EL-SUR

Viernes 26 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Querido Guy de Maupassant

Federico Vite

Marzo 28, 2017

Sé que padeció sífilis, que soñaba con monstruos por las noches y que a menudo creía que iban a envenenarlo. También he oído que no merecía estar en un hospital siquiátrico, pero intentó suicidarse un par de veces y era doblemente peligroso, tanto para los críticos literarios como para sí mismo. Déjeme decirle que leí su Jean y Pierre que publicó en 1888. Es un libro ejemplar en el ámbito de la novela objetiva, pero posee un plus, muestra hondamente la profundidad sicológica de sus personajes, dos premios en un solo tiro. Detalla situaciones anímicas con mucha habilidad, hechos finalmente que muestran su talento para el engranaje de la fina progresión dramática de la novela. Ese ejemplar llegó a mis manos desde Argentina, un país cercano a Brasil, donde desembarcó el temible Horla del que usted tan pródigamente habló y escribió. La editorial española Veintisiete Letras reeditó este volumen 122 años después de que usted hiciera escándalo con ese libro (por cierto, la traducción de Pedro Darnell Gascou es bastante buena), sobre todo, con el prólogo que precede la historia de esos dos hermanos que fueron signados por la herencia de un hombre al que nadie recuerda con claridad, salvo la madre de los protagonistas. Esa herencia desmadeja el pasado y el presente de una familia que con cierta facilidad puede ser comparada con la canción de Capullo y Sorullo, una joya, maestro, si la escucha procure que sea con la Sonora Dinamita. Esa novela de 132 páginas me hizo pensar algunas cosas acerca de su habilidad narrativa y en especial en la resolución de la historia; aspectos que tienen que ver con el entramado del cuerpo literario, créame, pero no tengo mucho que agregar, pues es abrumadora la cantidad de ensayos y tesis doctorales que se han hecho al respecto. Basta con decir que es una novela que reinventa la forma del asombro; el lector se planta con morbo ante la historia y magistralmente se muestran las barajas una tras otra. Jean y Pierre condensa todas sus habilidades técnicas, maestro, con las propuestas estéticas de su tiempo (Naturalismo esencialmente, más que el Realismo) y ofrece un cuerpo narrativo que le tiende la mano a lo que ya habían trabajado Dostoievski, Tolstói, Zola, Víctor Hugo, Goethe en cuanto a la profundidad sicológica, pero, ¿por qué parece nuevo lo que usted hizo?
Tal vez su respuesta sea parte del prólogo que se publicó en este libro: “El novelista de ayer escogía y narraba la crisis, los estados críticos del alma y del corazón, pero el novelista de hoy (pensemos que habla del siglo XIX) escribe la historia del corazón, del alma y de la inteligencia en su estado normal. Para causar ese efecto recurre a la emoción de la realidad, para que de ello se desprenda la enseñanza artística que quiere conseguir, la revelación de lo que es el hombre contemporáneo, quien no debe recurrir sino a los hechos de una verdad irrecusable y constante”. Creo, maestro, que la verdad no es precisamente verosímil, porque sé que cualquier novelista que pretenda dar una imagen exacta de la vida real debe evitar el encadenamiento de hechos que pudiera entenderse como algo excepcional. Usted refiere que la finalidad de la novela no estriba en contarnos una historia, divertirnos o entristecernos, sino en esforzarnos a pensar, a comprender el sentido profundo y oculto de los sucesos, pero me temo que quiso decir más de lo que anotó en ese prólogo, pues contar una historia también implica sugerir y en ese aspecto, insisto, radica el arte de contar una historia, en el poder contundente de la evocación que muestra algo ocultándolo.
También signó que la verdadera tarea de los críticos es la de estimular todo lo posible a los jóvenes para que emprendan nuevos caminos. Dice, maestro: “Todos los escritores, desde Víctor Hugo hasta Zola, han reclamado su concepto personal de arte. El talento procede de la originalidad, una manera especial de pensar, de ver, de comprender y de juzgar. Un crítico cabal debería ser tan sólo un analista exento de tendencias, de preferencias, pasiones, etcétera. Debe apreciar el valor artístico del objeto de arte que tiene en sus manos. Pero la verdad es que los críticos son lectores que nos censuran casi siempre erróneamente o nos elogian sin reserva ni tino”. Creo que usted desconfiaba mucho de los lectores y pareciera que desde hace tanto, desde siempre, el lector, como bien dice, “pide al escritor que responda a su gusto predominante y califica invariablemente como bien escrita la obra, o el párrafo que agrada a su imaginación idealista, alegre, picaresca, triste. En suma, el público está compuesto por grupos que nos dicen: Consoladme, Divertirme”. Me horroriza pensar que si a usted ya le preocupaban estos hechos y, como es obvio, aún no se resuelven ni creo que se resuelvan, yo debo darle cuenta de algo feo, los críticos literarios siguen haciendo lo mismo que en su época, maestro, son más que un lector, pero censuran erróneamente y elogian sin reserva.
Yo trato de hablar de algo bello, maestro, de algo que tenga que ver con mi temperamento, con mi carácter, pero sólo pienso en todos los anuncios editoriales, en los que se pide algo más o menos así: “Lo nuevo ya se escribió un millón de veces; a pesar de eso, será preciso repetirlo siempre y vender más, más, más, más”. Y yo quiero vivir de este negocio, de contar historias. ¿Qué hago?
Me molestan, por sinceras, sus palabras, maestro. Me dice que los hombres ingeniosos no sufren estas angustias y estos tormentos del arte, pues poseen una fuerza irresistiblemente creadora. ¿Quiénes son esos hombres, los que no tienen lectores, los que narran cuentos de hadas a las sombras del terror? ¿Los que no comen porque no tiene casa ni empleo? ¿Los escritores muertos? El otro tipo de hombres, a los que tal vez pertenezco, son los tenaces y los conscientes, como usted dice, quienes luchan contra el increíble desaliento mediante la continuidad del esfuerzo.
Me temo que seguiré su consejo, a su vez robado de Flaubert, maestro, pues sé que puede haber un poco de inteligencia en los textos que trabajo, pero eso no basta, se requiere mucho talento y el talento, ya lo dijo el vizconde de Chateaubriand, es una larga paciencia. Leí su novela, le decía, y pensé que el autor básicamente tiene una tarea, la de contribuir al esclarecimiento de un enigma, el de la vida misma. Pero vine a visitarlo a este corral de muertos, que conocen en París como Montparnasse, por algo más simple, algo muy claro, el escritor no es un artista, maestro. El escritor trabaja con un medio tradicional, con el alma humana, tiene un oficio que carcome el tiempo y que se renueva con el tiempo, el oficio es una paradoja, pero se reduce a contar historias que parecen nuevas, aunque obviamente eso no sea posible. Sé que puede ser muy imprudente de mi parte, pero me gustaría que autografiara mi ejemplar. Aquí tiene. Sí, para Federico.