EL-SUR

Miércoles 24 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Señor gobernador, soy un usuario del transporte, no haré chingaderas

Aurelio Pelaez

Agosto 03, 2006

Confieso que en mis tiempos mozos nunca quemé ningún camión de pasajeros ni apedreé alguna unidad. Esos fueron mis amigos, algunos de los cuales por cierto, hoy son prominentes abogados o funcionarios de gobierno y aprueban el alza del pasaje; viajan en auto y desprecian a los que seguimos usando el camión.
Tampoco marché con mis compañeros de la universidad gritando: “¡Que baje, que baje, el precio del pasaje!”. Si alguien me vio coincidir con ellos es porque no tenía dinero para pagar una dejada y andaba a pata subiendo de la Cuauhtémoc a la Ruiz Cortines para llegar a mis clases en Ciencias Sociales, y cuando por fin me apersoné en el edificio, la escuela estaba vacía.
Entiende uno que El Pulpo camionero tiene que permanecer vigente como uno de nuestros baluartes locales. Qué harían esa veintena de familias que tiene 20, 30 y hasta 40 camiones, si no les conceden un aumento al precio del pasaje. Ya no irían a Las Vegas de vacaciones, o a Houston a su chequeo médico. Y uno siente nostalgia por ellos cuando transita la ruta Hospital-Cima, cuando llega media o una hora tarde a sus consultas en el Hospital General, el ISSSTE o el IMSS.
Ruta Hospital-Cima, una referencia en la currícula académica de los miles que hemos estudiado en ese tramo, donde de manera estúpida están colocadas la mayoría de las escuelas de la UAG; y es que parece que sólo hay dos condiciones para egresar de sus escuelas: llegar y que no nos atropelle un urbano.
Señor gobernador, no haré chingaderas: cinco pesos ahora, son diez si uno tiene ruta normal, y 20 si tiene que tomar dos camiones, como la de venir de la Jardín a la Costera. Más los 40 de los dos hijos que van a la escuela (digamos ruta Mozimba-Hospitales). Total, uno ya está acostumbrado a mal comer. Total, los “empresarios” camioneros también tienen sacrificios: sacrifican a sus choferes obligándolos a cubrir la cuenta y entonces hay tramos en los que uno se enciende el discman y se pone a oír esa de “conductores suicidas”, de un tal Sabina.
Soy un usuario, el camión apesta; le faltan asientos. Debajo hay un hoyo por el cual se pueden admirar los baches; el chofer –a sueldo de un otorrino– pone a todo volumen “móntate en mi caballo, móntate en mi caballo mami…”; su chalán, con más tatuajes que un miembro de La Mara, nos divierte con la acrobacia de llevar medio cuerpo fuera de la puerta; atrás le roban la cadena y el reloj a una estudiante; la unidad compite con tantas otras en presumir su pintura aerográfica más diabólica; lástima, ya le quitaron el video en donde exhibía películas porno a los alumnos de la secundaria, esos a los que espera a puerta de escuela y lleva a dar un rol por la Costera, en tanto que alguna chica se avienta a bailar al “¡tubo, tubo!”, y un viejito acaba de dar con sus huesos viejos al suelo porque la unidad nunca terminó de estacionarse completamente en donde le dio la gana.
Adelante ves cómo el chofer les suelta sus cinco pesos al agente de Tránsito, y no dices nada porque un amigo tuyo que se puso la capa de héroe terminó en el suelo, apaleado por los chalanes del chofer y ningún policía vio nada.
Ante el destino, qué se puede hacer.