EL-SUR

Jueves 02 de Mayo de 2024

Guerrero, México

Opinión

Recuerdo de un fracaso

Andrés Juárez

Marzo 09, 2018

Alguna vez malogré un proyecto. Era muy joven e inexperto, el entusiasmo, las buenas ideas e intenciones nunca son suficientes. El Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente invitó públicamente a expertos para establecer sistemas agroforestales en la Montaña de Guerrero. Concursé con una propuesta técnica, gané la licitación, formé un equipo de trabajo y nos fuimos a vivir a la Montaña. Recorrimos lomas, cerros, barrancos y ríos. Iliatenco, Malinalpetec, Paraje Montero, Tlapa, Xochiatenco, San Miguel del Progreso hasta San Luis Acatlán. Los paisajes y los días de aquellos meses inundaron las hojas de nuestros cuadernos con formas y colores de la luz indescriptibles. Pero antes de ponerme aún más bucólico debo confesar: fracasamos.
La idea era sencilla. Formar grupos de trabajo en comunidades marginadas con problemas de degradación de los suelos agropecuarios y de la cubierta forestal, para transitar a sistemas con intensificación sustentable, de tal manera que detuvieran la deforestación, se formaran corredores biológicos y se incrementara la diversidad de productos en el tiempo y en el espacio. Producir más y distintos productos en el mismo pedazo de tierra.
En aquellos días la violencia en Guerrero no llegaba a los niveles de espanto en los que ahora está envuelto el estado. El alcoholismo en las comunidades rurales, la desnutrición infantil y los canales de mercado endebles para productos locales eran temas usuales en las conversaciones colectivas de las localidades donde pretendíamos establecer “módulos demostrativos de agroforestería”. Ya no sé qué tan difícil es llegar a esas localidades hoy sin pasar por retenes de policías comunitarios o transitar bajo la amenaza de la delincuencia organizada. Eran tiempos en los que ni siquiera en el bravo filo de la sierra mayor del estado se percibía la zozobra actual. Y aun en ese escenario el fracaso fue rotundo.
Durante meses intentamos sensibilizar, capacitar, impactar en la supraestructura de los productores agropecuarios de pequeña escala para que sus parcelas transitaran hacia una intensificación productiva sustentable mediante sistemas que combinan árboles maderables, frutales, cultivos anuales y producción de hortalizas. La complicación era simple y enorme: al menos cuatro generaciones habían aspirado a un modelo de producción de monocultivos, mecanizado y para el gran mercado, sin contar con los recursos primarios suficientes. Es decir, no se trataba de subsistencia –que lo era– sino de apariencia y aspiración, llegar a ser el campesino que el modelo les había incrustado en la cabeza. Incepción campesina de fin de siglo.
Al final, reportamos lo avanzado –un poco de sensibilización en escasos grupos–, vagos acuerdos de comenzar a establecer sistemas, algunas parcelas demostrativas. El PNUD sancionó según las cláusulas del contrato y nadie del equipo ganó mucho más que una gran experiencia.
La resistencia campesina por transitar al modelo propuesto tenía como origen, desde mi estrecho punto de vista, dos aspectos fundamentales.
Primero, una traición sistémica (aunque nosotros no éramos parte del Estado ni del gobierno, éramos parte del sistema): durante los últimos 50 años los habíamos empujado a un modelo de producción y de consumo basado en la demanda de energía y tierras, con el incentivo de que podían llegar a vivir como los grandes terratenientes, que la parcela sería vehículo de movilidad social, y ahora les venían a decir lo contrario, que los modelos diversificados de producción se orientan a la subsistencia, a consumir lo producido dentro de la misma parcela (dejar de consumir productos externos industrializados, con la idea subyacente de que la comida de la parcela es de pobres e indios, es decir, racismo y clasismo en interacción).
Y segundo, la cantidad de trabajo que requiere el establecimiento de sistemas diversificados de producción agrícola, pero sobre todo pecuaria.
Casi 15 años después, me vuelvo a encontrar frente al mismo reto. Aunque en este caso los productores de Chiapas tienen mayor experiencia y el tipo de agricultura –tropical versus agroforestería templada de la Montaña de Guerrero–, el reto se nos impone mayor: conseguir que los productores consigan manejar los excedentes de producción diversificada de tal manera que les resulte atractivo intensificar sustentablemente el uso de parcelas, detener la deforestación de los ecosistemas y mejorar tanto la alimentación propia como colectiva a nivel local.
Una de las causas de aquel fracaso fue partir desde el romanticismo. Los productores agropecuarios no son solamente guardianes de los ecosistemas más valiosos del continente sino seres humanos con necesidades básicas, debilidades y, sobre todo, deseos (tan válidos y tan complejos como los de cualquier otro). Si cualquiera de nosotros sucumbe ante la seducción de acumular para acceder a satisfactores materiales, ¿por qué les exigimos a los campesinos que transiten por la vida mutilados de esa aspiración o con deseos suprimidos por la imposición de un modelo romántico de vida campesina? Cuando ni siquiera los facilitadores del ruralismo somos capaces de vivir tal fantasía. Mejorar la calidad de vida de esos campesinos y conservar los ecosistemas es el reto frente al que cualquier gobierno o sociedad se debe colocar con pies de hierro, con mayor voluntad política para crear modelos más humanos y menos de mercado.