Lorenzo Meyer
Octubre 12, 2017
La semana pasada, y tras casi 18 años al aire, desapareció el espacio radiofónico matutino de noticias y análisis encabezado por Leonardo Curzio dentro de la programación de Radio Mil. De manera inesperada –Curzio fue puesto en una disyuntiva sin solución aceptable posible para él– si quería mantener su noticiero, debía acabar de inmediato con la “tertulia política” de los jueves, una mesa de discusión donde él y dos analistas y académicos reconocidos –María Amparo Casar y Ricardo Raphael–, analizaban el fondo, no siempre evidente, de los eventos políticos.
Para hacer bien su tarea, para hacer claro lo obscuro o hacer evidente lo que está escondido, Curzio y sus colegas tenían, por fuerza, que incomodar a quienes deliberadamente buscan que sus segundas intenciones o errores no salgan a la luz. De ahí la sospecha de que alguien en la estructura de poder decidiera acabar con ese espacio que intentar dejar en claro ciertas partes obscuras del discurso y de la conducta del poder.
En realidad, en México no hay una “temporada de censura” propiamente dicha; lo que hay son temporadas donde esta vieja práctica, que viene desde la época colonial, se acentúa. Una de esas temporadas es la actual, la de la lucha por la presidencia.
Y hablando de temporadas, en México la cacería de quienes ofrecen a nivel local noticias e interpretaciones que son incómodas para el poder, ya se convirtió en permanente. La organización internacional Article 19 reporta que entre 2000 y 2017, suman 111 los periodistas cuya muerte, se presume, está relacionada con su actividad profesional, (https://twitter.com/article19mex). Obviamente, los poderes que buscan acallar con violencia extrema a los medios públicos, incluyen tanto al formal como al fáctico. ¿Cuántos de los asesinatos y desapariciones de comunicadores son obra del crimen organizado y cuántos son de alcaldes o gobernadores? No lo sabemos, pues la gran mayoría de esos crímenes permanecen impunes.
La censura extrema en México –asesinar al informador incómodo– es hoy la más evidente e indignante, pero hay otra más sutil, más extendida, y que es tan o más efectiva que la violencia: la que se ejerce por la vía de dar o retirar la publicidad del gobierno a los medios, y que, a veces, también es empleada por la empresa privada, (recuérdese el Excélsior de Scherer). En el primer año de la presente administración el gasto en publicidad federal fue de 7 mil 119 millones de pesos (Article 19 y Fundar, El gasto en publicidad oficial del gobierno federal 2014 México, julio 2015, p. 5). Sumados gobiernos federal y estatal, el monto ascendió a 12 mil millones (WAN-INFRA, Comprando complacencia: publicidad oficial y censura indirecta en México, París: 2014, p. 3). Es de suponerse que durante la campaña presidencial por venir –el pico de la temporada–, esa suma suba y mucho. Con tal cantidad de dinero, se puede dar vida o muerte a un medio, sea de prensa, de radio o de televisión.
Hasta ahora, gobierno y crimen organizado no han usado la violencia extrema contra comunicadores con audiencia de nivel nacional y contactos internacionales, pero sí los han silenciado o les han reducido su espacio de manera notable. Ejemplos conspicuos y anteriores al que aquí se comenta, son el de José Gutiérrez Vivó (Monitor de la mañana) y, sobre todo, el de Carmen Aristegui.
En las grandes urbes y para el caso de comunicadores a nivel nacional y con contactos con medios internacionales, los censores no se han atrevido a usar la violencia, pues les causaría un problema mayor al que pretenden resolver. Para ello se han valido de los concesionarios. Tras el reportaje de investigación que ligaba una propiedad de la familia presidencial –la “Casa Blanca”– con un poderoso contratista de obra pública, el concesionario de la estación donde se producía el noticiero de Aristegui, le pidió que sacara de su equipo a varios de los colaboradores, sabiendo de antemano que la respuesta de la periodista sería negativa: se fueron todos. La misma fórmula se empleó con Curzio y con el mismo resultado.
En el caso de Aristegui se adujo que sus colaboradores habían usado sin autorización el nombre de la empresa, en el de Curzio que el rating del programa de análisis era bajo, pero es obvio que lo que molestó al poder fue que María Amparo y Ricardo Raphael pusieron en claro que un supuesto gesto de altruismo del PRI no era tal, sino una maniobra para obtener más ventajas electorales de las que ya tiene. En efecto, al proponer renunciar a los cuantiosos recursos públicos que hoy se dan a los partidos y al suprimir a legisladores plurinominales, el PRI, como partido en el poder, podría recurrir a recursos privados –legales e ilegales– más a todos los programas sociales del gobierno federal y, además, tendría la sobre representación en el congreso que hoy le impide la fórmula de los legisladores plurinominales. Todo lo anterior quedó en claro en la tertulia que, por eso, fue la última.
La censura en México tiene, por lo menos, un origen colonial. Ni la independencia ni el marco legal republicano y supuestamente democrático han logrado eliminarla. Por ahora no queda más camino para combatirla que aumentar el reclamo en su contra –interno e internacional– hasta hacerla, en la práctica, contraproducente para los censores.
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