EL-SUR

Jueves 18 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Sin “bono democrático”

Abelardo Martín M.

Diciembre 08, 2015

Seis semanas se cumplen de la llegada al poder del gobernador Héctor Astudillo y, como señalamos en su momento, en el actual Guerrero las esperanzas que en cualquier cambio de gobierno normalmente se generan, sobre todo si ocurre un relevo no sólo de personas sino de partidos políticos, en este caso no existen.
Generalmente, a la llegada de un nuevo gobernante, los ciudadanos asumen que se requiere tiempo para que los planes de su administración echen a andar y den resultados; incluso, la gente puede tener cierto grado de permisividad ante los primeros errores u omisiones. Se genera una especie de luna de miel entre la sociedad y sus líderes, que con un ánimo menos coloquial y más republicano suele designarse como el bono democrático.
Ese fenómeno conocido hace que al comienzo de una administración una práctica común sea arrancar con una estrategia de alto impacto, en que se anuncien acciones novedosas, se den golpes espectaculares, se concluya aquello que los antecesores dejaron a medias, se construya una imagen de que el gobierno que empieza lo resuelve todo y bien. No por repetido deja de ser eficaz programar y llevar a cabo planes de “los primeros cien días” de cualquier gobierno.
A veces, el fervor popular de inicio es tal que ni siquiera estos proyectos efectistas de requieren.
Un ejemplo clásico en nuestro país es la asunción a la Presidencia de la República de Vicente Fox, en que desde el ciudadano de a pie hasta los más poderosos medios de comunicación fueron ciegos, sordos y mudos ante los evidentes yerros y dislates de quien no sabía bien a bien donde estaba sentado, hasta bien adentrado el sexenio. Enrique Peña Nieto también tuvo su bono democrático, periodo en el que aprovechó para poner en marcha una administración de grandes impactos políticos y mediáticos, hasta que el castillo de arena se derrumbó. Pero esa es otra historia.
Otro ejemplo del tema es la benevolencia con que los capitalinos recibieron en 1997 a un gobierno de oposición, porque representaba el fin en la ciudad de México de las administraciones sujetas al poder central, y hasta la fecha siguen apoyando a figuras perredistas y sus derivados, pese a que la capital federal arrastra ahora más graves problemas en todos los órdenes que los que tenía hace veinte años.
Así ocurrió también en Guerrero cuando el reinado priísta tocó a su fin, primero en Acapulco y luego en todo el estado, pese a que en el transcurso de los años hemos vivido los mismos rezagos y carencias, sólo que acentuados por el paso del tiempo, la negligencia oficial y el ascenso de las bandas criminales.
Sin embargo, el hartazgo de la población ha ido también en crecimiento, agudizado por los conflictos sociales –desde Iguala y el magisterio hasta la falta de oportunidades de vida digna– y por la violencia sin freno.
De ahí que luego de diez años de gobiernos amarillos Guerrero haya elegido al mismo personaje al que en 2004 le negó la sucesión tricolor, para ahora restaurarla.
Pero esta vez la historia es distinta. La crispación social y política de la región no da para esperanzas ingenuas ni lunas de miel en Acapulco. Y por ello en el gobierno de Héctor Astudillo se enfrentan desde el primer día al escepticismo popular y la exigencia de soluciones prontas ante los añejos problemas y conflictos de la región.
A esa urgencia el gobernador ha intentado dar respuestas de optimismo, como que la violencia ha disminuido, que la región vive un clima de normalidad, que la inversión privada se reactivará en breve, o de plano ha pedido la indulgencia de la paciencia, pues “la violencia y la inseguridad no pararán en un mes o en dos”.
No le queda de otra a Astudillo, y probablemente tiene razón en lo que expresa, pero la urgencia social, los agravios acumulados y la oscura expectativa que muchos paisanos viven, se convierten en una avalancha que no admite ni entiende demoras.
Así, el gobierno naufraga entre la incapacidad de comunicar y hacer entender su estrategia para transformar la entidad, y el cotidiano golpeteo que lo obliga a ir resolviendo los conflictos del día a día, mientras se posterga e incluso se navega contra la posibilidad de poner en marcha las grandes líneas de una gobernanza moderna, si es que esta intención existe.
Efectivamente, seis semanas de un gobierno estatal suman muy breve tiempo, pero tiempo es el factor más escaso en la actual ecuación política guerrerense.
En breve veremos si el régimen de Astudillo alcanza a levantar el vuelo o si el caos en que hace decenios está Guerrero se traga las buenas intenciones y lo convierte en uno más de los gobiernos fallidos que hemos venido arrastrando a lo largo de medio siglo.