Lorenzo Meyer
Agosto 24, 2017
En su último libro, David Ibarra hace la disección del neoliberalismo real y lo encuentra deficiente en lo económico e indefendible en lo moral. Sus defectos alientan la perpetuación de un círculo vicioso que lo hace cada vez más intolerable.
Como periodista amenazado, Héctor de Mauleón debe recibir la solidaridad general.
La globalización actual “constituye la americanización del mundo”, (Robert D. Kaplan, The revenge of geography, N.Y., Random House, 2012, p. 331), y en nuestro país fue un puñado de políticos encabezados por Carlos Salinas de Gortari, quienes decidieron “americanizarnos” vía, sobre todo, de un Tratado de Libre Comercio de la América del Norte (TLCAN). Ese instrumento se vendió como un “ábrete sésamo” al mundo desarrollado. Washington facilitó la fantasía al apoyar que México fuese admitido en un exclusivo club de países ricos: la Organización de Cooperación y Desarrollo Económicos (OCDE).
Si el proyecto neoliberal impulsado por los gobiernos de Estados Unidos e Inglaterra en los 1980 puede considerarse, por sus efectos, como equiparable a la revolución industrial del siglo XVIII, entonces los efectos de este modelo inspirado por las ideas de la escuela de Chicago y que apostó por superar al Estado benefactor, es una revolución que hoy ya necesita ser superada. Y es que para quienes no están en el decil más alto de la tabla de distribución del ingreso mundial, es decir, para el 90 por ciento de la humanidad, los resultados del neoliberalismo no han significado un cambio positivo en su forma de vida y ni en su horizonte.
Las razones para exigir un cambio de fondo en el actual modelo económico mundial son de índole moral y material. Y el último libro de David Ibarra, Mercados abiertos y pactos sociales, (México: FCE, 2017), puede ser visto como un manifiesto para sostener la exigencia de esa transformación de la “americanización” mundial.
David Ibarra, como secretario de Hacienda de José López Portillo, vivió desde dentro del aparato de poder la agonía de la economía protegida mexicana –la que en su mejor momento llevó a un crecimiento promedio del PIB del 6 por ciento anual– y luego fue testigo y estudioso de los efectos del nuevo modelo neoliberal, que, entre otras cosas, privilegió en grado extremo al sector financiero, que sólo ha logrado un crecimiento promedio del PIB del 2 por ciento anual y que mantiene a México como miembro de pleno derecho, no de la OCDE, sino de los países que se mantienen en el subdesarrollo.
Ibarra resume así lo logrado por el neoliberalismo: “hemos derruido buena parte del armazón social que sostenía normativamente la legitimidad de los gobiernos… las constituciones nacionales han sido prácticamente reescritas o sus contenidos subvertidos… En términos más concretos, la abrumadora, interminable avalancha de reformas estructurales del neoliberalismo, explican las desigualdades que se extienden por el mundo”, (p. 24).
Frente a lo anterior, el autor desarrolla, en la línea de Thomas Pikkety, (El capital en el siglo XXI, México: FCE, 2014), una alternativa, una utopía realista, una que parte no de suponer que debe acabarse con el capitalismo, sino reformarlo a fondo, persiguiendo un mínimo de justicia que lo mantenga, a la vez, económicamente viable pero política y moralmente tolerable: “[e]stablecer un ‘impuesto al capital’, llevar a la práctica la renta básica, comprometer al Estado como empleador de última instancia, remodelador de los mercados de trabajo y los regímenes salariales, volver a la tributación progresiva, reestablecer las políticas redistributivas de pleno empleo, de industrialización o de crecimiento…”, (p. 147).
Lo logrado por la escuela de Chicago, que empezó a poner en práctica su proyecto tras el golpe militar de 1973 en Chile, queda bien expuesto y explicado en esa mesa de disección que constituye el grueso del libro de David Ibarra. Para empezar, la soberanía de los estados, sus prioridades nacionales, han quedado reducidas al mínimo. Los contenidos redistributivos de impuestos y gasto público –los grandes instrumentos de la política gubernamental–, se convirtieron en meras “rémoras a la eficacia y competitividad internacionales” y el papel económico del Estado quedó reducido a mantener baja la inflación. No debe gobernar sino apenas coadyuvar a la gobernanza. La esencia de la política, ese “quién obtiene qué, cómo y cuándo”, se le encomendó a un artilugio supuestamente impersonal: el mercado, donde los mecanismos democráticos de la soberanía popular para encauzar la acción de las instituciones públicas, apenas si hacen mella. Y esa es una de las razones del creciente “despego” de las mayorías frente a la democracia formal y sus aparatos.
El mercado como el gran corazón de una economía neoliberal ha llevado, entre otras cosas, a que en este siglo la concentración del ingreso sea casi la del siglo XIX. En Estados Unidos, donde se genera el 22 por ciento del PIB mundial, la tasa real de expansión del ingreso entre 2002 y 2007 fue de 3 por ciento pero mientras la del 1 por ciento más rico fue del 10.1 por ciento la del 99 por ciento restante apenas llegó al 1.3 por ciento (p. 114). Es por ello que los pactos sociales que mal que bien sostenían la legitimidad de los gobiernos –el New Deal en Estados Unidos o la Revolución Mexicana aquí– se vinieron abajo.
El trabajo de David Ibarra es conciso. Tras 23 años de TLCAN y neoliberalismo agudo, México sigue ocupando los últimos lugares en los indicadores de la OCDE. Nuestro país continúa como mero aspirante al desarrollo y plagado de ineficacia administrativa, violencia y corrupción. Ya es tiempo de emprender una revolución para superar la “revolución” neoliberal. Los resultados y el sentido de justicia lo demandan.
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