EL-SUR

Jueves 25 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Stalin revisitado o Marx no tiene la culpa

Aurelio Pelaez

Mayo 07, 2005


“En noviembre de 1915, Lenin escribió a su colega Viacheslav Karpinski para pedirle ‘un gran favor: averiguar (por mediación de Stepko [N.D Kiknadze] o de Mija [M.G. Tsjákaia]) el nombre de Koba (¿no es Iósif Dy…? Lo hemos olvidado). ¡¡¡Es importantísimo!!!”.

Es la página 115 de Koba el temible, la risa y los veinte millones, libro del exitoso escritor inglés Martín Amis, publicado por Anagrama en el 2004, y que es a su manera una investigación, bibliográfica y documental sobre el periodo de los dos primeros gobiernos de la Revolución Rusa (de su ascenso, en 1917, con Lenin, hasta la muerte de Stalin, en 1953).

Es a su vez una revisión del terror ruso, entendido esto sobre la forma en que Lenin y Stalin (dos matones cabrones, dirá Amis) desplegaron una política de sometimiento interno para instalar la dictadura del proletariado y crear el hombre nuevo, en una sociedad socialista. Pero sobre todo es la revisión de Stalin, Koba, como se hacía llamar en sus primeros años de revolucionario.

La lectura del libro, queda a propósito de las ceremonias de conmemoración del 60 aniversario de la derrota del régimen nazi, y el fin de la segunda Guerra Mundial, un 7 de mayo de 1945. La victoria soviética en esta guerra fue a un precio altísimo para sus habitantes, tantos, que representan un holocausto interno.

 

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En la revisión de la historia soviética, Stalin es el duro, el malo de la revolución rusa. Pero leyendo a Amis, la concepción que se tiene fuera de la ex-URSS del sucesor de Lenin, es bastante benévola, a decir del camino de miles, millones de muertes que fueron necesarios para autoconformar su leyenda.

El que escribe, evadió siempre que pudo leer El Archipiélago Gulag, de Alexander Solzyenitzyn, un exiliado ruso sobreviviente de la represión stalinista, por considerarlo parte de la propaganda imperialista. El que escribe leyó con reserva –y gusto– los libros de Milán Kundera que relataban la vida de –hasta antes de la caída del Muro de Berlín– los ciudadanos europeos de los gobiernos socialistas. El Libro de la risa y el olvido, sobre todo. El que escribe, se dejaba querer por versiones heroicas de la lucha soviética como Moscú no cree en Lagrimas, y otras películas que le inyectaban gasolina a los socialistas latinoamericanos, sobre todo a la hora de sacar el manual de Qué hacer.

Y durante años, la verdad histórica de la causa soviética era minuciosamente enterrada, como política de estado. Los nuevos gobernantes, el ex espía de la KGB Vladimir Putin, no miran hacia atrás. Y desencadenan nuevos holocaustos, como la guerra contra los ciudadanos de Chechenia, que como otras repúblicas anexadas por los ex imperios Ruso –de los zares– y Soviético, pretenden recobrar su independencia.

 

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Stalin, el gran monstruo histórico –Amis dixit– sucede a Lenin a su muerte, en 1924, y reedita su política de Terror –expulsiones de cientos de miles de repúblicas soviéticas; represión a los campesinos, imposición de modelos económicos, fusilamientos y hambrunas. Stalin también reedita su historia. Para ello, elimina a todos los miembros de la vieja guardia bolchevique: los encarcela o los fusila. Así, para 1938, “estaban ya muertos casi todos los que recordaban las cosas de otro modo (entre ellos que no fue íntimo de Lenin). Fue uno de los oscuros deseos del Terror; hacer tabla rasa del pasado… pues lo cierto es que Stalin no tuvo el menor papel en (la revolución) de Octubre”.

El terror y la risa: Al clausurar un congreso los jefes del partido “se levantaron y rompieron a aplaudir (a Stalin); nadie se atrevió a parar… cinco minutos más tarde, los viejos jadeaban agotados, diez minutos más tarde, mirándose unos a otros con fingido entusiasmo y decreciente esperanza, los jefes de distrito siguieron aplaudiendo hasta que cayeron redondos al suelo, hasta que se los llevaron de la sala en camilla. Al primero que dejó de aplaudir fue detenido al día siguiente y condenado a diez años de cárcel”.

El terror, la denuncia, fue elemento esencial de la política de Estado y de la vida de los ciudadanos. Amis, consultando cientos de libros y documentos, narra: “El aparato estaba conectado con el psicodrama de Stalin y respondía como es debido a sus rachas de miedo y cólera, y a su necesidad, más sencilla, de ejercer el poder mediante la simple intensificación… Stalin… no torturaba para revelar un hecho, sino para obligar a ser cómplice de una ficción”.

Entre ellos, que se aceptaran como éxitos los repetidos fracasos en sus políticas económicas, como la hambruna de 1933 que abrió la puerta al canibalismo. Hablar del hambre en la URSS no tardaría ser un delito castigado con la pena de muerte.

“En la época del gran Terror, un solo comunista denunció a 230 personas; otra denunció a más de cien en cuatro meses (todos con destino al destierro en Siberia o a ser fusilados)… Se calcula que en una oficina normal, uno de cada cinco empleados informaba a la checa (la policía política)… la gran Nikolavento, azote de Kiev (condecorada por Stalin como heroína)… las aceras de Kiev se vaciaban cuando ella salía a la calle. … Gracias a ella murieron 8 mil personas”.

Amis señala: “Se ha dicho a menudo que los bolcheviques gobernaron como si libraran una guerra contra su propio pueblo. Pero podríamos ir más allá y decir que los bolcheviques libraron una guerra contra la naturaleza humana”, y señala que con Lenin el valor de la vida humana se vino abajo.

De los señamientos tampoco se salva León Trotsky, quien“fue un cabrón asesino y un embustero de mierda. Y lo fueron con entusiasmo. Fue un matamonjas; todos lo fueron. Lo único que puede anotarse en la columna de su libro mayor es que pagó un precio que casi saldó la diferencia. La muerte se cebó con él y en todo su clan”. En la segunda Guerra Mundial, por cierto, Stalin aplicó un método ideado por Trotsky para “animar” a los ciudadanos reclutados a pelear con los nazis: colocar a la policía política tras ellos y dispararles en caso de retroceder. Así, los heroicos reclutas se defendían de dos frentes.

Amis concluye: “Hay varios nombres para designar lo que ocurrió en Alemania y Polonia a principios de los años cuarenta. Holocausto, Shoá, Viento de la Muerte… No hay nombres para designar lo que ocurrió en la Unión Soviética entre 1917 y 1953 (aunque los rusos simbólicamente hablan de Los veinte millones y de la Stalinschina, la época de Stalin). ¿Cómo habría que llamarlo? ¿La Carnicería, el Fratricidio, la Matanza del Espíritu? No, llamémoslo Dscható?. Llamémoslo Por qué… Los veinte millones (muertos por los planes económicos y de guerra soviéticos) no tendrán nunca la dignidad fúnebre del holocausto”.