasando una última vez sus planes sobre el robo que iba a cometer más tarde y el asesinato en la noche.
No había descuidado ningún detalle. Se trataba de un simple repaso final. En toda la extensión de la palabra, sería libre a las veinte horas y cuarenta minutos. Se había señalado esa hora porque con ella cumpliría exactamente 40 años. Su madre, apasionada de la astrología, le recordó siempre ese instante preciso de su nacimiento. Aunque no era superticioso, halagaba su sentido del humor; poder empezar una nueva vida a los 40 años justos.
Y eso que el tiempo trabajaba en su contra. Hombre de leyes, especializado en asuntos inmobiliarios, por sus manos pasaban enormes sumas de dinero y parte de ellas se le quedaban pegadas. El año anterior pidió prestados 5 mil dólares para invertirlos en un negocio seguro, que doblaría o triplicaría el capital. Lo perdió todo. Obtuvo prestada nueva suma con qué especular y recuperar la pérdida anterior. Ahora debía ya 30 mil dólares y no podía disimular más tiempo el boquete que, por otra parte, sería imposible tapar en tan poco tiempo. Decidió liquidar cuanto pudiera, sin despertar sospechas, vendiendo diversas propiedades. Por la tarde dispondría de 100 mil dólares, más de lo que necesitaba para el resto de su vida.
Y nunca sería atrapado. Todo estaba previsto: su salida, su nuevo destino, su diferente identidad. No había olvidado nada. Trabajaba en ello hacía varios meses.
La decisión de matar a su esposa surgió más tarde. El móvil era obvio: la detestaba. Al resolverse a no ir nunca a la cárcel, suicidándose si era apresado, tuvo la gran idea: puesto que si lo detenían moriría de todas maneras, nada perdería dejando atrás a una mujer asesinada en lugar de una mujer viva.
Le fue difícil no sonreírse al recordar el regalo de cumpleaños que su mujer le había hecho un día antes: una hermosa maleta. También lo convenció de que fueran a cenar a algún restorán. Ella ignoraba lo que le esperaría como fin de fiesta: él la llevaría a casa antes de las ocho cuarenta y seis y, para hacer bien las cosas, según su costumbre, haría un viudo de sí mismo en aquel preciso minuto. Había una razón más para matarla: si la dejaba viva, ella comprendería lo que había pasado y a la mañana siguiente avisaría a la policía. Si la dejaba difunta, el cadáver no sería descubierto sino después de dos o tres días, lo que le concedía una cómoda ventaja.
En la oficina todo fue de maravilla. Cuando llegó la hora de encontrarse con su mujer, las cosas seguían sobre ruedas. Ella se entretuvo con los entremeses y retardó la comida, tanto, que él se preguntó si podrían regresar a casa ante de la hora prevista. Era ridículo, pero le daba gran importancia al hecho de que tal hora sería la de su libertad. Ni un minuto antes ni un minuto después. No hacía más que mirar el reloj.
Cuando llegaron frente a la casa, lo oscuro en la puerta de entrada le dio más seguridad. No había señales de ningún riesgo. No peligraba nada, como tampoco cuando entrara, la golpeó, pues, con todas sus fuerzas, mientras ella, descuidada, esperaba que sacara la llave para abrir. Antes de que cayera al suelo, la sostuvo y logró mantenerla en pie, mientras con la mano libre abría la puerta y luego la cerraba detrás de ambos.
Apretó el botón del interruptor y una luz amarillenta invadió la amplia sala. Antes de que se diera cuenta de que ella estaba muerta y que sostenía el cadáver con un brazo, todos los invitados a la fiesta de cumpleaños gritaron a coro:
–¡Sorpresa!
–…