Silvestre Pacheco León
Octubre 25, 2015
(Primera de tres partes)
Aunque mis piernas casi se niegan a obedecerme sigo caminando con la voluntad que he de llegar hasta el santuario sin ninguna ayuda, como lo ofrecí.
Salí de mi casa antes que amaneciera, sin nada que me estorbe para caminar más ligero en la orilla de la carretera, voy por el carril de la carretera costera donde los carros vienen de frente, porque dicen que así es más seguro que caminando de espaldas a ellos.
Mi familia solidaria me acompaña siguiéndome en carro para darme aliento, agua y comida en el trayecto.
Voy caminando de Agua de Correa, como se llama mi pueblo en el municipio de Zihuatanejo, a Petatlán que es también cabecera municipal.
Tengo la promesa de llevarle flores a Papa Chuy por el milagro que me hizo de no morir ahogado en el mar cuando el motor de la lancha se averió.
Aunque prefiero pensar en cosas que me distraigan mientras voy como peregrino, mi mente no se aparta de los momentos que viví con desesperación toda aquella noche en el mar, pensando en el riesgo de que una ola volteara la lancha o que alguna corriente marina nos llevara lejos de la costa, sin posibilidad de regresar.
En un esfuerzo por distraer mi mente comienzo a contar cada uno de los pueblos que voy pasando. Ya he dejado atrás el tramo del boulevard del aeropuerto internacional de Ixtapa que conecta al puerto de Zihuatanejo, y cruzado el pueblo del Coacoyul donde saludé a unos conocidos míos que supieron de mi desgracia.
Enfrente de la laguna que está antes de la entrada al pueblo de las Pozas me detengo un momento para beber agua porque el sol comienza a calentar.
Como toda esa parte del camino es terreno plano, avanzo rápido caminando hasta los Almendros por el andador que acaban de inaugurar; luego llego al pueblo de Los Achotes, donde la carretera entronca para ir a la laguna de Potosí volteando a la derecha, y al pueblo del Zarco yendo a la izquierda.
Después sigue San Jeronimito, que es el pueblo más grande ya dentro del territorio del municipio de Petatlán, paso el puente del río que viene de la sierra de Potrerillos, y me detengo en Palos Blancos bajo las frondosas parotas que sombrean el camino. Entonces vuelvo con mis recuerdos de pescador.
La pesca me gustó desde niño, y aunque ahora apenas paso de los treinta años en el oficio, me creía con mucha experiencia como para no pecar de confiado, pero creo que en la vida uno nunca acaba de aprender.
Yo había escuchado muchas historias que se cuentan de compañeros que naufragan o que se pierden en el mar por algún detalle en el que no ponen cuidado. Les gana el exceso de confianza, porque como dice el dicho, nadie escarmienta en cabeza ajena. Ahora sé que no se aprende más que de la experiencia propia.
Los errores cuestan
Cuando recuerdo cada detalle de lo que pasé me doy cuenta de que hice todo a propósito para fracasar. La confianza es de por sí mala consejera.
Apenas habíamos salido del trabajo cuando le platiqué a mi primo que tenía ganas de ir un rato a pescar y en cuanto se lo dije me agarró la palabra.
A Marcos le gusta mucho pescar con la caña y siempre que puede me acompaña los fines de semana como ayudante para ir a la pesca del vela o de los atunes.
–Nomás vamos a la isla y nos regresamos para llegar antes de anochecer, le dije esa tarde.
Nos subimos a la lancha con lo que llevábamos, es decir, nada, porque todo iba a ser rápido.
La lancha tenía un motor casi nuevo, así que nos entretuvimos más en llegar a la playa que en enfilar rumbo a la isla de Ixtapa.
Cuando salimos de la bocana soplaba un viento fresco, pero en el cielo no se veían nubes como para pensar en una lluvia.
El sol de la tarde daba de lleno en los hoteles de Ixtapa que desde dentro del mar se veían brillar, y en la playa llamaban la atención los paracaídas o parachutes como les decimos en la costa, con sus colores llamativos.
El mar estaba tranquilo y mi primo y yo disfrutábamos del viento.
Llegamos a la isla por el lado contrario a las playas concurridas buscando los bajos que son la señal de buena pesca.
Mi primo Marcos y yo chanceábamos apostando a ver quién pescaba primero, pero los dos ganamos porque en nuestros anzuelos dos peces picaron al mismo tiempo.
Sacamos un pez gallo que por sí sólo valió la pena salir a pescar, pero también pescamos varia lizas, cabrillas, meros, cocineros y pargos.
Era buena la pesca esa tarde y su abundancia nos alegraba.
La única congoja para seguir pescando era que el sol comenzaba a bajar rápido, desde la altura donde nomás se resbala para caer al mar.
Como yo había calculado el regreso a las seis de la tarde, antes de la hora comenzamos a recoger las cañas y a guardar los anzuelos para regresar, pero al querer encender el motor de la lancha éste nomás daba marcha pero no encendía.
Para mi de malas, cuando nos embarcamos ni siquiera pensé en llevar la herramienta, atenido al motor nuevo, pero la verdad ni siquiera la herramienta nos hubiera salvado porque en seguida descubrí que la falla del motor era por la bomba de la gasolina que estaba dañada, y sin repuesto a la mano era imposible repararlo.
Sin teléfono ni remos
Por más intentos que hacía para el arranque, el motor no encendía, pero tampoco sentía congoja porque todavía era buena hora y pensé que cualquier lancha que pasara cerca nos podía auxiliar, o al último, llamaría a mi familia para que alguien fuera en nuestro auxilio.
Fue en esta parte de la llamada cuando me acordé que había dejado mi teléfono celular en el muelle, no lo quise traer porque traía escasa la carga y me confié en que Marcos seguro traía el suyo.
–Préstame tu teléfono, le dije a mi primo dejando un lado el intento de que el motor arrancara, pero en cuanto le miré a los ojos ni necesité que me respondiera, porque con su mirada me lo dijo todo.
–Lo dejé en el carro, primo, pensando en que traías el tuyo y no quería que se fuera a mojar el mío.
–Échame pues un remo, le dije con la idea de que remando podríamos acercarnos a la isla.
Mi primo me volvió a mirar igualito que cuando le pedí el celular, y esa mirada fue como un golpe seco que me daba en el estómago. Entonces me di cuenta que estábamos en problemas.
–Primo, tampoco subí los remos a la lancha, me respondió entre apenado y acongojado.
Nomás por no dejar intenté remar con la tapa de una de las hieleras, pero era imposible mover la lancha de esa manera.