Lorenzo Meyer
Julio 06, 2017
Nadie debe llamarse a engaño: para el 2018 el gobierno ya diseñó su estrategia electoral: repetir la fórmula mexiquense a escala
nacional.
A estas alturas, cuando sólo le quedan 15 meses de vida al gobierno de Enrique Peña Nieto (EPN), su atención y energía ya no están centradas en afianzar lo logrado –que no fue mucho, pues pese a las “reformas estructurales”, este año el PIB crecerá apenas 2% (Fitch Ratings), en tanto que los secuestros, homicidios, extorsiones y robos a negocios, crecieron, sólo en este semestre, entre el 18% y el 47% respecto del anterior, según Semáforo Delictivo–, sino en asegurar que el proceso electoral de 2018 no sea la vía por la cual el desencanto, la frustración y el resentimiento colectivos contra el estado de cosas imperante, permitan el triunfo de una oposición en ascenso –la de Morena– y eso desemboque no sólo en un cambio de grupo en el poder sino en trasformaciones del contenido de las políticas económicas y sociales.
El esfuerzo del aparato institucional ya está centrado en lograr que dentro de un año los ganadores y perdedores de la política –ese proceso que determina “quién consigue qué, cómo y cuándo”– sean los mismos del 2012 y de todo el rosario electoral de los últimos 77 años que contienen los capítulos de la postrevolución y del neoliberalismo autoritario mexicano.
Las elecciones de junio pasado en ese desastre político y administrativo que es el Estado de México, fueron el ensayo general de la que será la estrategia del gobierno saliente para entregar el poder presidencial a un personaje y a un equipo que pueden ser o no “priistas de cepa”, pero que en cualquier caso deberán ser priistas funcionales para garantizar los intereses y posiciones de quienes hasta hoy han sostenido y controlado un arreglo político notable por su longevidad, su corrupción irrefrenable y su impunidad; para que una auténtica minoría, para que ese 1% de la población siga quedándose con el equivalente al 22% del PIB mexicano, (Gerardo Esquivel, Desigualdad extrema en México, Oxfam, 2015, p.15).
Las últimas elecciones mexiquenses probaron que el PRI, por sí mismo y pese a jugar con todos los dados cargados en su favor, ya no puede ganar incluso en ambientes donde ha monopolizado el poder por 88 años continuos. En ese bastión priista, un partido de oposición, con menos de tres años de existencia, Morena, logró este año que una autoridad electoral renuente le reconociera 57 mil 913 votos más de los que obtuvo por sí mismo el PRI, (nacion321.com/elecciones/morena-obtuvo-mas-votos-que-el-pri-este-y-otros-datos-sobre-la-eleccion-edomex). De ahí la necesidad del gobierno de mantener y reforzar sus alianzas formales con el PVEM, Panal y PES y, sobre todo, las informales con su “oposición leal” –PRD y PAN– que deberán jugar un papel crucial para dividir y fragmentar el creciente voto anti PRI (ver, como ejemplo, la negociación PRI-PRD, Proceso, 4 de junio).
Dicha elección dejó en claro la voluntad, capacidad y eficacia relativa del gobierno para lanzar todo el peso y el gasto del sector público local y federal para que, vía la obra pública, reparto de tarjetas, despensas, electrodomésticos, etcétera, la vieja y bien organizada maquinaria clientelar priista movilice en favor del no cambio, al México pobre, a ese que, según cifras oficiales, constituye el 45.5% del país (Coneval).
Para que el aparato clientelar del PRI se moviera a sus anchas fue necesario que el Instituto Nacional Electoral (INE) se mostrara muy eficiente en abrir a tiempo las casillas, poner la papelería y, a veces, contar bien los votos, pero que estuviera ciego ante la forma como se consiguieron una parte crucial de los mismos: comprándolos. El resultado de dicho sesgo fue el triunfo del candidato del gobierno, pero no de la credibilidad.
Para asegurar que, creíbles o no, las posibles impugnaciones de la oposición sean formalmente desechadas –justo como ha ocurrido desde la última elección de Porfirio Díaz–, la Suprema Corte acaba de declarar, por una votación de 6 contra 5, que es perfectamente legal la conformación de un Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF), donde cuatro de sus siete magistrados ampliaron su tiempo de permanencia en el cargo entre dos y cuatro años más. Así el gobierno se asegura de que no se cuelen imparciales y disonantes en un órgano probadamente leal. Conviene recordar que el nombramiento de los actuales miembros del TEPJF fue el resultado de un acuerdo entre los tres partidos que son el sostén del actual sistema político: PRI, PAN y PRD. En fin, que el TEPJF del 2018 seguirá siendo uno de “cuotas” y, por eso, sospechoso de parcialidad (Reforma, 28 de junio).
El espionaje político no es nuevo, pero el descubrimiento del uso del poderoso malware Pegasus por parte de agencias gubernamentales para espiar ilegalmente a críticos y opositores al mejor estilo soviético, (Proceso, 25 de junio), muestra que el gobierno recopila un caudal de información confidencial sobre las estrategias de opositores y aliados a fin de intentar neutralizarlas en el momento oportuno.
En suma, ya está claro que las elecciones de 2018 se van a dar “a la mexiquense”, es decir, en condiciones de inequidad extrema para impedir el cambio. Por tal razón, para frustrar esa estrategia, se va a requerir de una auténtica insurrección electoral de quienes consideran injusto e intolerable prolongar el actual desastre nacional un sexenio más.
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