EL-SUR

Jueves 25 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Prima donna / 1

Anituy Rebolledo Ayerdi

Noviembre 22, 2018

Villa Demos

El maitre del restaurante italiano Villa Demos, en La Condesa, se deshace en explicaciones frente a tres individuos con aspecto y modales castrenses pero untados en guayaberas rabonas. Los hombres le han ordenado con tono de solicitud una mesa para esa misma noche…¡esa y no otra!
–¡Imposible, esa es totalmente imposible! –exclama el hombre angustiado como si formara parte de un elenco operístico. Les puedo ofrecer la que ustedes deseen pero menos esa. Y es que esa mesa pertenece desde que se abrió el restaurante a los barones Di- Por-ta-no-va (El subrayado silábico lleva la clara intención de impresionar con los blasones).
El jefe de los solicitantes lanza un sonoro ¡basta! y mirando a los ojos al empleado italiano le suelta: ¡la mesa que solicitamos es para la primera dama de México, la esposa del señor presidente de la República! Abriga este, por su parte, la convicción de que la referencia republicana obrará como un fantástico “ábrete sésamo” y terminar ya con aquél humillante regateo (¿República mata monarquía?).
–¡Haberlo dicho desde un principio, caballeros! –exclama el italiano con sorpresa y entusiasmo fingidos– es un honor para Villa Demos contar con la primera visita de nuestra querida prima donna. Por aquí si me hacen favor, caballeros. ¡Voilá!, esta es la mejor mesa del lugar y la tenemos reservada desde siempre para gobernadores y presidentes. Alejada del bullicio y de las miradas indiscretas, ¡es perfecta!, ¿no lo creen así los señores? ¿Cuántas personas?.
El maitre estará a punto del soponcio cuando escuche la negativa del sujeto que lleva la voz cantante, el de mayor jerarquía, por supuesto. Justifica éste su terca negativa con la revelación de que la esposa del señor presidente de la República odia los reservados. “Que no soporta permanecer aislada de los demás como si apestara o padeciera alguna enfermedad contagiosa”, se queja.
Aun a sabiendas de estar rompiendo todos los protocolos del servicio, el maitre italiano implora unos minutos para hablar por teléfono con la baronesa Di Portanova. No duda de que la dama aceptará con mucho gusto ceder su mesa por esa noche a doña Carmen Romano de López Portillo. ¡Se los aseguro!
–¡Ni madres!, lo para en seco el jefe del trío de solicitantes. La primera dama de México no puede estar sujeta a un sí o un no de una pinche vieja extranjera, por muy noble que sea o que presuma. ¡A la chingada! ¡Nos vamos!
–¡Mía madre, da cuisiamo liberi! –exclama el gerente del Villa Demos corriendo a felicitar al maitre por haberlos librado de aquella pesadilla.
–¡Pendejos! –comenta un garrotero de Petaquillas con rumbo a la salida. Ignoran que apenas viene lo mero bueno. Y no se equivocará.

El infierno

Aquella noche, como todas las de la temporada alta, el Villa Demos registra una ocupación total. Turistas estadunidenses forman en mayor número la concurrencia selectísima, atraídos por la calidad de sus pastas y las marcas de sus vinos. Un piano suave envuelve el murmullo de las conversaciones con las nostálgicas notas de As time goes by, ahogadas de pronto por el tableteo de armas de fuego de grueso calibre.
El estrépito de la artillería ahoga fácilmente los gritos, el llanto y los lamentos de los aterrorizados comensales y trabajadores.
Pronto, aconsejados por el instinto de conservación estarán todos lamiendo el piso. La parafernalia de las balas ahoga fácilmente los ayes de dolor de quienes han sido tocados por el plomo, optando no obstante por el silencio sepulcral. Algunas damas, sin embargo, opondrán a la agresión un implorante coro:
¡Oh, my Good!…
¡.Oh, my Good!…
¡ Oh, my Good!
El ulular de la Cruz Roja y la sirenas policiacas se escucha a lo lejos, tiempo para tocar retirada. Lo hacen ordenadamente. Tanto que uno de los agresores llegará a balbucir un tímido so sorry, cuando su bota aplaste la mano de una anciana de Minneapolis. No han transcurrido más de diez minutos a partir de la llegada de los asaltantes, horas, sin embargo, en los relojes de las angustiadas víctimas. Algunos permanecen horizontales incluso cuando la policía se ha hecho cargo de la situación. ¿Cómo diferenciar unos de otros?, preguntarán más tarde dos neoyorquinos. Hay confusión, llantos, ayes de dolor, advertencias de no volver jamás a Acapulco, voces indignadas clamando la presencia del embajador de Estados Unidos.

Narcos

Fiel a la consigna teatral de que la función debe continuar, el pianista mexicano intentará ahora sí terminar As time goes by de la película Casablanca, con Ingrid Bergman y Humprey Bogart y cantada por Dooley Wilson. No irá más allá del primer verso cuando un agente judicial le aplique la llave china, jalando con él por sospechoso. Y es que a partir de ese momento se hablará de un ajuste de cuentas entre narcotraficantes.
Versiones policiacas –torpes y absurdas desde entonces– aseguraban la coincidencia en Villa Demos de bandas rivales del narcotráfico. Se presentaba como prueba un saco repleto de mariguana localizado detrás de la barra cantinera. Resultaba así tácita la acusación contra el elegante comedero de comerciar con la cannabis o cuando menos utilizarla en lugar de yerbabuena, orégano o pipiza.
Hoy los millennials, por ejemplo, ignoran que la ciudad y puerto bautizó por mucho tiempo a una mariguana suprema. Se denominaba Acapulco Golden, y estaba ranqueada como la de mayor calidad en el mundo, aún sobre la asiática. Se cultivaba en el macizo costero donde, no obstante, las mayores riquezas provenían de la copra y el café. Digo. Ora que entre sus más fieles consumidores figuraban Frank Sinatra y el propio cuarteto de Liverpool, Los Beatles. Pinchemente, se presumía.
El encuentro de mariguaneros del Villa Demos, sin reservación como la prima donna, tuvo como saldo sangriento varios lesionados, ninguno de gravedad, todos turistas extranjeros. Un reporte sustraído del Centro Médico por el reportero José Arzola Nájera (Novedades de Acapulco), precisaba que cinco turistas gringos presentaban “heridas de bala en los glúteos, vulgo nalgas, pero sin tocar hueso”.
Para Arzola, el mejor reportero de policía de su tiempo, el mayor número de balas disparadas fueron dirigidas contra una amplia pared ocupada por la cantina del lugar. Exhibía botellas con los mejores caldos italianos que, al estallar, hicieron correr sus contenidos como un arroyo que todo lo inundó. Las víctimas presentaban lesiones por balas rebotadas o fragmentos de cristalería. Para el reportero se había tratado del clásico escarmiento desde los escaños del poder, en este caso el más alto.

Jacqueline Petit

Aun cuando al otro día ningún medio local o nacional se ocupa de los sucesos del Villa Demos, –la mesa de los barones Di Portanova negada a la esposa del presidente de la República, como probable origen de la destrucción del restaurante– la empresa convoca a una conferencia de prensa. Lo hace por conducto de su public relations Jacqueline Petit.
La empresa rechaza
1) Cualquier relación con grupos al margen de la ley.
2) Niega la implicación de doña Carmen Romano de López Portillo en el enojoso asunto. Nadie nunca solicitó a su nombre una reservación porque, además de no necesitarla, su sola presencia engalanaría el lugar.
3) La empresa se responsabiliza totalmente de la atención médica de las personas lesionadas hasta la recuperación total, obligándose incluso a cubrir sus pasajes a sus lugares de residencia.
4) Se convoca a los medios nacionales al patriotismo y a la mesura republicanas porque de lo contrario se estará afectando la seguridad nacional.

Chucha cuerera

La señora Petit –una “auténtica chucha cuerera”, según la opinión expresada por la columnista Carmen Villa de Olvera– da la bienvenida a los representantes de la recién integrada Asociación de Editores de Acapulco.
–Sí, claro, señor, tiene usted la palabra –concede obsequiosa la dama–. De eso se trata esta reunión, de resolver un conflicto que puede afectar seriamente a nuestro querido puerto. Hable, por favor.
–Soy vocero de la Asociación de Editores de Acapulco y deseo felicitar a los autores de esta convocatoria porque hay en ellos sensibilidad y prudencia, pero sobre todo amor por este tan querido como vulnerable girón de tierra. Porque así me lo han pedido mis colegas, quiero dejar constancia de que si no estuviéramos como se dice con “el niño atravesado”, a causa del encarecimiento de los insumos para nuestros periódicos, sólo aceptaríamos las órdenes de ustedes. Como las cosas no son así, y el caso ameritarlo, los miembros de la AEA quedarían satisfechos con un desplegado con sus aclaraciones en un espacio mínimo de una plana. Los demás que se rasquen son sus propias uñas.
Sin solicitar la palabra, uno de los presentes, editor de su propio periodiquito, se dirige al representante de la AEA con este reproche:
–¡Ora sí que te fuiste muy bajo maestro!, ¿ dejar en un toleco (50 mil pesos) lo que mínimo vale un ciego (100 mil pesos) por cráneo?
–¿Qué ser un toleco y un ciego en el argort periodístico?, pregunta con aire de inocencia el bello paradigma del savoir vivre acapulqueño y anota las palabras para indagar más tarde su significado.
Surgirán de inmediato nuevas voces, algunas iracundas, de periodistas sin periódico que se sienten excluidos de aquella subasta. ¡Parecen putas de quinta!, dice una de ellas.
La Petit tendrá que subir dos decibles a su tono de voz para poder ser escuchada por aquella jauría desbocada.
–Me perdonan, amigos periodistas, pero soy una mujer muy tonta y olvidadiza y en este momento ya no entiendo de lo que aquí se habla. Anticipándome, encargué a un amigo muy querido tomar nota de esta reunión y ahora lo llamo para que nos haga luces en todo esto.
Jacqueline se dirige entonces con taconeo garboso hacia el fondo de la estancia. Viste un caftán blanco revelador de formas armónicas, macizas, tostadas por el sol (un murmullo: ¡no lleva pantaletas!). Al final de su camino abre una puerta y aparece el umbral –¡gotcha!– el jefe de todas las policías habidas y por haber, cargando una pesada grabadora de carrete.
–¿Ya conocen al coronel Mario Arturo Acosta Chaparro? –interroga la dama a una azorada concurrencia y en su rostro se dibuja una sonrisa pícara, triunfal. ¿Si seré tonta, quién no conoce en Acapulco a Mario Arturo, especialmente sus amigos los periodistas? ¿Verdad, chicos?
–¡Pinche vieja!