EL-SUR

Sábado 18 de Mayo de 2024

Guerrero, México

Opinión

Sobre Hugo Zúñiga: algunos trazos imperfectos

Aurelio Pelaez

Febrero 01, 2024

Al maestro David Alfaro Siqueiros se le antojó un tequila:
–Vete por la botella, muchacho.
Hugo Zúñiga estiró la mano.
–¿Cómo, yo? –le respondió el muralista al muralista.
Hugo Zúñiga se dio vuelta y fue con sus compañeros.
–Cáiganse, cabrones.
Meses antes el maestro Siqueiros se había presentado en La Esmeralda, la escuela de pintura, y a dedo señaló a tres, cuatro alumnos.
–Tú, tú y tú.
Hugo entre ellos.
Fueron escogidos para ayudarle en el megamural que estaba por iniciar (¿1966, 1967?), y que se conocería como el Poliforum (La marcha de la humanidad), allá por avenida Insurgentes de la Ciudad de México. Sin paga clara, por supuesto. Era el privilegio de tener como maestro a Siqueiros

–¿Hugo, ya tienes 79 años?
Mata, periodista, le revisa los papeles. Lo quiere inscribir en un programa de pensiones o algo así.
Hugo asiente, sin mirar apenas.
–Pérate, pero acá, en esta credencial, a ver… acá tienes 81 años.
–Es que tengo dos actas.
–¿Entonces naciste en Coyuca, Hugo? –le digo.
–Nací en Acapulco, pero mis papás me fueron a registrar a Coyuca.
–Entonces.
–Tengo tres actas de nacimiento.

*

Solidario, violento, mezquino, generoso, explosivo, apacible, taciturno, intolerante, amiguero, odiador, gandalla. Todo eso era el maestro Zúñiga, como se le conocía en los barrios del centro de Acapulco, en restaurantes, cafés, bares. Una figura ineludible del inventario de personajes de la ciudad. Reverenciado las más de las veces por quienes conocían su dispersa obra artística. Trabajador aún cuando rondaba los ochenta años, disciplinado, caminador (veloz). Sombrero de fieltro la mayor de las veces, camisa de manga larga semiabierta al pecho, lentes oscuros amplios, anillos pesadísimos en las manos, que él diseñaba, cadenas y pulseras colgantes, ego suficiente para ningunear aquí y allá. A su paso obligaba al respeto: Buenos días, maestro.

*

Niño de la playa que un día es invitado, allá por los años 50, a ir a una casa de la Cultura a un taller de artes; niño de barrio que sorprende por sus cualidades para el dibujo; chavo de Acapulco que es promovido para ir a estudiar pintura a la Ciudad de México, a La Esmeralda, donde alcanza a conocer a Diego Rivera, Frida Khalo, Siqueiros; de alguna manera se gana la estimación de Dolores Olmedo –luego pareja de Rivera– a quien frecuenta años después en su casa de Acapulco, en la Inalámbrica, donde la pinta. Sin embargo, a diferencia de muchos, Hugo era su propia galería andante, apartado por su propio temperamento de los grupos y las galerías conocidas. Acapulco, lejos del mercado del arte, su trinchera.

*

Todos estos detalles estaban en una libreta perdida en un camión, tras una larga charla, por fin, con Zúñiga:
Interrumpe sacando un arma una conferencia de José Luis Cuevas, años 60, cuando éste osa hablar mal de un maestro de La Esmeralda.
–Nomás le menté la madre.
Según se dice, encañonó a Cuevas.
Luego, provoca que clausuren un programa cultural de radio en Acapulco, cuando se refiere a Cuevas como “ese pinche puto”.
Su afición por las armas venía tras la del lápiz y el pincel, tanto que el Ejército tuvo que irrumpir años después en una de sus casas para confiscar lo que ya era un arsenal. Sólo lo dejaron con La Chata Zúñiga, que durante años cargo en su morral.

*

¿De algo tienen que vivir los artistas, no?
Hugo lo hizo retratando políticos. Fue consentido en algún periodo. Una exposición acá, otra allá. Su radicalismo era en un entorno limitado. ¿Apolítico? Para nada, pero eso sí, de expresiones reservadas.
En alguna ocasión –no tengo claro si aún Rubén Figueroa Alcocer era gobernador (1993-1996)–, trabajó duro, reunió cuadros y montó una exposición (¿Centro de Convenciones?), y en el inter, al ir a revisar cómo iba la cosa, le reportaron:
–Maestro, ya se vendieron todos sus cuadros.
–¿Cómo, quién?
–Alfredo Figueroa los compró todos.
Con eso, Hugo se fue muchos meses a Italia.

*

Hugo iba regalando dibujos a su paso. Sacaba, ya en un restaurante, una cantina, un lápiz, una cartulina, y advertía: “Te voy a dibujar, no te muevas”. También se desprendía de pinturas que traía en la carpeta de su morral. Lo vi despedirse, con envidia de la mala, de varias de ellas. En el dibujo, pulso preciso a pesar de los mezcales. Al final, logrado el trazo, una expresión de júbilo de él mismo: “¡Zúñigaaa! Se reía hacia adentro, se entendía que lo hacía por la sonrisa. Hace tres décadas, en sus mejores tardes del desaparecido Bar Chico (calle José María Iglesias), llegaba después de su jornada en el gran Atelier que tuvo alguna vez en la Costera, frente a la Aduana. Los periodistas Raúl Pérez, Abel San Román a su lado. Sus pinturas de caballete, de un alto erotismo: cuerpos, rostros de mujeres satisfechas, sobre un fondo de colores imprecisos. Pero Hugo no encontró en nosotros un sparring, ni siquiera un punchin’ bag, para hablar de su técnica.

*

Entonces se supo, Hugo lo declaró. Había retratado al hombre más buscado por la policía de México y la de Estados Unidos –ya Osama Bin Laden había sido escabechado–, y el pintor contó casi de un secuestro para ser llevado ante El Chapo Guzmán. ¿2012, 13, 14? Fue en Taxco. Hugo pasaba allá una temporada después de un episodio de amenazas durante su estadía en su casa de la colonia Jardín, una de tantas que tenía (¿tiró balazos?), y se decidió por un autoexilio. “Me vendaron los ojos, me pasearon dando vueltas, me metieron por un túnel” y ahí estaba minutos después, ante el mismísimo Chapo.
Advertido, ya llevaba el material para la obra (¿un día, dos?).
–¿Cómo te contactaron?
–Alguien que no conozco.
No le creí, por supuesto.
–¿Cuánto te pagaron?
–Muchos dólares y una pistola con cachas de oro.
–¿Y la pistola?
–Ya la vendí.

*

J. tenía ya apalabrado un contrato para pintar en las paredes del hotel Flamingos (el de Tarzan). Hugo se enteró y habló con Fito, el dueño. Ofreció hacerlo él. Costo no inaccesible, pero que le dieran chance de quedarse en una de las cabañas durante el periodo de trabajo. Claro, Zúñiga era una firma reconocida. Pero el mural nunca terminaba. Eran, le dije a alguien, como los pescaditos de oro de Aureliano Buendía, el de Macondo, que hacía de día y deshacía de noche. Cinco, seis años, ¿siete quizá? Conchitas por acá, motivos marinos. Ver al pintor trabajar era parte del atractivo del hotel. Fito murió en lo del Covid. Y el mural no acababa. Las hermanas preguntaron. ¿Maestro, y el mural? ¿Maestro, cuándo deja la cabaña? Hay un contrato, respondió, altanero. Las hermanas dejaron de preguntar. Ahí lo agarró el Otis. Solo. Ahí lo encontró días después el fotógrafo de El Sur, Carlos Carbajal:
–¿Cómo le fue, maestro?
–Estuvo duro el temblor.
–No maestro, fue un huracán.
–Pues duró mucho el temblor.
El Alzheimer ya no daba pausa.

*

Hugo se instaló finalmente en esa cabaña del Flamingos. Dejó sus casas abandonadas. Se aisló de hijos, hermanos. Un rompimiento premeditado, alevoso de su parte, quizá, pero que finalmente le pasaría factura. Ya no vendía ni malvendía sus cuadros. Comidas escasas, baño ausente. Acompañé a Mata a sacar del cuchitril que ya era el cuarto de hotel un cuadro a lápiz y carbón de Frida Khalo, con el fin de venderlo pronto y sacarlo de broncas. Sin las medidas propias de un Curador. En fin, salió el cuadro y con él se agenció, quien lo haya comprado, mis huellotas digitales.

*

Hugo falleció, ya se publicó, hace unos días, en un asilo, sin reconciliarse –sí, es una indiscreción– con su familia. No vendría al caso tocar ese tema, pero el espacio cerrado, sin mar, sin barrio, también le abandonaron. Tenía 85 años.