EL-SUR

Jueves 18 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Retenidos por los sicarios

Silvestre Pacheco León

Marzo 13, 2016

El primer indicio que nos sobresaltó llegando al retén de la carretera de Cruz Grande, en la Costa Chica de Guerrero, fue la falta de identificación de los hombres armados que lo establecieron.
Es cierto que vestían uniformes militares, pero la aguda observación de Suria sobre la procedencia alemana del arma moderna que portaba uno de los guardias, nos puso sobre aviso de que, ni eran militares auténticos y tampoco policías ciudadanos, y menos comunitarios.
Cuando se dio el altercado con el hombre que nos prohibió tomar fotografías caímos en la cuenta de que se trataba de un retén instalado por miembros del crimen organizado.
Para confirmarlo llamé a mi periódico y a las corporaciones policiacas del estado. Ninguna sabía de algún operativo en la zona, y mucho menos la identidad del grupo que nos retenía en la carretera.
Estábamos a merced de la delincuencia organizada, contra la cual ningún razonamiento o reclamo sobre la ilegalidad de su acción podría ser reclamada con el argumento del derecho constitucional al libre tránsito.
A esa conclusión llegamos Suria y yo, decididos frente a esas circunstancias, a tomar con entereza la situación, como lo hace la mayoría de las personas que transitan por las carreteras y caminos del estado, pensando en no dejarnos amedrentar frente a quienes se imponen mediante la fuerza de las armas.
Cuando volvió hasta nosotros el hombre que nos había pedido las identificaciones, ahora con la orden de que le entregáramos los documentos del vehículo, Suria y yo protestamos.
–Para qué quieren los papeles del carro, si ya tienen nuestras identificaciones, es un auto rentado.
–Esas son las órdenes del jefe, dijo el hombre en posición de exigencia.
Sin más opción de nuestra parte, optamos por entregar los documentos mientras en vano buscábamos entre los automovilistas algo o alguien que nos pudiera ayudar, (quizá un milagro, pensamos después con cierto sonrojo).
Hasta el momento ninguno de los que mandaba al grupo de sicarios había requerido nuestra presencia, y eso nos alentaba en la idea de que pronto podríamos proseguir el camino.
Pero como si lo pensado hubiera sido una invocación para que sucediera lo contrario, ahora fueron dos hombres quienes llegaron hasta nosotros con la orden de llevarnos ante el jefe.

La foto incriminatoria

Un escalofrío de miedo recorrió mi cuerpo, pero me sobrepuse en el acto pensando que era mi responsabilidad velar por la integridad de Suria, quien por primera vez parecía compartir conmigo esa sensación de impotencia y de resignación que se refleja en el rostro de las personas cuando dejan en manos de la suerte un futuro irremediable.
Decidido a salir avante de esa circunstancia fortuita, tome la mano de Suria tratando de trasmitirle seguridad a cambio de una sonrisa que en ése momento me pareció el colmo de las satisfacciones.
Llegamos ante el jefe de los sicarios que estaba sentado en una silla, alejado del calor, bajo la sombra de un guamúchil.
El jefe era un hombre alto y robusto, de pelo corto y uniforme militar, con todos los implementos de quien dirige una campaña.
Nos saludó con amabilidad y luego nos preguntó de dónde veníamos, a dónde y con quien íbamos, y la razón de nuestro viaje.
Le dijimos que veníamos de Acapulco haciendo un reportaje sobre los atractivos turísticos de la zona por encargo de nuestros periódicos y que en Ayutla visitaríamos a las autoridades municipales.
Sin mostrar mayor interés por nuestra respuesta el hombre pidió la cámara de Suria para revisar las fotos tomadas.
–Las fotos son mías y no veo la razón de mostrárselas, dijo Suria con seguridad tomando en sus manos la cámara que colgaba de su hombro.
Sin cambiar su gesto el jefe de los sicarios quiso justificar su petición con el argumento de que tenía la responsabilidad de cuidar el territorio contra la intromisión de enemigos.
–Compréndanme, nosotros estamos aquí para cuidar.
–Pues de nosotros no tienen que cuidarse, y tampoco requerimos de su cuidado, respondí con aplomo.
–Tengo que asegurarme de que no lleven fotos comprometedoras.
–Le aseguro que no tenemos nada que los pueda comprometer, dijo Suria mientras venía a mi memoria el instante en que la miré apretando el obturador de su cámara para fotografiar al hombre armado que la seguía.
Cuando dos de los guardias se acercaron amenazadores a nosotros nos dimos cuenta que nuestras palabras no eran argumento suficiente para disuadirlo, y no nos quedó más recurso que acceder a que la revisara.
–Les advierto una cosa, dijo amenazador el jefe de los sicarios, mientras tomaba la cámara de manos de Suria: si encuentro que han tomado fotos del retén, ustedes ya no podrán irse.
–¿Y si no encuentran nada, podremos continuar nuestro camino?, le respondió Suria.
–Les doy mi palabra.
En vez de sentirme aliviado al escuchar al jefe de los sicarios, creció mi aprehensión. ¿Y si Suria ha olvidado que tomó la foto?, pensé.
Mientras el jefe del grupo manipulaba la cámara buscando la memoria, pensé en la posibilidad de que no la encontrara, pero el entusiasmo duró poco.
–Aquí están las fotos, dijo el hombre al fin, sin saber que mis nervios se ponían de punta mientras procedía a revisarlas.
Cuando miré la tranquilidad de Suria esperando a que el hombre recorriera la memoria de la cámara, mi temor se transformó en desconcierto. ¿Será que borró la foto?, me pregunté intrigado.
Aparte de que nuestro aplomo no había sido suficiente para vencer el resquemor del sicario, hice las cuentas de que estábamos ante dos hechos que agravaban la situación: uno, la negativa de Suria de haber tomado una foto comprometedora; dos, la foto misma que delataba una acción premeditada de nuestra parte en contra del grupo .
Manipulando la cámara frente a nosotros para revisar cada una de las fotos guardadas en la memoria, en cada clic que daba el jefe de sicarios crecían mis nervios pensando en que la siguiente fuera la incriminatoria.
Al fin el hombre terminó de revisar las fotos, se levantó del asiento tomando instintivamente la cacha de su pistola. Yo creí que llegaba lo peor, pero sorpresivamente, en lugar de dar la orden a su escolta para detenernos, miró a Suria indiferente, le regresó la cámara y luego ordenó a uno de sus guardias devolvernos las identificaciones junto con los papeles del auto.
–Váyanse, nos dijo el jefe de los sicarios.
Con el alma vuelta al cuerpo Suria y yo casi corrimos hasta el auto, subimos rápidamente y arrancamos sin voltear hacia atrás, manejando lo más rápido que se podía para alejarnos del lugar.
Cuando nos sentimos bastante lejos del retén Suria adivinó mi pregunta.
–Sólo cambié la memoria de la cámara, me dijo con un beso en la mejilla. La foto del sicario la traigo aquí, señalando la bolsa de su camisa de donde extrajo el diminuto dispositivo.