EL-SUR

Martes 23 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Racismo y rebeldía

Silvestre Pacheco León

Noviembre 18, 2019

A propósito del golpe militar en Bolivia y la idea de que los indígenas son un lastre para el desarrollo, como no hace mucho lo dijo respecto a Guerrero un prominente dirigente político, bien vale la pena confrontar nuestra propia cultura racista.
En muchos pueblos mestizos de Guerrero es habitual el menosprecio por los indígenas, una actitud que proviene sin duda de la época de la Colonia, cuando los conquistadores impusieron su poder militar avasallando a los nativos, dominados a través de las armas, física e ideológicamente, podríamos decir.
Ante la pobreza y el subdesarrollo de nuestro estado el racismo, más que la diferencia económica entre unos y otros, se desarrolló por las diferencias de la lengua. La de los indígenas era la de los vencidos quienes nacieron con la obligación de tener que aprender el castellano para obedecer órdenes.
Como la diferencia de los mestizos con los indígenas es mínima respecto al color de la piel, el racismo o nuestra creencia de que los indígenas eran menos que nosotros, derivaba de las costumbres diversas en la alimentación, la vestimenta y, desde luego, también de las creencias y prácticas religiosas.
Quechultenango es un pueblo antiquísimo de origen indígena cuyos habitantes originarios fueron despojados de su territorio por los invasores y luego desalojados a las faldas de los cerros, cañadas y barrancas donde fundaron sus pueblos que nosotros llamamos “cuadrillas” (de allí surgió el término despectivo de “cuadrillero”, haciendo referencia al subdesarrollo y la marginación en la que vivían).
En esas condiciones la relación de los mestizos con los indígenas se hizo comercial, en un intercambio desigual de explotación, como lo establecían Charles Bettelheim y Samir Amín, los teóricos del subdesarrollo entre los países del Norte y Sur, aunque aquí no aparecía la dependencia.
Ya he hablado de las “atajadoras” de mi pueblo, mujeres comerciantas de la cabecera municipal que se anticipaban a la llegada de los indígenas al tianguis dominical de la cabecera, deteniéndolos en los caminos donde casi los despojaban a la fuerza de los chiquihuites de huevos, las gallinas y los guajolotes a precios que las propias compradoras imponían.
En el pueblo algunos indígenas llegaban a vivir empleados como mozos por algunos rancheros, y si bien el maltrato nunca se supo que llegara a los golpes como ocurría en la Costa Chica contra los amuzgos, era constante la burla que todos hacían de ellos por su dificultad para hablar nuestra lengua. Su “mala” pronunciación de las palabras del español nos impedía entender la proeza que significa traducir a su propia lengua la nuestra y luego, desde ella, hacerse entender con nosotros.
Yo nunca me pregunté cuánto sufrían en esa difícil relación, pero he sido testigo del impacto que tiene en sus vidas la burla que se hace de ellos al grado de que quisieran borrar su pasado y se avergüenzan de su origen.
Nuestros padres nos infundían desconfianza hacia los indígenas que caminaban siempre uno tras otro “en fila india” por los caminos angostos, llevando como niños de pecho sus grandes machetes desnudos en brazos, relucientes con los rayos del sol.
Caminaban desarrapados con su cotón y calzón de manta, uno tras otro, cargando su exigua producción mientras comían sin detenerse su tortilla fría.
En las fiestas religiosas se les veía en el pueblo encabezando los ritos y tradiciones tanto católicas como paganas. Aún se conservan las fiestas de pedida del agua en los lugares sagrados y el baile del Ocoxúchitl, el día en que el templo pasa completo a su poder.
Los cambios que comenzaron a darse en esa relación nefasta por la moderna y democrática igualdad propia del desarrollo son muy recientes, y comenzaron en el ámbito de la política, con una nueva visión de la que fueron portadores los gobernantes de izquierda quienes desde el poder lucharon contra la marginación.
Las primeras casas de estudiantes en la cabecera durante los años setenta abrieron paso para el estudio y también en esa época se desarrollaron la condiciones para su participación en política.
Con la construcción de carreteras comenzaron a desaparecer en los caminos las filas de indios, y cada vez fueron más las “trocas” que ocuparon el lugar de las bestias de carga para llevar hasta las cuadrillas los productos que antes eran impensables, como las rejas de refrescos, las cervezas y luego las estufas y el gas.
De mozos, los indígenas se convirtieron en migrantes que en sus desplazamientos constantes entraron en relación con los militantes de izquierda del mismo modo en el que los migrantes africanos lo hicieron en Francia, en el París de los maoístas de la izquierda radical con los que actuaba el filósofo humanista Jean Paul Sartre, y fue en ese ir y venir donde aprendieron ciertos cultivos rentables pero ilegales que junto con las remesas enviadas de Estados Unidos fueron cambiando el modo de vida en las cuadrillas.
En pocos años, de manera subrepticia primero y luego con cierta ostentación, los indígenas del municipio fueron recuperando su territorio. Comenzaron asentándose en las orillas de la cabecera municipal donde formaron colonias que crecieron más allá del tamaño que alcanzaron con los mestizos.
La irrupción de los indígenas en la vida política del municipio, alentada por la izquierda cuando esta corriente ideológica era representada dignamente por el PRD, los llevó hasta el último peldaño del poder municipal.
En Quechultenango no faltaron quienes siguieran temerosos y con preocupación todos esos cambios que borraron los privilegios de los mestizos.
Acongojado, el dirigente ejidal de aquellos años advertía a los campesinos acerca del riesgo de que los “indios” se apropiaran del ejido.
No pasó mucho tiempo en que el mismo personaje diera cuenta de una realidad que pocos advertían:
–El otro día –dijo– tuve necesidad de ir al Palacio Municipal y en ninguna oficina encontré algún conocido para que me ayudara, pura gente extraña trabaja ahora en el gobierno (su queja, naturalmente, era porque había perdido sus fueros y privilegios).
Esa misma persona que representaba en la sociedad quechultenanguense el racismo en trance, vivía obsesionado por lo que le parecía una amenaza que invadía todos los campos conocidos.
Esta es la microhistoria que se vive en Bolivia. Dicen los mestizos y aristócratas de aquel país que Evo Morales dividió a la nación, como si no hubieran sido ellos quienes la mantuvieron dividida y marginada, hasta que por su cuenta se hicieron mayoría organizada y conquistaron el poder.