Lorenzo Meyer
Junio 14, 2018
El sexenio de Enrique Peña Nieto ya casi es historia. El juicio sobre su presidencia ya está adquiriendo forma y no pareciera ser positivo.
Le resta un semestre al sexenio de Enrique Peña Nieto (EPN). Si no sucede algo inesperado, la elección del primero de julio será el último gran evento de este gobierno. Al margen del resultado de esos comicios, ya se puede empezar a juzgar al peñanietismo como historia. Y un punto de partida para construir dicho relato y juicio, puede ser el conjunto de temas que hoy se consideran centrales. Según una encuesta de Alejandro Moreno, el primer lugar le corresponde al tema de la economía (29%), luego la inseguridad (27%) y finalmente y con la misma importancia (21%), la corrupción y la pobreza (El Financiero, 04/06/18).
En el sexenio anterior, el presidido por Felipe Calderón, el crecimiento promedio anual del PIB fue raquítico: apenas un 1.8% pese a los buenos precios internacionales de la mezcla mexicana del petróleo, que en esos años pasó de 40 dólares por barril (dpb) a más de 100 dpb. Cuando en 2012 el PRI recuperó la presidencia, en los “Acuerdos para el crecimiento económico, el empleo y la competitividad” del “Pacto por México”, se aseguró que “México debe crecer por encima del 5%”. No fue nunca el caso; entre 2013 y 2017 y según datos del Banco Mundial, el crecimiento promedio fue de apenas 2.11%. Es verdad que la tasa oficial de desocupación se mantuvo baja –alrededor del 3%–, pero también lo es que, según el Inegi, ese empleo fue básicamente informal: 52% en los sectores no agropecuarios. De ahí una predicción de El Colegio de México: de mantenerse las tendencias actuales, apenas el 2.1% de todos los mexicanos que hoy nacen en el 20% más pobre de la sociedad, podrá ascender hasta el sitio donde se encuentra el 20% de mayores ingresos. En contraste, el 52.9% de esos que ya nacieron en esa clase alta, se mantendrán ahí. La movilidad social está estancada, (Desigualdades en México 2018, México: El Colegio de México, 2018, p. 50). Así pues, el legado en materia de crecimiento económico y de su correlato, la oportunidad individual de mejorar, deja mucho, casi todo, que desear. Simplemente no se cumplió la promesa.
Pasemos al tema de la seguridad, ese que, según la teoría política clásica, es la razón principal para que el ciudadano dé o niegue legitimidad a la estructura de autoridad (Hobbes). Fue durante el sexenio de Calderón cuando se dispararon las cifras de asesinatos y muertes por choque entre delincuentes y autoridades: 114 mil homicidios dolosos, de ellos, 72.8% relacionados con el crimen organizado (Semanario Zeta, citado en sinembargo.mx/29-11-2012). En diciembre de 2012 el “Pacto por México” asentó: “El principal objetivo de la política de seguridad y justicia será recuperar la paz y la libertad disminuyendo la violencia, en específico… reducir los tres delitos que más lastiman a la población: asesinatos, secuestros y extorsiones”. Al concluir el primer trimestre de 2018, los homicidios sumaban ya 104 mil 583 (animalpolitico.com/2018/04/). Todo permite suponer que el total sexenal superará al anterior. Así, no fue la seguridad sino la violencia y la inseguridad otro distintivo del peñanietismo. En este rubro, tuvo un gran impacto nacional e internacional la desaparición, en septiembre de 2014, de 43 estudiantes de la normal de Ayotzinapa a manos de la policía municipal de Iguala, en alianza con el crimen organizado y teniendo, al menos como testigos, a policías federales y al ejército. La clara penetración de las fuerzas de seguridad por el narcotráfico en Guerrero, más la insensibilidad, falta de voluntad e incapacidad del gobierno de EPN para resolver de inmediato el caso, convirtió la tragedia de Iguala en todo un escándalo internacional y en símbolo del peñanietismo en materia de derechos humanos, combate al crimen organizado y corrupción. Los rostros de los jóvenes desaparecidos en los carteles que han portado sus familiares en decenas de manifestaciones, se han convertido en los rostros de una gran falla de esta administración.
Transparencia Internacional define la corrupción como “el abuso de un poder delegado para el beneficio propio”. Este fenómeno es endémico en México, pero se acentuó a partir del alemanismo (1946-1952), (Stephen Niblo, Mexico in the 1940s: Modernity, Politics, and Corruption, 1999). Sin embargo, con la administración del priismo mexiquense, la corrupción alcanzó cuotas más altas. Su símbolo es la llamada “Estafa maestra” investigada por la Contraloría Superior de la Federación y que involucró a Sedesol, Banobras y Pemex, con contratos entre ocho universidades públicas y 128 empresas fantasmas, y que llevó a la “desaparición” de 7 mil 670 millones de pesos, (Manuel Ureste, et al, La estafa maestra, México, Planeta, 2018). La gran corrupción actual tiene otros ejemplos, que van desde “La Casa Blanca” de la familia presidencial, pasando por OHL y Odebrecht, hasta los desfalcos de miles de millones de los gobernadores del “nuevo PRI”: Javier Duarte, Cesar Duarte y Roberto Borge. Y mientras estos escándalos se suceden, el Sistema Nacional Anticorrupción, que debía estar funcionando desde 2017, sigue sin echarse a andar.
Seguramente a EPN, como a cualquier presidente de cualquier país, le preocupa cómo se evaluará su mandato, cómo le “juzgará la historia”. Pues por ahora no hay mucho que argumentar: el veredicto está dado, y por razones tanto morales como políticas, es condenatorio.
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* El autor de esta columna va a salir fuera del país, y por una semana suspenderá su colaboración.