EL-SUR

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Guerrero, México

Opinión

AGENDA CIUDADANA

Presidencialismo y “hombres fuertes”

Lorenzo Meyer

Noviembre 19, 2015

La coyuntura de 1958 ganó un espacio enorme a la Presidencia autoritaria que lo mantuvo por treinta años y su estudio encierra un buen número de lecciones.

El esquema. Conocer nuestro pasado político es un camino para entender el presente e imaginar el futuro. Rogelio Hernández acaba de publicar Presidencialismo y hombres fuertes en México. La sucesión presidencial de 1958 (El Colegio de México, 2015). Ahí el autor desmenuza las complejidades de la política local post revolucionaria para demostrar cómo la sucesión de 1958 fue clave para imponer el control presidencial sobre la elite política en un sistema de naturaleza autoritaria.
La interpretación dominante del sistema político post revolucionario mexicano es más o menos así. Al despuntar el siglo XX, el autoritarismo centrado en un caudillo –Porfirio Díaz– y sostenido sólo por una oligarquía, no pudo institucionalizarse ni hacerse menos excluyente. La Revolución Mexicana dio paso a un nuevo régimen, que tampoco resultó democrático. Se trató de uno basado en organizaciones de masas, con un partido de Estado y cuyo eje fue un presidente fuerte pero reemplazable sexenalmente, lo que aseguró una renovación parcial pero sistemática de las elites. Esto duró más o menos hasta fines del siglo pasado.
La presidencia fuerte empezó a cuajar en el sexenio de Lázaro Cárdenas cuando éste se deshizo de la tutela de Plutarco Elías Calles –“Jefe Máximo de la Revolución Mexicana”–, transformó al partido de Estado de cuadros en uno de masas. Por varias vías los sucesores de Cárdenas se impusieron a la disidencia interna y Adolfo Ruiz Cortines (ARC) perfeccionó el mecanismo de la sucesión sin disidencia. Sin embargo, lograr una sucesión donde ya nadie desafiara el derecho del presidente a imponer a su heredero fue un proceso muy complicado.
De la necesidad un arte. ARC tuvo menos poder del que se le ha acreditado y la fórmula que impuso –la del tapado– consistió en alentar la división de los aspirantes y sus partidarios dentro del grupo gobernante, guardarse hasta el último momento el nombre del sucesor y luego unir a toda la clase política en torno al ungido. Esta fórmula, y Hernández lo demuestra, fue resultado de una serie de operaciones muy complicadas, no previstas y de alto riesgo para el presidente.
Los “hombres fuertes”. Hernández acepta que Cárdenas puso fin a los cacicazgos que se formaron durante la lucha revolucionaria, de los cuales Saturnino Cedillo en San Luis Potosí es el mejor ejemplo. Sin embargo, a estos caciques originales les siguieron otros, menos poderosos pero que también mantuvieron una base territorial y usaron la violencia, pero ya no contaron con ejércitos propios y tuvieron que ejercer su poder a través de las instituciones –alcaldías, gubernaturas, los congresos y algunas estructuras federales– y la obra pública. Estos poderes fácticos locales resultaron indispensables a los presidentes para controlar el país, pues las grandes instituciones a su disposición, desde el ejército hasta la Secretaría de Hacienda, no les eran suficientes. De nuevo San Luis Potosí provee el ejemplo clásico: Gonzálo N. Santos, aunque Hernández estudia con gran detalle a otros ejemplares, especialmente a Gilberto Flores Muñoz (Nayarit) y a Leobardo Reynoso (Zacatecas).
Hernández muestra cómo a ARC lo hicieron presidente en 1952 la combinación de la fuerza de Miguel Alemán y el gobierno federal, el PRI y algo más. Para que ARC venciera a Henríquez Guzmán fue necesario el concurso de los “hombres fuertes” locales. Sin embargo, en 1958, y para sacar adelante la candidatura de Adolfo López Mateos, ARC debió neutralizar a esos mismos factores de poder de los que antes se había servido pero que ahora pretendían cobrar el favor e imponer sus intereses en el momento crítico de la sucesión en un sistema donde lo que contaba era la maniobra interna.
En buena medida, el libro de Hernández es la crónica de cómo una sucesión de presidentes aceptaron, hicieron, usaron y deshicieron a estos centros de poder regional. El meollo lo constituye la reconstrucción de la forma en que ARC se vio obligado a manejar “el enfrentamiento del poder presidencial con los hombres fuertes y los poderes regionales de la época” (p. 84).
Flores Muñoz, desde la Secretaría de Agricultura, intentó tomar la presidencia. Santos se propuso lo mismo, pero ARC le bloqueó la entrada al gabinete y por tanto lo orilló a lanzar su fuerza en apoyo de alguien que ya estaba ahí: Ignacio Morones Prieto, secretario de Salubridad. ARC no pudo controlar del todo estos múltiples movimientos y optó por alentar de varias formas a los aspirantes para, al cuarto para las doce, destapar a un personaje relativamente marginal: al secretario del Trabajo, Adolfo López Mateos. El golpe a los “hombres fuertes” fue contundente y su posterior eliminación por López Mateos consolidó por treinta años el gran poder presidencial.
Visto a la distancia. Desde la perspectiva anterior, ARC hizo de la necesidad virtud y su manejo de la lucha interna por la sucesión ganó un enorme espacio de poder para la presidencia, por lo menos hasta 1988.
Al reflexionar sobre esta obra es inevitable preguntarse cuáles son hoy los equivalentes de aquellos “hombre fuertes” –¿empresarios, líderes de partidos, gobernadores, narcos, los ciudadanos? ¿Qué fuerza le queda al presidencialismo actual y como la usará? En fin, el enfoque comparativo puede ser una fuente de enseñanzas y una cierta guía para un futuro particularmente incierto. Hay que conocer a los maquiavelos del pasado para disminuir el espacio de la sorpresa.

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