EL-SUR

Jueves 18 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

¡Se llevaron el pollo!

Silvestre Pacheco León

Enero 10, 2016

El año nuevo empezaba apenas y yo había tomado vacaciones en Zihuatanejo para acompañar a mi hermana que estaba próxima a dar a luz.
En aquel año ya se hablaba en el pueblo de la presencia de los Chicos Malos y me acuerdo que se contaban toda suerte de anécdotas, malas experiencias de gentes conocidas que habían sido víctimas de esos criminales que también se les conoce como la Maña.
A uno de los vecinos lo habían asaltado un día que iba en su carro con un amigo rumbo a su casa.
Dice que se les cerró de pronto un coche con chamacos armados, que les dieron el gran susto pensando que los matarían. Les quitaron dinero, el carro, y luego los amenazaron.
Mis amigos ya no querían ni salir de su casa por el miedo.
Aquel día mi hermana se había ido al hospital en compañía de mi Mamá, para un chequeo médico.
A mí me encargaron ver lo de la comida y me fui al mercado para comprar el pollo porque mi hermana embarazada tenía antojo de un caldo.
Era medio día cuando regresé del mercado a la casa que se había quedado sola, y cuando di vuelta en la esquina me llamó la atención una pareja sospechosa que estaba bajo la sombra de un árbol como esperando a alguien.
Eran dos hombres mal encarados, uno joven y otro viejo. En cuanto me estacioné se acercaron donde estaba mientras le ponía llave a la puerta. Uno llegó por el lado del chofer y el otro del copiloto.
El más viejo me amenazó con un arma puntiaguda, era como un picahielo que puso en mi barriga, y lo primero que pensé cuando lo vi fue que si me herían me moriría de tétanos por lo oxidado que estaba, luego traté de recordar si estaba vacunada.
Con el susto y la amenaza no tuve más remedio que darle las llaves del carro al ladrón, menos el seguro que corta la gasolina, que era una ficha independiente de las llaves.
La ficha del seguro la tiré al patio de la casa vecina porque sabía que sin ella el carro no llegaría lejos.
¡Dame todo lo que traes!, me gritó el viejo, y entonces le entregué 60 pesos que me habían sobrado del billete de 200 que mi madre me dio para el mandado, y el celular.
­–¡Qué llevas en la bolsa!, me preguntó.
–¡El mandado!, le respondí, mientras le entregaba también la bolsa.
Como les pareció poco el producto del robo, el chamaco le dijo a su compañero que se llevaran el carro, entonces les sugerí que mejor el tocacintas, que sería más fácil venderlo, pero estaban tan drogados y borrachos que no podían quitarlo.
Fue entonces cuando se le ocurrió al chamaco que me llevaran con ellos.
–¡Súbela, vamos a llevárnosla para que maneje!
–Yo les dije que no, que me dejaran, que se llevaron todo, menos a mí.
En ese momento pasó un camión repartidor de pan que vi como mi salvación, pero el chofer se hizo el desentendido cuando miró que me asaltaban y siguió su marcha.
Desesperada porque era inminente que los asaltantes me llevaran, veía para ambos lados de la calle buscando ayuda, pero nadie pasaba en ese momento, ningún vecino o conocido que me pudiera auxiliar, hasta que apareció un taxi al que le hice señas que se parara mientras los ladrones trataban de echar a andar el carro.
Como los asaltantes se entretenían intentando quitar el tocacintas y echar a andar el carro, en un descuido que tuvieron, me eché a correr hasta el taxi y le dije al chofer que me estaban asaltando mientras me subía, luego le pedí su celular para avisar a mi papá de lo que sucedía. (Lo bueno es que entonces me sabía de memoria su número).
Por suerte en la esquina siguiente apareció una patrulla a la que le dimos aviso del asalto.
El taxista quería que fuéramos tras la patrulla pero a mí me urgía alcanzar a mi hermana en el hospital pensando en que fuera a regresar y se encontrara a los asaltantes.
–¡Lléveme al hospital por favor!, le ordené al chofer.
Cuando llegamos entré corriendo por el lado de urgencias y ni caso le hice al policía de seguridad.
En cuanto miré a mi mamá y a mi hermana solté el llanto.
–¡Me acaban de asaltar, se llevaron el carro!, les dije mientras me consolaban.
–¡También se llevaron el pollo! recordé con pena.
Mientras tanto mi papá había dado aviso del asalto a la policía quien tendió un cerco en la colonia para detener a los ladrones.
En no más de 20 minutos encontraron el carro que se había parado en cuanto agotó la gasolina.
Los asaltantes no aparecieron, tampoco los 60 pesos, el celular de mi mamá y el pollo que compré para hacerle el caldo a mi hermana.

¡Mire, un huevo!

Con el hambre perenne en la vida de estudiante, a cual más busca la manera de comer, y en aras de conseguir la comida no hay más límite que el ingenio y la determinación.
Los dos amigos, Daniel y Gonzalo, estudiantes de la UAG, compartían en Chilpancingo un cuarto de azotea desde que llegaron de su natal pueblo de Marquelia, y como también eran compañeros de necesidades, a menudo salían juntos en busca de algo de comer.
La visita más socorrida que hacían en la urgencia de conseguir comida era con la señora de la miscelánea ubicada a la entrada del mercado. Era una joven viuda a quien no le disgustaba mucho tratar con estudiantes.
La técnica utilizada para robarle los huevos, que era el último recurso al que recurrían de vez en cuando para no despertar sospechas, era repetida pero eficaz: uno de ellos entraba al negocio, pedía algún producto del estante y cuando la señora trataba de alcanzarlo, al momento de darle la espalda, el responsable del atraco quitaba la tapa al frasco de los huevos y se los lanzaba, uno a uno, al compañero que se quedaba en la entrada de la tienda, quien rápidamente los metía a la bolsa de su pantalón y emprendía la huida.
Con cuatro huevos en cada visita resolvían lo de una comida sin cargo de conciencia porque la verdad la ausencia de esa pequeña cantidad se notaba poco en el frasco.
Pero aquella tarde algo falló en su táctica porque cuando ya estaban puestos los dos amigos en los lugares correspondientes, Daniel que era el encargado de distraer a la viuda le pidió un paquete de galletas que se encontraba en el estante, no muy lejos de su alcance, de manera que la señora volteó antes de lo planeado, sorprendiendo al estudiante en el momento preciso en que sacaba el huevo del frasco a punto de lanzarlo a su compañero.
Antes que la señora reaccionara para entender la acción de los jóvenes, Daniel se adelantó mostrando el huevo a la viuda como si alguna suerte de magia lo hubiera puesto en su mano:
–¡Mire, un huevo!