EL-SUR

Jueves 25 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Sor Juana Inés de la Cruz

Fernando Lasso Echeverría

Junio 13, 2017

 (Cuarta parte)

Cada virrey de la Nueva España, nombrado en la península ibérica por el rey del imperio español, se embarcaba en Cádiz y en un viaje de 90 días aproximadamente, llegaba al insalubre Veracruz (atestado de fiebre amarilla y otros padecimientos nuevos para los españoles), después de escalas en las islas Canarias y en las Antillas; ahí comenzaba el lento ascenso al altiplano y sus ciudades. El camino que recorría el nuevo virrey y su familia de Veracruz a México, era una verdadera peregrinación ritual llena de símbolos políticos que iniciaban en el puerto, en donde las autoridades civiles y militares, el gobernador y el clero recibían al nuevo representante imperial, le entregaban las llaves de la ciudad, y posteriormente se celebraba en la catedral local un Te Deum para el personaje recién llegado. El virrey permanecía unos días en el puerto, visitaba el castillo de San Juan de Ulúa y revisaba el estado de sus fortificaciones. En seguida, emprendía el camino hacia Jalapa, y en todo el trayecto salían a recibirlo las autoridades y gobernadores de indios, teniendo el camino barrido y adornado con cúmulos de flores, y proclamas respetuosas en su idioma.
De hecho, antes de llegar a la capital, el nuevo virrey hacía “entradas públicas” en tres ciudades: el puerto de Veracruz, asociado al desembarco de Cortés y a la iniciación de la conquista; Tlaxcala, la capital de la república india aliada a los conquistadores; y Puebla, una ciudad fundada por los españoles, rival de la capital del virreinato y que, en la cartografía figurada de la Nueva España, representaba el polo criollo, mientras que Tlaxcala representaba al indio. El virrey saliente y el nuevo se encontraban en Otumba (escenario de la primera victoria española, después de la derrota de la “noche triste”) en donde se celebraba la ceremonia de entrega del bastón de mando, símbolo de la autoridad de quien lo portaba.
La última etapa de la entrada de los virreyes –su llegada a la Ciudad de México– estaba manejada por un elaborado y complejo ritual en el que intervenían todos los elementos sociales: la Audiencia, la Iglesia metropolitana, la Universidad, el ejército, las órdenes religiosas, las cofradías y las hermandades, sin descartar a la de indios, mulatos y la de “castas”. Se recibía a los virreyes en la Villa de Guadalupe; luego visitaban Chapultepec, donde pernoctaban. La entrada en la ciudad se hacía mediante la ceremonia del palio, exclusiva para recepciones del sumo Pontífice, emperadores y reyes, cuando ingresaban a alguna villa o ciudad de sus dominios; en la Nueva España, este privilegio se limitaba para los virreyes el día de su entrada a la capital por primera vez; en la Plaza de Santo Domingo –donde se encontraba el Santo Oficio– la municipalidad levantaba un arco triunfal, que en esta ocasión fue elaborado por el famoso ex jesuita Carlos Sigüenza y Góngora, y allí se llevaba a cabo la ceremonia de la entrega de las llaves de la ciudad; después el virrey y su comitiva se dirigían a la catedral, ante cuyas puertas se elevaba otro arco, asignado para su elaboración –como se mencionó en el capítulo anterior– a Sor Juana Inés, al parecer por recomendación de Fray Payo; en la catedral se cantaba un Te Deum, y el virrey –mediante un juramento que hacía frente al arzobispo y el cabildo– hacía votos de lealtad obligándose a cumplir sus deberes de príncipe cristiano, defendiendo la fe católica, a su iglesia y a sus privilegios; de la catedral, el virrey marchaba hacia el palacio, en donde en la sala de audiencias, se cumplía el último acto ritual: el virrey asumía su cargo mediante otro juramento, en el que hacía votos de lealtad al monarca español; todo el recorrido se hacía con la población enfiestada, rodeando a la comitiva en forma alegre pero respetuosa, para recibir y honrar a su señor y de esta manera se fusionaban los distintos elementos que formaban la sociedad, y la reafirmación de los vínculos entre el señor y sus vasallos.
Los arcos triunfales –usados emblemáticamente desde siglos antes para recibir a grandes personajes– eran estructuras de madera, trapo y yeso, cuya elaboración final (la selección del tema, los textos, las coloridas figuras plasmados en ellos y otros detalles finales) se encomendaba a poetas y artistas reconocidos para que llenaran sus superficies con textos relacionados con el tema escogido, elaborados en verso –en castellano y en latín– por las más ingeniosas plumas del momento, hermoseados –además– con pinturas alusivas al texto, hechas también por lo más granado del mundo pictórico de la época colonial; Sor Juana Inés escogió para este arco un tema pagano, al que tituló Neptuno Alegórico y que en realidad era un retrato alegórico de Tomás de la Cerda el nuevo virrey y su esposa. Octavio Paz sugiere que este símbolo pagano (el Dios mitológico de los océanos) fue escogido por Juana Inés como una alegoría acuática entre este personaje fabuloso y uno de los títulos del nuevo virrey –marqués de la Laguna– y también, por haber sido una laguna donde se fundó la Ciudad de México.
En el arco se veía en el lienzo central, la representación de Neptuno y Anfitrite su esposa, desnudos y de pie, sobre una concha marina arrastrada por dos monstruos marinos; estos personajes mitológicos representaban a los nuevos virreyes, y para que no hubiese duda de ello tenían pintados los rostros de la pareja virreinal. Sor Juana Inés afirmaba que las figuras y colores del arco atraían los ojos del vulgo y que las inscripciones –generalmente en verso– se llevaban la atención de los entendidos. La poetisa escribió además un pequeño volumen en el cual explica su alegoría (Explicación sucinta del arco) describiendo detalladamente los motivos y asuntos de los ocho lienzos, las cuatro bases y las dos columnatas que formaban las partes del arco, y que tenían representados distintos episodios de la historia mitológica de Neptuno, convertidos en símbolos de los hechos reales o supuestos del marqués de la Laguna y enlazados con la señorial Ciudad de México; por ejemplo, en ellas, Juana Inés aprovecha para pedirle (todo en verso y con mucho ingenio) al nuevo virrey –entre otras cosas– la construcción del desagüe del Valle de México, la terminación de la catedral de la ciudad, o la protección y estímulo a los escritores del virreinato; todo ello, haciendo figuras o emblemas (o jeroglíficos) que enlazaban y relacionaban a Neptuno con el nuevo virrey –en términos elogiosos para el gobernante recién llegado– y las necesidades materiales más urgentes de la Ciudad de México, y como si esto fuera poco, todo en una versificación pulcra y refinada, que causó una excelente impresión a los cultos virreyes.
La condesa de Paredes no sólo aparecía en el lienzo central como la Anfitrite esposa de Neptuno, también figuraba en las dos columnatas, aunque sólo en una aparecía su hermosa imagen, con el mismo mar de fondo; en la otra se pintó una nave en medio del mar y arriba el lucero Venus, con el siguiente verso de Sor Juana Inés alusivo a ella: Cuando se llegó a embarcar/ de Mantúa la luz más bella/ tener el mar tal estrella/ fue buena Estrella del Mar. Pero una faceta extraordinaria de la personalidad de Sor Juana –y poco comentada– era que ella ya hablaba de patria, de país; Sor Juana –quizá sin tener un concepto muy claro de ello– se decía ¡mexicana! en la colonia española de la segunda mitad del siglo XVII: la virreina María Luisa –la admiradora más fiel que tuvo la monja– debió asombrarse cuando en un romance que su amiga le envió, la felicita porque ya había sido bautizado su hijo el mexicano, retoño de la virreina nacido en la capital de la Nueva España. En una carta enviada a la duquesa de Abeyro, existe un párrafo en el cual hablando del auge de la minería en la Nueva España le dice lo siguiente: “Que yo, señora, nací en la América abundante, compatriota del oro, paisana de los metales”. En el mismo arco triunfal del que tanto hemos hablado y que llamó Neptuno Alegórico escribió en su tercer lienzo: “Oh México, no temas vacilante, tu República ver esclarecida” y en múltiples villancicos escritos por ella y tan celebrados por sus admiradores, su personaje predilecto lo era el pueblo; toda su simpatía y todo su afecto lo vertía hacia los indígenas (cuya lengua el náhuatl, hablaba), los mulatos y los negros, de cuyos reclamos se hace portadora, utilizando los giros populares del habla popular.
Fue pues, la elaboración de uno de los arcos triunfales para recibir a los marqueses de la Laguna, lo que facilitó el contacto y la profunda amistad posterior de Juana Inés con los marqueses y sobre todo con la virreina –de quien era su confidente– quienes se convirtieron en sus protectores y facilitaron que esa década fuera la más fructífera de este personaje como escritora. Al tomar posesión del virreinato los marqueses de la Laguna, Sor Juana gozó pronto del favor del palacio y se convirtió en amiga y confidente personal de la condesa de Paredes. Por los poemas que celebran los cumpleaños de sus protectores y otros festejos de la misma índole, puede apreciarse la celeridad con que la monja conquistó su amistad. Antes del año de haber llegado los marqueses de Laguna a la Nueva España, Sor Juana celebró el natalicio de Tomás de la Cerda con un romance en el que no faltaba un exaltado elogio a María Luisa, su mujer. A este poema sucedieron muchos más –romances, décimas, glosas, sonetos, endechas, loas– hasta la salida de México de la pareja.
Se sabe que de esos años son dos de sus obras centrales: El Divino Narciso y Primero sueño. La primera de ellas es un Auto Sacramental, que era un género del drama religioso, destinado a ensalzar y enaltecer el Misterio de la Eucaristía; para elaborar este tipo de drama, se recurría como fuente a la historia contemporánea, a las Sagradas Escrituras o a la fábula o leyenda; sus personajes eran meras abstracciones como la soberbia, la envidia, el amor divino, la muerte, o la gracia; la segunda es un largo poema que por su grandeza y profundidad está comprendido como su obra maestra; Primero sueño es un poema complejo, lleno de madurez y una verdadera confesión, en la que Sor Juana relata su aventura intelectual y la examina; el poema se caracteriza porque la autora describe en él una “invisible” realidad literaria y filosófica; un entorno visto por el alma, no por los sentidos, ya que su protagonista es precisamente el alma humana, sin nombre, edad, o sexo. Primero sueño es una silva (estrofa poética formada por heptasílabos y endecasílabos dispuestos al gusto del poeta, quien distribuye la rima consonante a su arbitrio, pudiendo dejar versos sueltos) de 975 versos. El poema fluye sin interrupciones ni divisiones fijas, convirtiéndose en un verdadero discurso. Lo que Sor Juana describe en ese poema sucede en el espacio de una noche, en la cual su alma se desplaza por las esferas celestes, mismas que la impresionan y seducen, e intenta enfocar sus puntos de vista al respecto en una explicación razonable sin lograrlo; es decir, el intelecto ve y la razón no comprende lo que ve. A lo largo del poema luchan, no de una manera explícita sino tácita, dos series de oposiciones: la noche y el día, el cuerpo y el alma. Sus relaciones, a veces tajantes y otras veladas, forman lo que podría llamarse la médula del poema. El poema acaba en suspenso: mientras el alma no sabe qué rumbo elegir, el cuerpo despierta y el sueño se disipa. En síntesis, con Primero sueño aparece una pasión nueva en la historia de nuestra poesía: el amor al saber por medio de las literaturas clásicas, pues para Sor Juana la pasión intelectual no fue menos fuerte que el amor a la gloria.
Más de la mitad de la producción literaria de Sor Juana está compuesta por piezas de ocasión: homenajes, epístolas, parabienes y poemas para conmemorar la muerte de un arzobispo o el cumpleaños de un próspero comerciante y como ya se mencionó, la mayor parte de estas composiciones fueron escritas durante el virreinato de Tomás de la Cerda y casi todas están dedicadas a él, a su esposa o a su hijo José María, nacido en México en 1683. Gracias a las Obras completas de Sor Juana publicadas, le conocemos a esta autora 216 poemas, de los cuales una cuarta parte están dedicados a los marqueses de la Laguna. Deben mencionarse asimismo, las pequeñas obras teatrales, las loas que tenían como objetivo ensalzar o celebrar a algún personaje, los saraos que se representaban en veladas, los bailes y otras variedades de rituales estéticos con los que proveía a la corte virreinal. Asombra la diversidad de formas que empleó Sor Juana en estos juegos: romances, décimas, glosas, seguidillas, o sonetos; todos ellos, con la misma maestría que la caracterizaba; muchos fueron por encargo o realizados de acuerdo con circunstancias muy especiales; aunque varios autores como Menéndez Pelayo, lamentaron la insignificancia de estas composiciones. Sin embargo, hubo un poema de Sor Juana, que durante los siglos de gran menosprecio hacia su obra –el XVIII y el XIX– la salvó del olvido total; nos referimos a las redondillas en las que censura a los hombres y defiende a las mujeres: “Hombres necios que acusáis/ a la mujer sin razón/ sin ver que sois la ocasión/ de lo mucho que culpáis. Ésta fue una sátira que nunca se dejó de leer y se le considera una de las piezas centrales de su feminismo y que fue una respuesta a las incontables burlas contra la mujer que circulaban en su tiempo, muchas de ellas escritas por poetas famosos. Han llamado la atención también, los poemas que Sor Juana compuso a María Luisa Manrique de Lara, condesa de Paredes y virreina de la Nueva España, como por ejemplo la elegía donde le dice: “Divina Lysi mía:/ perdona si me atrevo/ a llamarte así, cuando/ aún de ser tuya/ el nombre no merezco.
Estos versos y algunas otras fuentes de juicio, dieron lugar a que varios autores supongan que Sor Juana fue lesbiana, situación que otros niegan esgrimiendo argumentos de peso, que se comentarán en el próximo y último capítulo.
* Presidente de “Guerrero Cul-tural Siglo XXI” A.C.