Lorenzo Meyer
Febrero 08, 2018
No deja de tener gracia que en esta coyuntura electoral nos venga a visitar el secretario de Estado norteamericano Rex Tillerson para prevenirnos sobre la posible injerencia rusa en nuestros comicios. Y es que, si desde el exterior alguien ha interferido en la vida política mexicana a lo largo de casi dos siglos, es justamente Estados Unidos. Su primer representante aquí, Joel Roberts Poinsett (1825-1830), fue central en la creación de la logia masónica yorkina, un protopartido político que apoyó y se apoyó en Vicente Guerrero en su pugna con los masones del rito escocés, ligados a los europeos y monarquistas. Desde entonces, ¿cuándo no ha interferido Estados Unidos, aunque en distinto grado y según las circunstancias, en nuestra vida interna? Hoy, es el mismísimo lobo el que nos previene “que viene el lobo, (otro lobo).”
Igualmente tiene su gracia que, además de otros temas, la derecha mexicana coincida en este con el secretario de Estado norteamericano, asuma como propia su advertencia y se lance abiertamente a una campaña para ligar el supuesto designio ruso con la candidatura de Andrés Manuel (AMLO).
En la teoría de la conspiración AMLO-Putin, se supone que el primero debe pagar el apoyo del segundo, de ahí se deduce que, si Morena triunfara en la elección presidencial, el de Tabasco entregaría algo de valor al líder ruso. Entre los primeros que hicieron esa acusación sin pruebas, se encuentra el vocero de José Antonio Meade, el poblano Javier Lozano, (El Universal, 17/01/18). Y fue en Puebla donde el lunes 29 de enero se lanzó una campaña telefónica donde una voz anónima y en 30 segundos le informaba al escucha que Putin estaba financiando la campaña de AMLO porque, de ganar, éste le entregaría el petróleo mexicano a Rusia. Por tanto, concluía el mensaje: “No permitas que López Obrador traiga al enemigo ruso. Piénsalo y pasa la voz”, (http://www.periodicocentral.mx, consultado 01/02/18).
Quizá sin proponérselo, los autores de la supuesta conspiración AMLO-Putin, coincidieron en el tiempo con el momento en que los medios financieros anunciaban con júbilo y urbe et orbi, que en la llamada ronda 2.4, el gobierno de Enrique Peña Nieto acababa de entregar a la empresa petrolera neerlandesa Shell, 9 de los 19 bloques subastados para explotar gas y petróleo en el Golfo de México, en zonas donde se supone que hay miles de millones de barriles de crudo y un potencial de producción de gas de 4 mil millones de pies cúbicos diarios. Además de Shell, también adquirieron derechos de explotación, empresas de Qatar, Malasia, España y otros países. Al final, algo se le dejó a la empresa “productiva del Estado” que antaño fue la única que debía y podía explotar nuestra riqueza petrolera: Pemex (Forbes México, 31/01/18).
Y en relación con los rusos y nuestros hidrocarburos, resulta que quien sí le abrió una discreta puerta de acceso a Moscú fue el actual gobierno, el de Peña Nieto. Es éste el que aceptó firmar un contrato con Lukoil –una gran empresa petrolera rusa–, para la explotación de petróleo en aguas someras mexicanas, (mundo.sputniknews.com, consultado 01/02/18). En tales circunstancias, y con las nuevas subastas de zonas petroleras que se harán lo que resta de 2018 –“año de Hidalgo”–, no es aventurado suponer que difícilmente quedará zona petrolera mexicana sin adjudicación para cuando tome posesión el próximo gobierno.
Hasta hoy, es Shell la petrolera internacional que tiene la mayor presencia en México y por tanto es ella y no los rusos, la que va a tener la mayor capacidad de presión sobre los futuros gobiernos mexicanos. Se repite así algo parecido a lo que ocurrió hace un siglo, cuando El Aguila Oil Company –empresa petrolera inglesa creada al final del Porfiriato y que posteriormente su dueño, Lord Cowdray, vendió a la Royal Dutch Shell–, dominaba el escenario petrolero mexicano. Este dominio sólo acabó en 1938, cuando el presidente Lázaro Cárdenas expropió y nacionalizó toda la industria petrolera. Así pues, en política de energéticos, como en otros muchos aspectos, México pareciera haber entrado en un segundo Porfiriato, con oligarquía y con la explotación de sus recursos naturales dominada por el capital externo. Los rusos ya no tienen mayores posibilidades.
Lo llamativo de la actual reedición de la propaganda electoral del miedo a los rusos elaborada por la derecha mexicana y norteamericana, es que, en buena medida, tiene como base algo que, en principio, ya debía de ser historia: las rancias fórmulas anticomunistas de la Guerra Fría. Esa guerra acabó hace casi treinta años y Rusia ya dejó de ser marxista, pero a nuestra derecha aún le resulta redituable seguir explotando la asociación oro de Moscú-izquierda mexicana- “disolución social”-fin de la libertad y de la democracia mexicanas (una democracia que, en realidad, nunca ha existido).
En 2006, la acusación de una supuesta conspiración AMLO-Hugo Chávez (apoyada por Rusia), fue tema central de la campaña electoral de Felipe Calderón y le funcionó como eje de un triunfo a la “haiga sido como haiga sido”. El resultado fue un sexenio catastrófico, que hundió a México en una violencia hasta hoy imparable. ¿Puede volver a funcionar la fórmula en 2018? ¿Volveremos a tropezar con la misma piedra? Ojalá no.
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