Federico Vite
Diciembre 15, 2015
Los libros de cuentos como Nadie desaparece del todo, de Lázaro Covadlo (Galaxia Gutenberg, España, 2014, 280 páginas), realmente sirven para replantear los rumbos de la narrativa actual en castellano. Porque Covadlo comprende que no sólo se trata de armar disparates en una cajita, que es el texto, donde el autor marca a la perfección las dos fuerzas que chocan en una historia, afina el desenlace y sorprende al final de la historia No se trata únicamente de eso, aunque este aspecto sea importante. Aparte de cuestiones técnicas; todo autor busca desesperadamente darle forma, texturas y movimiento al universo personal. Plasticidad al eco de otras voces, a las influencias que van marcando el capital simbólico de un autor.
Covadlo, latinoamericano residente en España desde hace 40 años, deja ver sus obsesiones creativas en este libro. Sigue una fórmula que podría considerarse abusiva para un lector que apenas se asoma al trabajo de este narrador, quien propone una revisión de la infancia y un poderoso sondeo de los caprichos masculinos. El autor revela un esquema en el que todos los cuentos, para bien o para mal, culminan de manera casi idéntica estructuralmente. Es decir, en las tramas de estos relatos siempre hay alguien con una pulsión oscura que termina siendo devorado por sus ambiciones, ya sean carnales, monetarias o simplemente caprichosas. Presenciamos un desfile de personajes que comienza a fastidiar al lector porque hay, más que una variación del mismo tema, una insistencia en el esquema creativo que inevitablemente hace pensar en la palabra repetición. Claro, hay cuentos enormes en este libro; por ejemplo, Llovían cuerpos desnudos, Mucho cuero, Nadie desaparece del todo y Honor al buen servicio, textos en los que el autor condensa y consuma el arquetipo narrativo: un protagonista masculino que termina siendo devorado por la oscuridad que lo consume y lo consiente con ciertos caprichos terrenales.
Son cuentos que demuestran el gran oficio literario del autor. No sólo en cuestiones técnicas hay solvencia, sino en la precisión para abordar sus temas, los que hacen y construyen el universo personal de Covadlo. Justo por esta aseveración, es que el lector se pregunta: ¿por qué todos los cuentos se parecen? Prácticamente, el 80 por ciento de los textos poseen el mismo entramado que desemboca en la espiral descendente, trazada para generar un golpe sentimental en el lector. Los motivos ciegos de los personajes, y la extraña forma de su epifanía, se subliman en el hundimiento. Caen, no siempre por acciones verosímiles, pero de alguna manera, la puesta en escena (progresión dramática) avanza. El suspenso empieza a volverse una goma de mascar y, de alguna manera, el lector termina sonriendo, aunque los personajes sufran una catástrofe. El humor es el sello más atractivo de Covadlo. Trabaja la carcajada como un mecanismo en servicio del escarnio. Son hombres rudos, relacionados con el crimen, la literatura y, en menor medida, con Friedrich Nietzsche. Pero la noción transgresora es una pulsión constante en la obra del argentino. Apuesta por el escándalo de la espectacularidad, por el show de lo amarillo, la sangre y el cuerpo de los amantes; textos nacidos del pulp, de un folletín, pero siempre con la intención de salirse del canon serio, testarudo y francamente aburrido de los académicos.
Para Covadlo, la catástrofe es la revelación sorpresiva del relato. Como si el autor fuera un mago al estilo de Beto el Boticario, el lector empieza a descubrir algunos hilos sueltos en los cuentos. Tramas que se resuelven con pinceladas humoristas. Lo atractivo de este escritor de culto es que sólo tiene dos libros de cuentos y ya con eso le ha bastado para que autores de grandes ligas en castellano se tomen el tiempo de opinar sobre la obra de este tipo; por ejemplo,Quim Monzó, Marcos Giralt Torrente, Antonio Muñoz Molina, Gustavo Martín Garzo, Enrique Vila-Matas.
Al pensar en la estética ruidosa de Covadlo, recuerdo a un autor de gran oficio, consumado ídolo de algunos lectores en América: Claudio Magris. Creo en la sobriedad que poseen las historias de El conde y otros relatos (Traducción María Teresa Meneses. Sexto Piso, 2014, 90 páginas). Un libro que no se propone renovar nada; muy apenas, tiene interés en contar historias y construir desde la serenidad de un narrador maduro el espacio por el que transitan personas sumamente enojadas con ciertos actores del mundo, pero hay ahí una poética encaminada a lustrar los fracasos, no a condensarlos con el humor, como lo hace Covadlo.
El relato que da nombre al volumen de Magris, El Conde, aborda la historia de un tipo que se dedicada a rescatar los cadáveres que aparecen flotando en el río. Nunca recoge los cuerpos de mujeres, ni siquiera concibe la posibilidad de ese hecho, pero alardea de las relaciones que ha tenido con ellas. Acopia en su barca a los suicidas y los accidentados. Es una especie de Caronte que tiene sus guiños con el mundo frívolo de la moda y el escándalo mediático, pero el texto no cambia el enfoque. A pesar del contexto en el que se cimenta la historia, ni la penumbra en el río ni el asunto lóbrego que nos refriere, insisto, cambian la tonalidad del relato. Esos elementos agrandan el tema del texto: la sobriedad de la frustración. Se cimenta el personaje, desde un acto inusual, como un detractor de los vivos. Y el texto camina, el suspenso crece. El lector como un testigo del espectáculo del mundo se regocija. Contrario a lo propuesto por la estética de Covadlo, Magris apuesta por la literatura sin aspavientos, incluso adjetiva menos, recurre a la prosa directa en la que cada oración expone los motivos del personaje. Cincela a golpes de martillo un paisaje distinto al conocido por todos. Es curioso que bajando los decibeles de la voz del narrador, casi como una confesión, Magris logra crear el mismo efecto que Covadlo, aunque el argentino sube la voz, golpea la mesa. En ambos casos hay una exploración de la masculinidad, pero el resultado es distinto. Magris deja encumbrado al hombre, Covadlo lo sacude, le hace cosquillas, luego lo abandona. Bajo la óptica de estas dos propuestas narrativas, notamos un sendero que nos acerca a una orilla simpática del continente literario: escribir también es tocar el mundo, es un ejercicio de la mirada, es un eco forjado por centenares de voces que nos recuerdan sentencias mínimas; por ejemplo, somos mortales y siempre estamos mejor solos. Que tengan buen martes.