Jorge G. Castañeda
Junio 10, 2020
Tras Obama y Trump: a favor del pecado original
Se esperaba que el advenimiento de un presidente negro no sólo cambiara a fondo el tema de la raza en la sociedad norteamericana, sino también lo que el resto del mundo opinaba de ella. La reacción nacional que desató Obama, a pesar de sus mejores esfuerzos, demuestra que se trataba de esperanzas ingenuas. Henry Louis Gates Jr. sugirió al respecto: “Pensándolo en retrospectiva, alrededor de dos años después de la elección de Donald J. Trump, la idea de que un negro en la Casa Blanca –y en una presidencia tan exitosa como la suya– podría augurar el final del tema de la raza y el racismo parece ingenua y ahistórica. […] ¿Quién habría predicho que la elección del primer presidente negro se convertiría en un punto focal para desatar un aumento drástico de la expresión pública de algunos de los más antiguos, desagradables y vulgares aspectos de la animosidad de la supremacía blanca contra los negros?”.
Resulta obvio que Obama no fue responsable de esa situación; tal vez haya hecho más por la causa de los afroamericanos que cualquier otro presidente desde Lyndon Johnson. Sin embargo, su sucesor volvió aceptable el racismo explícito en muchos círculos de la sociedad estadunidense. Ahora, el tema de la raza resulta más presente que nunca en Estados Unidos. El debate sobre el peso de la historia y la esclavitud se muestra más actual que nunca. La discusión de políticas públicas para superar los obstáculos hasta ahora insalvables para lograr la igualdad entre razas se ha vuelto más intratable que antes, aunque se deba a que se han intentado tantas estrategias en vano.
Aunque la cuestión de la raza abarque a todas las personas de color en la Unión Americana, incluyendo a grupos más allá de los afroamericanos, como los hispanos, asiaticoamericanos y nativos americanos, entre otros, me concentraré en cómo afecta al segmento de la sociedad en el que más han pensado los extranjeros. A excepción de la tragedia de los nativos americanos, que empezó a principios del siglo XVI, el racismo contra los negros constituye la manifestación más antigua de ese odioso sentimiento e ideología en el continente norteamericano. Debido a la esclavitud, resultó la más malvada y dañina, lo que no significa que los migrantes chinos y mexicanos o los nativos americanos no hayan recibido, en distintos momentos de la historia, un trato igualmente aborrecible. Un observador mexicano muy versado, obsesionado con lo que él llamaba el advenimiento de la “raza cósmica”, detectó el racismo antiasiático presente en muchos círculos estadunidenses a finales de los años cuarenta. Vasconcelos lo describió así: “En los Estados Unidos rechazan a los asiáticos; […] lo hacen porque no les simpatiza el asiático, porque lo desdeñan y serían incapaces de cruzarse con él. Las señoritas de San Francisco se han negado a bailar con oficiales de la marina japonesa, que son hombres tan aseados, inteligentes y, a su manera, tan bellos, como los de cualquiera otra marina del mundo. Sin embargo, ellas jamás comprenderán que un japonés pueda ser bello”.
La supremacía blanca contra los afroamericanos constituye la parte menos fluida de la ecuación, pues oleadas sucesivas de migrantes asiáticos y latinos llegaron a la Unión Americana y empezaron a ascender por la escala social. La disparidad entre ellos y los blancos ha disminuido, mientras que la brecha entre blancos y afroamericanos persiste, sin haber cedido durante los últimos cincuenta años. En 2019, los ingresos familiares medios generales en Estados Unidos se estimaban en 50% más altos que los de los negros, una diferencia casi idéntica a la de medio siglo antes. Pero los de los asiaticoamericanos resultaban 50% más altos que los de todos los norteamericanos, y muy por encima de los de los blancos. Los latinos, por su parte, habían superado a los afroamericanos por casi 30%. La brecha entre latinos y blancos no ha variado mucho desde 1970 –ha disminuido 5%–, pero eso se debe en parte al flujo de mexicanos indocumentados entre finales de los años ochenta y 2008, que llegan con bajos ingresos y riqueza. Las cifras para la riqueza media por hogar se muestran análogas. En 2014, los blancos sumaban 130 mil 800 dólares; los hispanos, 17 mil 530; los afroamericanos, 9 mil 590. Otro dato muestra la misma tendencia: la proporción de familias latinas con un patrimonio neto cero o negativo cayó de 40% a 33% entre 1983 y 2016.
Por último, conforme los latinos en particular se convierten en minorías grandes o en grupos de minoría mayoritaria en muchos estados, y aunque la discriminación persista incluso en California, se ha logrado un progreso innegable. Lo mismo no parece aplicar a los negros. Resulta absurdo y doloroso pensar siquiera en términos de más o menos racismo, en particular en tiempos antimexicanos y antimigrantes. Pero el dilema básico de Estados Unidos se mantiene igual que hace ochenta años con Myrdal, hace ciento cincuenta años tras la Reconstrucción, y cuatrocientos años, cuando arrojaron a los primeros esclavos a las playas de Virginia.
* Este es un fragmento del capítulo Raza y religión, a su vez parte del ambicioso libro de Jorge G. Castañeda sobre la historia y el ethos profundo de ese país: Estados Unidos: en la intimidad y en la distancia, que será publicado este verano por Penguin Random House en castellano y por Oxford University Press en inglés, con el título America through Foreign Eyes, versión que ya está disponible en Amazon.