Lorenzo Meyer
Noviembre 11, 2024
Tanto la vecindad –3 mil 152 kilómetros de frontera– como las diferencias de origen, desarrollo históricos y asimetría de poder, han llevado a que una y otra vez México sea comparado con Estados Unidos. Un ejemplo reciente es el contraste –obviamente negativo para México– entre los dos Nogales –el de Sonora y el de Arizona– y que sirvió a dos economistas, uno norteamericano y otro turco –James Robinson y Daron Acemoglu– para probar una teoría y ganar el Premio Nobel de Economía 2024 (Por qué fracasan los países: Los orígenes del poder, la prosperidad y la pobreza, [2012]). Hoy la coyuntura de las elecciones presidenciales en los dos países al sur y al norte del río Bravo se presta para hacer una comparación más, pero una en donde nuestro país no sale tan mal parado.
Los estadunidenses gustan verse a sí mismos como lo hiciera, entre otros, el politólogo Seymour Martin Lipset en The First New Nation (1964) (La primera nueva nación). Desde una perspectiva de historia política comparada, Lipset elaboró una narración de claro éxito del vecino del norte frente a lo que en la misma época ocurrió en los países al sur del río Bravo, países que en mayor o menor medida tomaron como ejemplo a Estados Unidos, aunque sin mucho éxito. Ese contraste en nation building alentó a los norteamericanos a presentarse como el modelo de la democracia liberal no obstante estar cimentada inicialmente en un extenso y duro sistema esclavista. Y si bien en 1863 ese sistema brutal se abolió formalmente, la libertad, igualdad y fraternidad de los ex esclavos y sus descendientes sigue siendo relativa.
Las diferencias en los procesos políticos mexicano y estadunidense son abundantes, pero en la coyuntura actual resulta interesante insistir en los contrastes. Ambos países están experimentando cambios de régimen y un aumento notable en sus tensiones políticas internas que a su vez son indicadores de la magnitud que han adquirido viejas y nuevas fracturas a lo largo y ancho de sus respectivas estructuras sociales.
Los choques partidistas que han aflorado en los dos países como resultado de sus procesos electorales han sido verdaderas confrontaciones de proyectos de nación. En ambos casos las diferencias han desembocado en discrepancias y choques más o menos ríspidos lo mismo en la plaza pública que en los ámbitos privados: el familiar, el de las amistades o los sitios de trabajo.
El ambiente de confrontación generalizada tiene una variedad de componentes: ideológicos, económicos, culturales, regionales, de género, de edad y étnicos entre otros. Tanto en México como en Estados Unidos la tormenta puede disminuir en intensidad, pero no es de esperar que las aguas vuelvan a tranquilizarse en el futuro inmediato. En México los ganadores de las contiendas electorales una y otra vez reafirman su voluntad de llevar adelante un cambio de régimen. En Estados Unidos el choque no se presenta abiertamente como una disputa por el cambio o preservación del régimen y, sin embargo, visto desde fuera como lo hace The Economist (06/11/24), el retorno del trumpismo a la presidencia se califica como un movimiento sustantivo de la estructura de poder y de los objetivos de fondo de una parte de la sociedad norteamericana, lo que “ha definido [ya] una nueva era para Estados Unidos y para el mundo”.
En Estados Unidos y México el estatus quo político enfrentó y sucumbió al embate de una insurgencia electoral contra las élites. Se trató de una auténtica rebelión electoral de las masas que esas élites realmente no esperaban, al menos no con esa intensidad y que los afectados no parecieran encontrar una fórmula efectiva para contenerla. En Estados Unidos el Partido Demócrata que desde el New Deal de Franklin D. Roosevelt consideraba a los sindicatos y a los trabajadores como una de sus bases inmovibles de apoyo, hoy ve como esos trabajadores los han abandonado en masa. En México y a partir del cardenismo, el PRI se definió como el único, el verdadero heredero de la Revolución Mexicana y se designó como el partido de los campesinos, los sindicatos y las clases medias. Hoy ese PRI apenas si existe.
En México y Estados Unidos, “la rebelión de las masas” en contra de sus élites fue resultado de una movilización generada y encabezada por dos líderes fuera del molde acostumbrado de sus respectivos países: Andrés Manuel López Obrador y Donald Trump. Las elecciones de 2024 en México prometen ser la continuidad del proceso iniciado en 2018 y las elecciones en Estados Unidos prometen ser la continuación del proceso que arrancó en 2016, interrumpido entonces, pero reanudado ahora con más fuerza. Y es aquí donde la comparación lleva a resaltar no las coincidencias sino las profundas diferencias entre los dos procesos al sur y norte del Río Bravo.
En Estados Unidos el voto mayoritario le regresó la Casa Blanca, el capitolio y la Suprema Corte a un trumpismo con un proyecto claramente de derecha: bajar los impuestos al gran capital, desmantelar parcialmente a la burocracia gubernamental para darle más espacio al mercado en todos los espacios posibles, levantar barreras comerciales proteccionistas más presentar el tema de las drogas prohibidas como uno de responsabilidad mexicana y deportar a los migrantes indocumentados a los que pueda echarles el guante, entre otras medidas. En contraste, en México el líder carismático se retiró de la arena política y el lopezobradorismo ahora lo encabeza una mujer apoyada por una proporción del voto popular mayor que en Estados Unidos y cuyo proyecto reafirma la divisa de izquierda “por el bien de todos, primero los pobres”.
El mayor contraste entre México y su vecino del norte es el de siempre: la asimetría en los elementos del poder nacional. El reto para el sur es poder negociar las obvias diferencias entre el proyecto de Trump y el encabezado por Claudia Sheinbaum. La soberanía mexicana va a enfrentar un reto enorme y va a requerir todos los apoyos que pueda movilizar, sobre todo porque la derecha local se verá aún más tentada que antes a buscar en la derecha norteamericana el apoyo que no ha logrado aquí.
Lorenzo Meyer