Humberto Musacchio
Agosto 10, 2006
Las instituciones no son ídolos ante los cuales deban postrarse los ciudadanos. Por el contrario, deben en todo momento ser objeto de crítica y de una tenaz vigilancia, pues si no sirven, los pueblos las reforman o las sustituyen.
Las instituciones son aparatos cuya existencia, en teoría, es de interés público, pues los requiere el funcionamiento del Estado. Pero precisamente por esa razón, porque resultan necesarios para la preservación y reproducción del orden general, es que esos aparatos pueden actuar –de hecho lo hacen todos los días– en favor de quienes están en la cúspide de ese orden, pero en contra de amplios grupos sociales y aun de la comunidad toda.
En este sexenio hemos visto, una y otra vez, cómo las personas que manejan las instituciones las emplean como arietes para lesionar el interés colectivo. Son varios los fallos del Poder Judicial, por supuesto apegados a derecho, pero muy lejos de la justicia y del interés social.
Se llegó al colmo cuando por el intento de abrir una calle que llevaba a un hospital se desató una agresión legal contra el gobierno capitalino. Un oscuro juez, representante de una institución, determinó que se había violado un amparo y puso a actuar a la Procuraduría General de la República, una institución, para que ésta solicitara a la Cámara de Diputados, otra institución, el desafuero de Andrés Manuel López Obrador, lo que mucho interesaba a otra institución: la Presidencia de la República.
Otra institución, que hasta hace pocos años gozaba de la mayor confianza ciudadana, fue objeto de un asalto. No se trató de que en ella penetrara con máscaras y pistolas un grupo de diputados. No era necesario. Lo que hicieron los padres conscriptos del PRI, el PAN y el Partido Verde fue repartirse las consejerías: cuatro para uno, cuatro para otro y una para el partido-negocio.
De esta manera se envileció a una institución que debe fungir como árbitro de la más importante contienda cívica. En esa operación poco importó si los consejeros cumplían con los requisitos de ley, lo que por cierto puede definirse como un acto antiinstitucional, todo para garantizar que el IFE actuara en su beneficio, ya fuera haciéndose de la vista gorda frente a las tropelías de sus favorecedores, posponiendo sanciones a los amigos, actuando con celo excesivo frente a los adversarios de sus patronos o permitiendo que éstos acomodaran a su gente en posiciones que son clave en el proceso electoral. Como resultado de tanto desprecio institucional por las instituciones, hoy se encuentra México en una encrucijada y el árbitro al que algunos consideraban impoluto resultó tan inepto que tendrán que revisarse los paquetes electorales de casi 12 mil casillas.
Hoy la gran decisión sobre los comicios del 2 de julio está en manos de los siete magistrados del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, el Trife, institución que como otras instituciones está encabezada por gente de carne y hueso, siete togados que aspiran legítimamente a convertirse en ministros de la Suprema Corte, donde por cierto este año se abrirá una plaza.
Los siete magistrados del Trife no están en una campana de cristal. Tienen al movimiento de López Obrador en las calles y, del otro lado, pueden escuchar amenazas abiertas y veladas, chantajes directos o sugeridos, promesas tentadoras u ofertas que tocan los flancos débiles de todo ser humano. Sus fallos los emiten bajo todas las presiones esperables y otras que no alcanzamos a imaginar. Actúan basados en la Constitución y las leyes, pero ellos deciden cómo interpretan los textos y en qué sentido los aplican.
Hoy lo que está de por medio es el poder presidencial, ni más ni menos. De ahí que la decisión del Trife resulte tan grave, tan delicada, especialmente después de un desgastante proceso de tres años en el cual, indebidamente, se hizo uso y abuso de las instituciones sin importar que de esa manera sufrieran un tremendo desgaste.
Como resultado, hoy estamos en un punto en el que ya no tenemos soluciones buenas. Todas parecen malas. Si Felipe Calderón es declarado presidente, todo indica que no podrá gobernar con su partido dividido, las cámaras en manos de sus adversarios internos, un amplio y muy activo movimiento opositor, el estado de Oaxaca sin autoridades, el gobierno confrontado con los sindicatos y el narcotráfico enseñoreado de ciudades y regiones enteras.
Si el beneficiario del fallo fuera López Obrador, los núcleos empresariales enemigos organizarán una estampida de capitales y sabotearán su gestión por todos los medios a su alcance, que son muchos. Pero lo peor es que tendrá un México fracturado por el encono y herencias políticas y económicas que pueden ser insuperables.
Si el Trife decide que la elección no es válida, entonces estaremos ante el peor de los escenarios, pues entraremos en un periodo de intensa turbulencia y de incertidumbre en varios órdenes.
Más que emitir un fallo, el Trife debe hacer un milagro. No está fácil.