Ana Cecilia Terrazas
Julio 10, 2021
AMERIZAJE
A todas las personas que –aunque no lo anden diciendo– declaran tener conversaciones y entenderse con los animales les creo, generalmente, sin dudarlo. (Eso sí, quienes cobran por traducir lo que algunas mascotas dicen realmente a sus dueñas o dueños, me parece que trabajan más del lado de la estafa o el fraude).
Hace algunos días, durante prácticamente nueve horas completas de la noche, caído el atardecer y antes del amanecer, tuve la fortuna de escuchar incesantemente en un segundo plano, un fascinante y rítmico coro de ida y vuelta, con intervalos de silencios, canto y respuesta, de algunas decenas de pájaros endémicos de Sumiya, en Cuernavaca, Morelos.
Quizá no se puede siquiera intentar saber qué comunican o para qué o para quiénes cantan, si son rituales de apareamiento, si es para alejar a otras aves, si son avisos territoriales. Tampoco puedo reconocer si eran ruiseñores, reinitas grandes, búhos. Sí sé que, en las pausas de esta tonada incidental de paisaje sonoro de campo y verano entraban también en la ecuación aural grillos, chicharras, algunos sapos, mosquitos y ranas. El mensaje, indescifrable, se logra esclarecer sin mucho retruécano: “es de noche y acá afuera están ocurriendo algunas cosas en lo que ustedes humanos pueden o deben dormir, descansar tranquilamente, manteniendo su sana distancia de esta zona”.
La comunicación humana, la efectuada entre personas, a cambio, es tremendamente compleja y prácticamente ilegible. Primero están las palabras, la cultura, el contexto, la alfabetización, la comprensión de lo que alguien quiere decir, armados solamente con nuestras biografías y subjetividades, con nuestro propio nivel o campo semántico para intentar resolver el mensaje de ese emisor que siempre estará afuera de nosotros. Además, por si fuera poco, está el archivo del inconsciente que sale o no como puede, sin que nosotros siquiera sepamos, queramos o consideremos deba integrarse a aquello que queremos comunicar.
Por otro lado, como lo han estudiado decenas de investigadores especializados (Desmond Morris, Flora Davis, David Matsumoto, Paul Ekman, el propio Darwin, Haggard e Isaacs), gran parte de la comunicación proviene de las expresiones o microexpresiones no verbales que acompañan el discurso hablado. Los movimientos de cara, los gestos emblemáticos, universales o bien los únicos e individuales. Las manos, las piernas, el cuerpo entero está activamente encendido durante una conversación, ya sea complementando, enfatizando, hablando en paralelo. A veces, incluso, saboteando o negando lo dicho. Hay que hacer entonces una codificación facial, personal, social y quizá aventar una moneda al aire para tal vez, con mucha suerte, comprender algo de lo que la otra persona quiso decir en el famoso cara a cara.
En cambio, cualquiera que desee descifrar la comunicación elemental de un perro, por ejemplo, sabrá que dientes pelados no son tan buena señal y que –aunque se sabe que hay particularidades, variaciones y detalles a observar– la cola moviéndose de un lado a otro es sinónimo de entusiasmo y alegría.
Para los no biólogos ni especialistas, el discernimiento simple del comunicado escueto que podemos hacer de la naturaleza, de los insectos, las aves, los mamíferos y peces, resulta muy gratificante:
La hermosa compañía canora de todas las aves que, con ritmos sincopados o melodías cortas o largas nos deleitan siempre. La mirada de perras y perros que no dejan el menor lugar a dudas. La puesta en sintonía de las chicharras en épocas de calor. Las miradas a través de los ojos de casi todas las aves que nos ven indirecta y noblemente. El llanto de las langostas y el mugir simplón pero claro de las vacas.
Los polluelos que chillan y que no hay que estudiar nada para saber que mueren de hambre. Las colas erguidas de los alacranes como en esgrima. Las arañas y cangrejos petrificados falsamente para no existir. Los aullidos de algunas especies que, indubitablemente, están pasándola no tan bien.
La recomendación veraniega, en este lluvioso 2021, de ser posible, con el objetivo de descansar y gozar, es apagarnos un rato de la producción electrónico-audiovisual e intentar comunicarnos o entender lo que ellas y ellos nos quieren decir: ranas, sapos, gatos, perros, aves, insectos, todo ser vivo que nos rodee y cuyo lenguaje aparentemente desconozcamos. Esto –afirmando la escucha en lugar de negarla– como señala el título de este Amerizaje que parafrasea el cuento ¿No oyes ladrar los perros? de Juan Rulfo, dentro del canónico El llano en llamas.
@anterrazas