EL-SUR

Martes 30 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Son pluralistas, pero no demócratas; una crítica a José Woldenberg (1 de 2)

Gibrán Ramírez Reyes

Mayo 16, 2018

De todas las advertencias contra Andrés Manuel López Obrador, la que me parece más inquietante es la de quienes se dicen demócratas y de izquierda, porque creo que en realidad demuestran que están más cerca de un liberalismo aristocrático, tutelar, que desestima al pueblo, empezando por negar su existencia. (Como nota al margen: pienso que eso habla sobre nuestro modelo de transición a la democracia). Quiero recordar, antes que nada, que la democracia es el régimen de la soberanía del pueblo: eso ha sido siempre, y los mecanismos institucionales que se asocian a él sólo tienen sentido porque intentan instrumentar esa pretensión. A veces se olvida. Creo que lo olvida José Woldenberg en dos de sus textos más recientes (“El pueblo”, 26/04/18, “¿El futuro?” 03/04/18, Reforma), donde se muestra como un ferviente pluralista, pero reacio a la democracia, casi como liberal clásico del siglo XIX. Su argumentación puede resumirse en tres asertos. En esta entrega desarrollo el primero y parte del segundo, y los contesto.
1. No hay pueblos, sólo individuos. Para Woldenberg, la pluralidad es igual a la fragmentación política, y es deseable. Lo dice así: “Ponga cualquier tema a discusión en las redes, escuche los comentarios sobre algún problema público, haga una relación de los juicios sobre partidos, gobiernos, asociaciones civiles, medios de comunicación, universidades, empresas, marcas comerciales, equipos de futbol, y lo que usted guste y mande, y constatará una diversidad de puntos de vista” que es natural. O sea, la medida de la voluntad política es el individuo y la suma de ellos. Lo mismo, dice Woldenberg, pasa con la política: el pueblo es un conjunto abigarrado e “intentar extirpar esa pluralidad” equivale a traer tensiones y quitar vitalidad a la sociedad. O sea, el interés colectivo no es sino la suma de intereses particulares y sectoriales, que es lo mismo que decir que el pueblo no existe. Peor: hablar a nombre del pueblo es extirpar (¡qué lenguaje tan violento!) esa pluralidad.
El problema es que la democracia no es un asunto de individuos, sino de colectivos. Siendo la democracia el régimen de la soberanía del pueblo, la pregunta que se abre es quién es el pueblo. Y esto tiene dos modos de resolverse: el primero es tomar al pueblo como un dato. Ya existe, está ahí, son todos los ciudadanos. Esta concepción termina por empujar, como lo hizo en la Grecia antigua, el sorteo como el método democrático por excelencia. Si todos somos iguales y el pueblo está ahí, todos deberían tener oportunidad de gobernar. Esto, desde luego, trae sus problemas –no es momento de decirlos– que podríamos resumir en que la mayoría puede estar en desacuerdo con un individuo, y entonces el resultado del azar es engañoso. Esto abre paso a la segunda solución: que el pueblo se construye juntando personas diferentes pero con objetivos comunes, construyendo voluntades colectivas: haciendo política. Sólo siendo mayoría se puede hablar por todos. Eso no borra las diferencias, nada se extirpa, sino que pone a los diferentes a buscar una misma idea de bien común: está bien y hasta es bonito.
2. Si hay mayoría entonces hay víscera, oportunismo, trampa. Siempre que se habló de cláusula de gobernabilidad –o sea, de dar un premio a la “minoría más grande” en la Cámara de Diputados para que por esa sola condición tuviera el 50 por ciento más uno de los representantes–, Woldenberg dijo que era antidemocrático, es decir, que se generaban mayorías falsas, artificiales, que podían ponerse por encima de los demás sin legitimidad. Lo correcto era construir la mayoría en las urnas, que fueran los ciudadanos los que determinaran la contemporización del Legislativo con el Ejecutivo, justo lo que parece que va a suceder. Pero Woldenberg parece haber cambiado de opinión. Ahora, con una nueva mayoría: los “contrapesos pueden ser vencidos; son débiles, novísimos (en términos históricos) y existe la posibilidad de una reconstrucción absorbente de la presidencia. No sólo por el talante del nuevo Presidente [¡Presidente, Presidente!], sino porque dado el reblandecimiento de los partidos e identidades y el papel central que está asumiendo el personalismo, acompañado de un robusto pragmatismo (en la coalición Juntos Haremos Historia están presentes el PES y el PT), puede reactivarse la corriente mayoritaria, la del oportunismo, que puede ponerse a las órdenes del nuevo ‘jefe’”.
Véase nada más el doble rasero. Si se trata de Morena y López Obrador, entonces es pragmatismo, reblandecimiento identitario, presidencia absorbente. Pero cuando fue el Pacto por México, entonces la suma de diferentes era una “jugada venturosa”, “acuerdo para fijar un horizonte”, “reconocimiento del pluralismo equilibrado” –me gustaría, por ejemplo, que AMLO saliera a decir que la inclusión de derechistas es precisamente eso, a ver qué pasa–, “fórmula para ampliar la base social”, “eslabón civilizatorio” –es neta–, “buena política”, “reconocimiento de la aritmética democrática”. Todo eso lo dijo don José. Quizá es sólo que le gusta la fragmentación que se recompone en mayoría desde arriba, pero no la mayoría que forja intereses compartidos desde abajo.