EL-SUR

Jueves 18 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

I

Silvestre Pacheco León

Enero 17, 2016

Cuando Adela me dijo que quería terminar nuestra relación era un día viernes de diciembre por la mañana. Ambos viajábamos en auto al puerto de Acapulco.
Aunque su determinación era algo esperado, de todos modos su anuncio me tomó por sorpresa, y permanecí callado, pensando, sin encontrar el modo de responderle.
Ella en seguida concluyó:
–Quiero que te vayas de la casa.
Bajábamos la cuesta de la montaña de Chilpancingo al municipio de Juan R. Escudero, mejor conocido como El Ocotito, nombre derivado, quizá, del pequeño bosque de ocotes que crece en la ladera.
El sol alumbraba radiante la vegetación de verde intenso.
Cuando al fin pude responder lo hice evadiendo el tema, comentando algo sobre el tiempo en el que todos los tonos del color verde están presentes en el campo, los frutos de las plantas que confunden sus olores con el de las flores.
Después ninguno de los dos volvió a mencionarlo, y seguimos hablando de la belleza del paisaje, del pequeño bosque de pinos y encinos que sube por la escarpada pendiente, y del lago apacible que se mira al principio del llano.
Diciembre es el mes del mejor clima en la capital del estado, pero en ése año era imposible disfrutarlo por el ambiente violento que todos vivimos.
Finalizaba el 2014 con una serie de acontecimientos en el estado cuyos cambios todavía nadie ha podido evaluar.
Fue el año de la emergencia de las policías ciudadanas que con las comunitarias surgieron de los pueblos con el afán de enfrentar la inseguridad que el gobierno era incapaz de combatir.
Estaba reciente el impacto de los ciclones Ingrid y Manuel con sus lluvias que colapsaron caminos y puentes, que inundaron y desaparecieron pueblos, donde la gente pobre pasó a ser damnificada.
Cuatro meses atrás habían desaparecido en Iguala 43 estudiantes de la normal de Ayotzinapa, en un ataque injustificado en el que perdieron la vida seis personas y hubo varios heridos, hecho reprobable que descubrió la complicidad que existe entre el crimen organizado y el gobierno.
Chilpancingo se convirtió en un territorio sin autoridades ni ley, a pesar de los cientos de policías federales que llegaron para contener las movilizaciones y destrozos de las organizaciones radicalizadas contra los excesos del gobierno.
La Autopista del Sol, que permite el cruce de la capital y comunica al puerto de Acapulco era el territorio de la disputa entre las llamadas fuerzas del orden y los grupos movilizados por la protesta.
Total que la gente vivía temerosa, sin gobierno al frente y a merced de la violencia que ejercían los dos bandos.
En ese ambiente mi periódico me había encargado cubrir algunos temas políticos sobresalientes y esa era la razón de mi viaje al puerto de Acapulco.
Se había anunciado la presencia de un grupo de intelectuales de izquierda venidos de la ciudad de México, invitados por el gobernador interino, quien a toda costa buscaba los medios para contrarrestar la convocatoria de las organizaciones sociales que llamaban a boicotear las elecciones federales y locales programadas para el año siguiente.
Habíamos planeado con Adela almorzar en el puerto teniendo a nuestro alcance la vista de la bahía. Mientras ella se abocaba a realizar los trámites para la renovación de su pasaporte yo haría mi trabajo, pero no todo salió como lo planeado por el retraso que nos ocasionó la toma de la caseta de peaje de Palo Blanco.
Esa mañana cuando llegamos al lugar notamos cierto forcejeo entre los grupos que tenían tomada la caseta, se disputaban el control de las cooperaciones y el decomiso a los camiones que transportaban productos comestibles y de limpieza.
En la disputa ganaron los del grupo que parecían tener el control de la gente que vende en los puestos aledaños, porque miramos que los estudiantes se retiraron pronto en los autobuses que los transportaban.
Los que se quedaron con el control de la caseta siguieron en lo suyo.
Los periodistas que llegamos a la caseta fijamos nuestra atención en el hombre que parecía el jefe y dirigía la operación solo con señas.
Se cubría la cara con un pasamontañas, semioculto en uno de los pilares de la caseta.
Con señas se dirigió a los periodistas para indicarnos que no quería que tomáramos fotos.
En un momento el hombre se mostró molesto contra uno de sus compañeros que vestía a la usanza narco, su gorra llamativa, cinturón piteado, botas picudas, con un chaleco antibalas, el radio y la pistola a la vista, fajados en la cintura. El jefe lo reconvino por el descuido y lo mandó de regreso hasta la camioneta de estaquitas en la que había llegado, ahí dejó parte de su indumentaria, y luego se confundió con los del grupo.
Adela y yo miramos el altercado cuando el chofer de un tráiler dijo que transportaba materias primas para comida japonesa, sacó la mano con billetes que ofreció a los del boteo para que lo dejaran pasar, y entonces uno de los jóvenes le arrebató el dinero mientras los demás lo obligaban a bajarse del vehículo y entregar su contenido.
Toda la mercancía que decomisaban la cargaban en camionetas que luego se dirigían a los pueblos vecinos, cubiertas con lonas.
Cuando consideramos que habíamos visto suficiente, continuamos nuestro viaje comentando lo que habíamos presenciado.
Adela guardaba sus reservas sobre la justeza de las protestas que consideraba mal encaminadas, sin embargo, siempre daba gustosa su cooperación en cualquier reten donde pedían.
Ella era maestra jubilada y estaba en contra de la venta y herencia de las plazas aun cuando sus compañeros le hacían ver que el manejo sindical de las plazas era una conquista laboral, que así lo hacían los petroleros, los electricistas y en todas las dependencias del gobierno.
De todos modos mi compañera no cedía en su postura, aunque estaba también en contra de la llamada reforma educativa “punitiva”, sobre la que siempre argumentaba que daría al traste con los derechos laborales de los maestros y la gratuidad de la enseñanza.
Casi al medio día llegamos al puerto para almorzar en un restaurante de la Costera, frente a las playas ausentes de bañistas.
Adela y yo recién nos habíamos mudado a la capital del estado para atender la exigencia del periódico en el que yo trabajaba, el cual me demandaba movilizarme a diferentes regiones del estado siguiendo los temas políticos del momento.
La idea de aprovechar esos recorridos para conocer cada región del estado era algo que nos apasionaba como pareja, porque disfrutábamos tanto del paisaje, las tradiciones, como de la comida, pero ahora que la oportunidad se nos presentaba, había otras causas más profundas que empujaban a la separación.