Lorenzo Meyer
Marzo 18, 2019
La historia de la industria petrolera mexicana está íntima e inevitablemente ligada a los vaivenes de la política: al ascenso, plenitud y ocaso del régimen nacido de la Revolución Mexicana. Es natural que hoy, con el advenimiento de cambios sustantivos, la política petrolera experimente una transformación similar.
Hace exactamente 81 años, el 17 de marzo de 1938, el general Lázaro Cárdenas ya había tomado una de las decisiones que marcarían a su sexenio y a México por muchos años. Al día siguiente el presidente dio a conocer al país y al mundo que había decidido encarar de manera radical al complejo industrial petrolero que operaba en México, conformado por un haz de empresas extranjeras que, a su vez, eran parte de otro complejo mayor y cuyas sedes estaban en el centro del sistema mundial de poder. Decidió expropiarlo en su totalidad.
El poder con que contaba el país no era, ni de lejos, “pieza” para chocar de frente con alguno de esos poderes y menos con el conjunto. Para empezar, el carácter revolucionario del régimen mexicano lo había aislado de la mayoría de los gobiernos latinoamericanos, que para nada simpatizaban con las reformas cardenistas –agraria o laboral– o con su apoyo a la República española. Además, los elementos de poder internos eran escasos. La población apenas rozaba los 20 millones, de los cuales el 65% se encontraba desperdigado en poblaciones de menos de 2 mil 500 almas; pese a los esfuerzos de la revolución, la tasa de analfabetismo rondaba el 60% y la pobreza era similar a la del siglo anterior: al 26.6% el ingreso no le alcanzaba ni para huaraches. Finalmente, el ejército, mal armado, tenía cuarteaduras –el cedillismo y el almazanismo las evidenciarían– y apenas si funcionaba para mantener el orden interno frente a desafíos como el de la segunda cristiada, (1934-1938).
Fue un conflicto prolongado entre el recién creado sindicato petrolero –SNTPRM– y las empresas lo que creó la coyuntura para la expropiación. Había una alternativa en marcha: dar forma a una gran empresa mixta entre el gobierno mexicano y el capital inglés, pero el presidente la desechó para cortar de tajo el nudo gordiano creado por años de enfrentamiento entre los gobiernos anteriores y el complejo petrolero.
La expropiación y nacionalización de prácticamente el total de las compañías petroleras en marzo de 1938 tomó por sorpresa tanto a las empresas como a sus gobiernos y a la propia sociedad mexicana –fue “un rayo en cielo despejado”, diría el embajador norteamericano. Si inicialmente la decisión asombró a los mexicanos al final los entusiasmó, al menos a quienes estaban en posibilidad de apreciar la magnitud del evento.
El general Cárdenas finalmente se salió con la suya y no corrió la suerte que poco después correría el primer ministro de Irán, Mohammad Mossadegh, que en 1953 fue derribado por un golpe de Estado orquestado por Washington y Londres para impedir que siguiera los pasos de México. Ello se debió tanto al gran apoyo interno a la medida como a la coyuntura internacional. El sistema de poder mundial creado por la I Guerra Mundial estaba quebrado al punto que una nueva gran guerra se vislumbraba en el horizonte. En esas condiciones Estados Unidos no estaba dispuesto a echar por la borda la recién inaugurada política de la “Buena Vecindad”, diseñada para servir a su seguridad hemisférica. Por otra parte, Inglaterra ya no podía actuar contra México sin la anuencia norteamericana.
La expropiación redujo el crecimiento de nuestro PIB pero sin volverlo negativo. Y como la producción de petróleo en México hilaba tres lustros en descenso y representaba menos del 2% del PIB, el boicot de las empresas petroleras contra las exportaciones de crudo mexicano no tuvo gran efecto y el mercado interno sostuvo a la industria.
El surgimiento de Pemex –símbolo del nacionalismo y eje de la etapa de la industrialización protegida– fue, por tanto, producto de una coyuntura bien aprovechada. Miguel Alemán quiso reiniciar la privatización de la actividad petrolera, pero lo contuvo el discreto veto de Cárdenas y del cardenismo. El petróleo nacionalizado fue aceptablemente manejado como abastecedor del mercado interno hasta que el descubrimiento del super yacimiento de Cantarell coincidió con la crisis del modelo económico imperante y con la irrefrenable fantasía de José López Portillo de superar esa crisis no a través de reformas del modelo, sino de la exportación masiva de crudo. La consecuente petrolización de la economía y la baja en el precio del crudo hicieron entrar a Pemex en aguas turbulentas de las que aún no sale.
A partir del dramático final del lopezportillismo y del inicio del neoliberalismo, Pemex quedó descentrado. Por un lado, la ideología neoliberal exigía que el Estado ya no fuera productor ni ocupara campos en que podía operar la empresa privada. De ahí que poco a poco Pemex fue desmantelado en beneficio del capital privado nacional y extranjero, Hacienda lo desangró con altos impuestos, se le cargó de deudas y se le hizo objeto de un saqueo en gran escala en beneficio de sus administradores y de los líderes sindicales.
Actualmente Pemex es la empresa petrolera más endeudada del mundo. Según datos de Bloomberg, sus activos equivalen a 107 mil millones de dólares, pero su deuda asciende a 104.5 mil millones. Su producción va en descenso y la reforma energética del sexenio pasado entregó zonas enteras de la geografía petrolera al capital privado nacional y extranjero.
Hoy, el nuevo gobierno se propone ni más ni menos que alterar esta tendencia y hacer renacer a Pemex de entre sus cenizas. La transformación de la vieja empresa estatal apenas se inicia y sólo el paso del tiempo revelará hasta qué punto se podrá revertir la derrota que se le fabricó en los últimos decenios. Difícilmente Pemex volverá a ser lo que fue, pero puede y debe recuperar la dignidad de sus orígenes y del futuro del país.
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