EL-SUR

Jueves 18 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

RECUENTOS

Silvestre Pacheco León

Febrero 07, 2016

Mientras veía a Suria en la primera fila entrevistando a Juan Villoro me envolvió su perfume de selva y el recuerdo de la última vez que nos vimos.
Suria me rogaba que me fuera con ella a la Ciudad de México.
Deja este pueblo de salvajes que no tiene remedio, me decía incitándome sobre las ventajas que tiene vivir en el corazón de México.
Si su propuesta de hace 10 años sigue en pie, no la pensaré dos veces, me repetía mentalmente mientras miraba sus sensuales movimientos que distraían a cualquiera.
No sé si podría vivir en aquella ciudad tan grande e insegura. Ni siquiera es un estado, y sus habitantes apenas son medio ciudadanos.
Cómo es posible que tengan un jefe de gobierno en vez de un gobernador, y que sus diputados sean asambleístas, joder.
Así le contestaba provocadoramente evadiendo su propuesta y las verdaderas razones que ataban mi vida al puerto como padre de familia y esposo de Adela.
Ni pensar en dejar a mis dos niñas y a su madre, que eran las razones de mi vida. En realidad, esos eran mis sentimientos de entonces, aunque mi mujer tuviera otra opinión.
Adela no lo sabría nunca, pero me batí como los machos para pasar por encima de aquella proposición que me hacía esta mujer que era engendro de ángel y demonio.
Bueno, me dijo al despedirse, tienes todos mis datos para localizarme. Ni siquiera me avises de tu llegada, porque te estaré esperando.
Suria sabía que estaba casado y conocía de cerca mi relación con Adela. A las únicas que le faltó conocer fue a Sol y Luna, mis hijas que entonces estudiaban la preparatoria.
Después de la entrevista a los intelectuales, redactamos nuestras notas en el mismo lobby del hotel, comiendo y escribiendo. Teníamos urgencia de terminar el trabajo.
Como si lo hubiéramos acordado de antemano, apenas enviamos nuestras notas al periódico, nos dirigimos a Punta Diamante, (dizque para estar más cerca de la salida a Costa Chica en la mañana siguiente), íbamos sin dilación al reencuentro, con ganas de recuperar los años ausentes.

El príncipe ruso

Te extrañé un chingo Lujuria, le dije recordándole el apodo que rima con Suria.
Yo también, mi Príncipe, por eso quise venir a verte, quería saber si no me habías olvidado.
En confianza me llamaba Príncipe Kropotkin, como el anarquista y propagandista ruso. Lo decía con el acento francés que la hacía más atractiva.
Lujuria y Kropotkin, como nos llamábamos, eran nuestras claves de nombres, y la historia de esos sobrenombres nuestro secreto.
Ese apodo que me endilgó tenía su historia. Cuando Suria me conoció, yo tenía la barba larga y negra como el anarquista ruso en sus años mozos. El nombre era algo que también compartía con el autor de La conquista del pan, Pedro y Piotr, y casi hasta el apellido de Contreras, que forzándolo un poco podría pasar por el ruso Kropotkin.
Quién iba a imaginarse que apenas en el intercambio del saludo, en vez de repetir mi nombre de pila (Pedro Contreras, le dije al estrechar su mano), esta mujer me bautizara con el apodo de aquel filósofo anarquista que yo admiraba. Eso no podía ser una coincidencia, le comenté después.
Ella me confesaría que antes de venir a Guerrero había leído uno de mis artículos donde comentaba el libro de la Moral anarquista, y que cuando me conoció y escuchó mi nombre, le vino a su mente, quien sabe porqué, la figura de aquel científico y activista ruso que vivió en la segunda mitad de 1800.
?Te miré la misma actitud entre beatífica y valemadre del aristócrata ruso, me dijo.
En eso pensaba, repasando de memoria lo que había sido mi relación con esa mujer venida de la Ciudad de México que ahora volvía a tener a mi alcance.
Nada mejor que sorprenderla con mi disposición a seguirla donde fuera, como me lo pedía hace 10 años.
No lo dudé más y casi llegando a la Cima, cuando estaba a punto de contarle sobre mi nueva situación personal, se produjo aquel rechinido de llantas, luego el volantazo, seguido del enfrenón, que nos dejó casi sobre el morro de asfalto tirado en la carretera, en la cuesta de Puerto Marqués.
Siempre es lo mismo, y en eso también todas las autoridades del país se parecen, dijo molesta refiriéndose a las lentas obras de reencarpetamiento de la carretera escénica durante esa época de vacaciones.
¿Qué te parecieron nuestros intelectuales?, le pregunté mientras le acariciaba la pierna para que volviera al buen humor.
Bueno, a mí me sigue gustando Villoro. Es un chavo chingón. Escribe padrísimo y entretenido.
Pues ni tan chavo, ya está madurito, pero coincido contigo.
Es brillante, de eso no cabe duda. Dime quién de los que simpatiza con la vía armada puede responder a los argumentos de Villoro.
Bueno, lo que dijo sobre el Che imaginando su reflexión antes de ser ejecutado me pareció muy poético y contundente, aunque el más contento ha de ser Rogelio Ortega, ¿no crees?
¿Sabes que el único consuelo que tengo cuando te extraño lo encuentro en la bahía de Acapulco?, le dije, restando importancia a su pregunta.
ímelo, me gusta escucharte, y luego me explicas por qué cabrones dejaste de buscarme.
Es por el color de tus ojos, y no me ahogo en ellos sólo porque aprendí a nadar.
Cuando llegamos al hotel ya era de noche y todo lo que queríamos decirnos (y hacernos) lo dosificamos desde que abrimos la puerta de la habitación.
Suria era la misma de siempre, juguetona, caprichosa y también dócil; su hablar, casi un susurro en mi oído, me seguía enloqueciendo y me hacía olvidar sus años de su ausencia.
En uno de nuestros recesos creí encontrar el momento adecuado para platicarle mi nueva situación personal.
Cómo ves que Adela me ha pedido separarnos.
Pero hemos estado separados, cariño.
¡No juegues! Me mandó a la chingada.
Eso le dije mientras ponía en su mano el curioso lápiz de madera que ella utilizaba a modo de peineta para recogerse el pelo cuando el sudor lo pegaba a su cuerpo.
Después me miró con sus grandes ojos azules y una expresión que pareció el inicio de un viaje con el que pretendía alejarse del lugar para evadir el momento.