Lorenzo Meyer
Mayo 10, 2018
La coyuntura electoral nos da la oportunidad y nos obliga, o debería obligarnos, a reflexionar sobre lo que somos y lo que queremos ser como nación.
En la última centuria, unas elecciones presidenciales mexicanas realmente competidas se decidieron en el campo de batalla; la disputa por la Presidencia fue la causa de las rebeliones de Aguaprieta, delahuertista o escobarista. En otras, el fraude fue un factor decisivo. En 1910 desembocó en una revolución y, más adelante, se hizo acompañar de violencia y falta de credibilidad, como ocurrió en 1929 (Vasconcelos vs Ortiz Rubio), 1940 (Almazán vs Ávila Camacho) o en 1952 (Henríquez Guzmán vs Ruiz Cortines).
Algunas de las elecciones realmente disputadas no necesariamente involucraron a una proporción significativa de la ciudadanía, pero otras sí, como ocurrió, además de 1952, en 1988 (Cárdenas vs. Salinas) o en 2006 (López Obrador vs. Calderón). En estos casos, la división y el encono dentro de la parte políticamente activa de la sociedad mexicana –una porción cada vez más amplia–, fueron hondos y duraderos. En contraste, la división que generaron las elecciones sin competencia real –propias del período clásico del presidencialismo priista–, quedó encapsulada y controlada en la cúpula misma del poder, como sucedió en las sucesiones de 1958, 1964 o 1970, donde el elector fue apenas espectador. La elección de 1976 fue caso extremo: el candidato oficial no tuvo competidor registrado y en la cúpula no hubo tensión, por eso y pese al desastre económico de los tiempos, ganó con el 100% de los votos válidos.
Desde finales del siglo pasado y lo que va del actual, los comicios presidenciales no sólo han sido eventos competidos sino que han involucrado a más de dos candidatos efectivos. En las elecciones de 1994, 2000 y 2012, el fraude y compra de votos se dieron, pero ya no jugaron un papel decisivo, en cambio sí dejaron un sello indeleble en 2006.
En la elección que está en curso, las sombras de una maquinación al “estilo clásico” han vuelto a aparecer en el panorama político. En el mitin del 6 de mayo en la explanada de la sede nacional del PRI, al presentarse al nuevo dirigente de ese partido –un ex gobernador “duro”–, el candidato oficial reiteró su estrategia para mantener el control de Los Pinos: usar el esquema de las elecciones sucias del año pasado en el Estado de México y Coahuila. Otros indicadores son la conducta del Tribunal Electoral al sacar con fórceps a candidatos independientes para dispersar el voto opositor o el empeño de los grandes empresarios de aumentar deliberadamente la sensación de miedo al cambio en la sociedad para detener a López Obrador (El País, 07/05/18).
Hubiera sido de desear que en un ambiente ya de por sí crispado no reapareciera la sospecha de las maniobras ilegales o ilegítimas, pero no es el caso. La imaginación de Sabina Berman, por ejemplo, ya nos ha entregado, en La tentación del fraude, fábulas muy realistas de lo que nos puede pasar de aquí al 1° de julio (El Universal, 06/05/18).
El dictum de Karl von Clausewitz (1780-1831) que define a la guerra como “la continuación de las relaciones políticas, la gestión de las mismas, con otros medios” se puede revertir y considerar, que en una coyuntura como la nuestra, la política es una guerra por otros medios. Y es que lo que está en juego es algo más que un mero cambio de siglas partidistas y de personajes en los puestos del poder público: se juega un cambio de rumbo.
En una discusión sobre la coyuntura política en Gran Bretaña se argumentó que lo más importante en su circunstancia post Brexit, es llegar a determinar qué es lo que realmente es hoy ese país como nación –un ex gran imperio que rechaza su unión con Europa– y qué es lo que aspira a ser. Se trata de una variante del gran dilema que enfrentó el príncipe Hamlet: ser o no ser. Pues bien, la elección presidencial coloca hoy a México en una posición similar a la británica o a la del príncipe danés Hamlet: ser o no ser, seguir aceptando la fórmula política –ese “quién consigue qué, cómo y cuándo”– decidida de tiempo atrás por las dirigencias del PRI y del PAN o intentar ser otra cosa. Esto último implica rupturas que, se insiste, serán pacíficas, pero no fáciles o rápidas ni que estarán exentas de errores o de fallas.
Llegar a ser lo que hoy no somos requiere enfrentar a los intereses creados que han surgido o prosperado en un país de instituciones debilitadas o de plano quebradas, dominado por la corrupción y con regiones sin ley, caracterizadas por una violencia cercana al “estado de naturaleza”. El cambio implica riesgos.
Hoy está muy extendida la idea que el estado que guarda lo público en México no es el deseable. Donde ese consenso se rompe es en el cómo llegar a ser lo que podríamos ser: una comunidad nacional donde las instituciones funcionen según la letra y el espíritu de las leyes. Aspirar a ser “potencia media” ya dejó de ser preocupación significativa, lo importante es no ser una sociedad subordinada a otras, superar desigualdades sociales evitables, dar forma a una economía viable, tener seguridad en la vida cotidiana y una estructura de autoridad –de gobierno– considerada como algo propio y no como la de hoy: una estructura corrupta dedicada a extraer recursos de los más para concentrarlos en los menos.
¿Hay algo de utópico en las líneas anteriores? Sí, pero sin elementos utópico-realistas en el horizonte el presente se hace intolerable y el futuro desalentador.
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