EL-SUR

Martes 23 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

¿Se acuerdan de las llamadas por cobrar al 090?

Alan Valdez

Agosto 13, 2022

COSAS QUE LA GENTE OLVIDA

 

Le marco a mi abuela. Hace siete años que no la veo. El ritual de siempre. Un par de timbrazos y después su voz de ochenta y siete años cargando quién sabe cuántas devaluaciones del peso frente al dólar, o los cambios de derecha a izquierda y viceversa como si de una coreografía mal ensayada para el festival de primavera se tratara, o todos los cerros verdes de Acapulco en julio, como si las piedras de verdad creyeran en la vida, o todos los cerros tan secos de Acapulco en marzo, como si de verdad las piedras creyeran en la vida.
Le pregunto para que se acuerde, no de mí, sino de ella, cómo se cocina el arroz, y entonces, me da la receta, la misma de cada llamada, pero que siempre termina en un arroz distinto. Jamás, y esto es una obviedad que lo diga, podré imitar el blanco que mi abuela lograba en la olla. El blanco perfecto, al que aspiraron los grandes maestros renacentistas para emular el sudario de Cristo. El blanco que tiene la nieve que nadie ha pisado y que hace que duelan los ojos. El blanco de la leche recién ordeñada y que es símbolo de lo frágil que son los becerros. Un arroz perfectamente esponjoso como el algodón de una enfermera antes de ser utilizado para contener la gota insistente después de la vacuna. Recuerdo, y esta fue mi primera lección sobre conseguir la unidad a partir de los contrarios, que la mejor forma de acompañar ese arroz era con frijoles negros de la olla sazonados con unas ramas de epazote. El laconismo de ese platillo ha constituido para mí, la forma más evidente de mostrar que la simpleza es uno de los sinónimos de aquel sospechoso concepto llamado felicidad.
Me dice que me extraña, y me da las indicaciones que me ha dado desde que soy niño. Pórtate bien. No salgas de la casa sin comer. Salvo que ahora agrega un –No dejes de trabajar, si no no hay para la papa–. Y me despide dándome una bendición en la frente que no veo, pero que imagino el ademán siendo ejecutado desde algún lugar de Arizona por una mujer que ya no puede caminar, pero que me ama, y que yo amo, no por el amor obligado por el lazo de familia, sino por otra cosa más verdadera que la sangre, y que es así de simple: haberme llevado de la mano todas las mañanas a la escuela, enseñarme a mirar ambos lados de la calle, regalarme el perdón después de una travesura, describirme el mar no como algo que hace daño, sino como algo que es parecido al tiempo, porque si pasas mucho rato dentro de él, también te concede varías arrugas.
Pongo el teléfono en mi escritorio. El día ha sido dividido por la llamada. Piedad es el nombre de ella. Cree en Dios, en la Virgen y en los Santos. Sabe poner el altar de muertos respetando cada uno de los significados del color y de las flores, y cómo cuidar la lumbre de las velas para no motivar un incendio. Y, sobre todo, conoce el dolor que deja la grava en los pies desnudos. Yo, su nieto, me llamo Alan. Le tengo miedo a Dios. Hace años que no enciendo una vela. Y pienso que el fuego, a pesar de lo que todos creen, no solo destruye, sino también inaugura la metáfora de esto que torpemente llamamos vida.
Termino de comer, no arroz, sino una cosa recalentada en el microondas, insípida, pero de cierta manera protocolaria con el acto de procurar el bolo alimenticio. Me pregunto mientras reposo la comida, cómo sería el mundo sin los teléfonos. Y sé que antes de que el italiano Antonio Meucci creara el primer teléfono, esa pregunta sería tan fácil de responder leyendo cualquier novela anterior a 1854. Pero soy hijo de los noventas, y es mi derecho a fingir ceguera de un mundo anterior al mío. Total, esa soberbia es necesaria para que el mundo vaya a donde tenga que ir.
Días más adelante me marca mi madre. Me cuenta que después de 30 años en el cerro de la colonia H. Galeana, por fin van a construir una calle. Y en realidad me sorprendo no por la sospechosa generosidad política de pavimentar después de tanta espera y burocracia, sino por otra cosa, y le contesto (reconozco que soy un exagerado, y esto en realidad es parte de la razón por la que escribo) que no solo fueron 30 años sin pavimentar, sino más tiempo, muchísimo más, desde que el universo se creó hace 4 mil 500 millones de años, en el plan de los átomos y su necedad por separarse o chocar, estaba la pulsión de una excavadora dispuesta a tasajear uno de los cerros de Santa Lucía. Solo se ríe, qué más se puede hacer después de ese comentario. Pero yo por un momento, asumo que en verdad llegamos a la conclusión de la calle y su banqueta en frente de nuestra casa porque el mundo aún y en el azar y entropía, nos condujo hasta este momento. Hasta esta página.
Que quede claro que yo no estoy proponiendo ninguna especie de espiritualidad que se fundamente en el destino. Me gusta pensar que tengo un rango de voluntad y acción en el mundo que me permite, no negar mi muerte, pero al menos hacerla más mía, y no una mera imposición divina (sea lo que cada quien entienda por divinidad), o eso es lo que me narro a mí mismo, mientras espero el camión, o a que me despachen el kilo de tortillas.
Ahora me llama mi padre. Vive en Chilpancingo, y él como buen acapulqueño no soporta el frío. Y me platica de lo helado que siente los pies a media noche. Y yo el único consejo que le tengo es que se ponga doble calcetín. Me habla de lo que ha hecho en las últimas semanas. La palabra trabajo se repite casi en cada una de las ideas. Pero también hay un espacio para las risas, en medio de una analogía sobre la perseverancia y el futbol. Algo sobre Hugo Sánchez. Sobre amarrarse bien las agujetas. Sobre mirar hacia en frente, nunca los pies, antes de mandar el centro. Y algo entiendo de esas pequeñas lecciones, pero también, quizá porque no soy tan aficionado al futbol, se me escapa. O quizá porque aún llego al momento de mi vida donde un balón representa una deuda económica, y la portería del equipo contrario sea símbolo de sala de espera en un hospital, y mi camiseta con el número bien rotulado, sean todos los años que aún no tengo.
Hoy hago una videollamada con mi hermano. Es cinco años menor que yo. Usa lentes. Le creció una barba que nadie sospechaba, pero que ahí está. Toma café como si fuera controlador de tráfico aéreo. Entiende el mundo a partir de una lógica que yo no tengo. Él es físico, yo me dedico al oficio de violentar palabras. Me cuenta del calor que hace en Chihuahua. Hago la misma broma de siempre. Si se te acaba el gas, sal a la calle y pon a freír un huevo en el asfalto. No sé si se ríe porque es mi hermano. Intuyo que tal vez sea por eso, porque sospecho que de verdad haya algo de gracioso en la idea de que el calor del asfalto te puede producir quemaduras de primer grado.
De su oficio apenas intuyo algunas cosas, y a él le ocurre lo mismo conmigo. La hiperespecialización de nuestros discursos acaba por convertirnos en islas de sentido. Un archipiélago donde ya no hay comunicación porque nadie está accediendo a las intenciones de explicar el mundo que tiene el otro. Pero de todas formas nos mandamos abrazos. Y nos prometemos vernos pronto en persona, aunque rara vez en el año suceda.
Después de un rato pensando en el recuento de llamadas que he hecho, me doy cuenta de que nunca había hablado tanto por teléfono como desde que comenzó la pandemia. Se volvió un acto que remplazó la ansiedad por la falta de presencia física. Entonces, como nunca la voz adquirió una relevancia que hacía mucho no tenía, sobre todo desde que la digitalización del mundo nos convirtió en devoradores de palabras en las redes sociales.
Es extraño pensar en esto último si repasamos la idea de que casi no hay lectores en nuestro país. Y en realidad, ahora es cuando más lectores existen. Pero aquí cabe una pequeña controversia que quizá no llegue a ningún lado. De esas cosas para decir y esconder la mano. Y es que cuando pensamos en lectores, quien nombra lo que es un lector lo hace a partir de qué tipo de textos lee. Medio elitista la cosa. Porque se asume de antemano una idea jerárquica de la lectura. La buena lectura, la que estimula, la que alimenta el intelecto, la que exige al lector pensarse en tanto que interpreta. Pero proceder de esa forma tiene un intento quizá honesto, pero cuestionable si revisamos que los parámetros de bueno o malo están en constante tensión sobre sus límites y vigencia, y que trata de ser en cierto sentido moralino, o en su mejor consideración, didáctico, por no decir impositivo. En fin, dije aventar la piedra y esconder la mano. Aquí, la última palabra, no la tengo yo, ni el lector. Tan solo el olvido, si acaso.
Comienza a llover. Tengo ropa tendida en la azotea. Subo las escaleras corriendo. Hay varias personas igualmente apuradas. Bailamos la danza del suavizante para telas cuidando no romper ningún gancho. Por momentos también parecemos recolectores de mango cada vez que destendemos calzones y calcetines. Bajo con un bulto de ropa como si cargara hojarasca. Pongo las prendas sobre mi cama, pero regreso a la azotea para ver si no dejé algún trapo olvidado. Sigue lloviendo. Me acerco a la malla de alambre que me da una imagen del mundo en piezas romboides. Saludo a otra persona en otra azotea que también hace lo mismo que yo. Quizá nunca sepa cuál es su nombre, ni ella el mío, pero finjo tener una conversación con ella por teléfono porque evidentemente no tengo nada mejor que hacer.
Me dice, –mira, cuando era niña pensaba que si llovía era porque en realidad llovía en todo el mundo al mismo tiempo. Pero ahora que veo a lo lejos, me doy cuenta de que llueve por partes. Me han mentido, nunca fue solo una lluvia, ni un mismo aire, ni un mismo cielo. Y es triste porque pareciera que uno entonces sí esta separado del resto del mundo. Y yo solo le contesto –¿haz visto cuando llueve y cae sol al mismo tiempo? Es como si uno llorara de un solo ojo y el otro tuviera las arrugas que se producen con la sonrisa–. Se corta la llamada. Me están marcando de verdad. Número desconocido. Contesto. Es el banco. Y yo creía que no le debía nada a nadie. El dinero también debe sentirse solo de vez en cuando.

* Autor de La pérdida de voluntad en el agua (FCE/Tierra Adentro), libro donde se conjuga el verso con largos fragmentos de diferente índole narrativo. Obtuvo el Premio Nacional de Poesía Joven Elías Nandino 2020. Fue beneficiario del estímulo Jóvenes Creadores 2020/2021 del Fonca. Actualmente el escritor acapulqueño-chihuahuense es becario de la Fundación para las Letras Mexicanas.