EL-SUR

Viernes 26 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Setenta años

Florencio Salazar

Abril 16, 2019

El mar se mide por olas / El cielo por alas /
Nosotros por lágrimas.
Jaime Sabines

Herman Hess, escritor favorito de mi juventud, escribió que la vida del hombre equivale a la historia de la humanidad. Desde la lucha tremenda del esperma por alcanzar el óvulo, el nacimiento y el crecimiento lleno de avatares hasta llegar al punto ciego, la existencia de todo ser humano es una gran aventura. Cada uno de sus episodios podría relatarse como la mirada sorprendida y el oído atento del homo erectus; la asociación familiar con el descubrimiento de la palabra; la fuga hacia el vecindario y la vida trivial; la organización social y luego el empoderamiento individual; la formación de la familia y del patrimonio; la lucha por avanzar; la angustia de las caídas y la esperanza de alcanzar los sueños. Todo, para que el homo sapiens coloque la mirada y lo perturbe el desenlace.
El tiempo de cada ser humano no es la línea corta, la recta trazada entre dos puntos. Corta o larga, es sinuosa, de altibajos, de ahogos y de oxígeno en los pulmones. La experiencia es enseñanza y de lo que más se aprende es de los fracasos. Caminar sobre tierra plana puede suponer raspones; hacerlo en un acantilado podría ser fatal.
Aprendí que lo más formativo es la curiosidad. Desde que me acuerdo fui preguntón. “No molestes, no seas imprudente”, me decían. De preguntar y oír se llenó mi cabeza de imaginación; y estoy convencido de que mi principal aprendizaje fue la conversación, de acercarme a personas mayores que, con sus pláticas, fueron generosas. Natalia, la costurera de don Eutimio, su sastre, se desesperaba conmigo porque al huraño Rodolfo Neri –le decían El Gato– le preguntaba sobre la rebelión de De la Huerta y que él enfrentó en Guerrero, pues era gobernador obregonista. Don Rodolfo, aclaro, vivía frente a la sastrería de don Eutimio; yo ahí servía de chícharo. La sastrería era como un café, medio mundo acudía al lugar.
Las conversaciones formativas son a través del diálogo y para ello se necesita saber preguntar. ¿Preguntar de qué, a quién, cómo? Mi padre, allá por los años 60, fue presidente de lo que ahora es el INE, presidente de la Comisión Estatal Electoral. Durante la hegemonía del PRI los candidatos a diputados y senadores querían saber si se instalarían oportunamente las casillas, si estaban acreditados los funcionarios, representantes y sobre toda la parafernalia de las elecciones.
En la casa paterna conocí, yo siendo niño, a Jorge Soberón Acevedo, Carlos Román Celis, Caritino Maldonado, Moisés Ochoa Campos, entre otros políticos destacados de la época. Así escuchaba hablar de política, de sus aspiraciones y de su gente (como si fueran reses), de opiniones sobre el bueno para la grande. Años después supe a qué se referían al hablar de la grande.
Mi abuelo Florencio administraba un ranchito ubicado en alguna comunidad de Leonardo Bravo, propiedad de don Eduardo Neri, el Héroe Civil. Don Eduardo, de vez en cuando llegaba a Chilpancingo, para saber cuántos aguacates, que tanto maíz, se había cosechado y dejaba el dinero para los peones. A mí me daba una monedita de níquel de 10 centavos. Eso me permitió, ya en mi juventud, tener con él largas conversaciones sobre la recepción que hizo a Madero en Iguala y su acompañamiento a Chilpancingo; de la Revolución, de su célebre discurso contra Huerta, a quien él bautizó de Chacal, de su experiencia como coordinador de la primera campaña presidencial de Álvaro Obregón.
El primer libro que leí de corridito, gracias a una inflamación de encías y su respectivo dolor de muelas, que me dejó en casa una semana, fue el de Martín Luis Guzmán: Memorias de Pancho Villa, casi mil páginas. Ese libro y la Historia de la Revolución Mexicana, de José Mancisidor, me engarzaron con la épica de los centauros.
De la lectura pasé a la oratoria. Mi principal influencia fueron los dirigentes del Movimiento de 1960. Yo tenía 11 años y todas las tardes iba a la alameda, para escuchar a Juan Alarcón, Juan Sánchez Andraca, Jorge Vielma, Eulalio Alfaro Castro y a Papa Chuy, como le decían al joven líder Jesús Araujo Hernández.
De las preguntas al diálogo, del diálogo a la lectura, de la lectura a la oratoria, de la oratoria a la política, entreverando actividades culturales, el periodismo y la poesía, pasan los hechos en mi memoria como el “Relámpago verde de los loros”, de López Velarde.
Me recuerdo del niño que vo-ceaba Animal Político, de Juan R. Campuzano; el convencido joven que recorrió el estado formando las direcciones juveniles del PRI; al menor de los asistentes a las tertulias de Juan Pablo Leyva y Córdoba; al orador imberbe al que un día llamó el licenciado Alberto Díaz Rodríguez, Oficial Mayor del Gobierno del doctor Abarca Alarcón, para recibir de sus manos dos obsequios sorprendentes: una tribuna de madera torneada semi circular y dos mil pesos para comprar un traje; a don Ausencio Garzón, con quien ganamos la primera elección interna del PRI para presidente municipal; con el entrañable Roberto Gatica Aponte, en quien perdió Guerrero la oportunidad de tener a un excelente gobernador; las diarias sesiones con el ingeniero Manuel Meza Andraca, con el acompañamiento de hasta dos copas de mezcal; a las largas tardes conversadas con el doctor Roberto García Infante; al ajedrez, el café y los libros con Virgilio de la Cruz; a las recomendaciones sobre escritura de don Humberto Ochoa Campos y del maestro Juan de la Cabada; a la aventura de conquistar la fama literaria en la Ciudad de México con Juan Sánchez Andraka, para lo cual él llevaba su talento y yo tres mil pesos.
Recordar a mis amigos gobernadores Israel Nogueda Otero y José Francisco Ruiz Massieu; al ex presidente Vicente Fox. A muchas personas generosas que le dieron oportunidades de vida al muchachito de San Mateo, que yo fui.
De mis defectos no hablo, pues de ellos se ocupan los infaltables malquerientes. Si yo tuviera alguna virtud, me atengo a lo escrito por Díaz Mirón: “El mérito es el náufrago del alma / vivo se hunde pero muerto flota”.
Me sostengo en lo que he tratado de demostrar a lo largo de esta ya larga vida: el conocimiento y la responsabilidad ofrecen oportunidades y éstas se sostienen con honestidad, disciplina y lealtad. Todo, guiado por lo fundamental, las ideas del cambio social.
Y al decir lo anterior, advierto la presencia de Héctor Astudillo Flores, a quien le ha tocado el toro más bravo de la corrida.
El ser humano es un accidente. La tarea, sin embargo, es prevalecer. Para ello, en las horas áridas, frustrantes, incluso amargas, de lágrimas; y en las venturosas, de olas y de alas, hay que cultivar el amor y la familia; sostener el esfuerzo y la satisfacción; tener gratitud, porque los sueños no se logran en el vacío ni anidan en las almas huecas.