EL-SUR

Jueves 18 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Tío Procopio

Silvestre Pacheco León

Febrero 10, 2020

 

Don Procopio León Salazar murió el domingo 2 de febrero en Quechultenango a la edad de 91 años. Era el penúltimo hermano vivo de mi madre. Murió en su cama, enfermo de un golpe que recibió al caerse dentro de su casa.
Como homenaje y testimonio de su vida dedico el presente texto a su memoria por la cercanía familiar y solidaria que tuvo con mis padres y también con sus sobrinos, a quienes acompañó en la causa de la izquierda, cuando la militancia en esa corriente tenía visos de heroicidad porque significaba oponerse y enfrentarse a un sistema de ideas e intereses mezquinos que parecían eternos e inmutables, producto del pensamiento único representado por el PRI.
Mi tío estuvo siempre dispuesto a ir contra la corriente priista, aún al margen de la opinión de su familia. Se unió a la campaña de la UPG en el lejano año de 1986, apoyando al también recientemente fallecido Pablo Sandoval Cruz. Fue miembro fundador del PRD y murió siendo militante del lopezobradorismo.
Aunque ya era un deceso esperado por su desgaste físico y larga edad, su muerte causó consternación porque mi tío fue una persona apreciada y respetada en la comunidad, ejemplo de trabajo y honradez. También esforzado, porque no quiso repetir en su familia la indolencia que sufrió de su padre que lo redujo al analfabetismo a pesar de su notable inteligencia. En cambio mi tío fue ejemplo de responsabilidad con sus hijos a quienes les dio la oportunidad de estudio que él no tuvo.
Su vida fue toda de trabajo. Pudiendo estar en la escuela se ocupaba de los quehaceres del campo desde su muy corta edad, con una docilidad ejemplar frente a la rudeza de su padre a quien ya grande no dejó de reprocharle su falta de justicia, sobre todo cuando hojeaba un libro tratando inútilmente de saber lo que decía.
Pero de esa vida de trabajo rudo sacó todo lo que pudo de provecho, como si hubiera sabido de antemano que lo de allí aprendido sería su única herencia.
Mi tío Procopio fue al primer campesino que miré manipular un escoplo y una hachuela para poner el timoncillo al arado, y también labrar un yugo para yunta. A menudo lo buscaban para trabajos especiales a los que nunca rehuía porque, como dicen en mi pueblo, era un hombre curioso.
Por su trabajo esforzado en su casa nunca faltó la comida que muchas veces compartió con nosotros que éramos su familia ampliada. Los primos nos vemos como hermanos porque desde niños aprendimos a convivir y compartimos los mismos recuerdos de aquellas noches en vela en torno al horno de leña que mi abuelo habilitaba para el trabajo de hacer las campanas que le encargaban de las iglesias y capillas de la región.
Mi tío detallaba el molde de arena, vigilaba el calor del horno y estaba al tanto de la fundición como asistente de mi abuelo.
Atenido a su ingenio y capacidad de su trabajo, hacía gala de autosuficiencia. Así construyó su casa de adobe con madera y teja; hizo su horno de pan. Fabricaba sus propios huaraches y los de sus hijos, también tejía el capote de palma para cubrirse de la lluvia.
Aprendió los rudimentos de la apicultura y durante muchos años tuvo en el patio de su casa un enjambre de abejas que proveían de miel a su familia.
Hacía sus remedios y tenía sus propias curaciones. Recuerdo que a veces llegaba a la casa buscando el árbol de pega huesos para curar alguna fractura, y un día que trabajaba con la yunta en el campo tomo la medida extrema de arrancarse una muela enferma que le punzaba y no lo dejaba en paz. No teniendo a la mano otra cosa que la garrocha de gañán, la tomó del lado del gorguz y se metió la punta a la base de la muela haciendo palanca hasta arrancarla frente a sus hijos que asustados miraban la hemorragia. Luego siguió trabajando tan campante.

Fue un hombre ejemplar

Don Copio, como le decían en confianza, destacó como campesino por su entrega al trabajo y su espíritu franciscano, ejemplo de administrar y guardar. No malgastaba nunca su dinero. Era abstemio por propia decisión. No iba a fiestas, salvo a las organizadas por sus numerosos compadres porque era requerido como pocos para los bautizos y las bodas.
Creció adoctrinado desde niño en la religión por mi abuela Aurora Salazar, que estudió en un colegio de monjas, por eso sus creencias las llevó hasta el extremo en la enseñanza de sus hijos, quienes mientras vivieron en su casa estaban obligados a no faltar a misa todos los domingos, y menos dejar de rezar frente a sus santos mañana y noche.
Mi madre de 94 años cuando supo la muerte de su hermano se consoló ella misma pensando que había dejado de sufrir aquí en la tierra y está convencida de que pasará a la vida eterna porque fue un hombre bueno, pero no quiso ir a su entierro para no ver que lo llevaran en un cajón, nos dijo afligida.
El día se su muerte sus sobrinos quisimos recordarlo en los mejores pasajes de su vida, disfrutando de un juego de basquetbol, o departiendo con nosotros que lo visitábamos mientras nos hacía probar el mezcal amargo que acompañaba la cazuela de pozole despachado por mi tía Oliva.
Lo recordamos también en su papel de Fierabrás, el rey de Alejandría convertido al cristianismo al fin de una batalla sin par con el conde Oliveros, caballero de los Doce pares de Francia, en esa historia que cada año vimos representar en la cancha municipal como parte de la tradición religiosa.
Era memorable el dominio del papel que representaba, su discurso enfático y entrecortado, aprendido de memoria y declamado con lucidez al calor de la pelea.
Cada vez que la trompeta de la danza llame a combate, recordaremos su figura varonil y su gallardía luciendo el atuendo morisco de colores llamativos, su corona regia, escudo y estandarte en el brazo derecho, espada en la diestra, acometiendo al enviado de Carlo Magno en aquella batalla memorable que tanto enardecía a los espectadores cuando el choque de los machetes en la plaza hacía saltar chispas.
Mi tío Copio entregó parte de su vida a esa tradición que de veras disfrutaba. Era de los danzantes afamados incluso entre los jóvenes por su reciedumbre. “Se pegaba tan cerca del contendiente en el intercambio y choque de machetes que los hacía retroceder. Cuando no, los tiraba al suelo con el impulso recio de su cuerpo” -Me dijo uno de ellos-.
Era mi tío Procopio y se hermano José quienes encabezaban la lista de los danzantes que mi abuelo Juventino León escogía siempre para aquella obra de teatro puesta en escena durante el festejo de la Virgen de Guadalupe el 12 de diciembre, tradición que aún se preserva como en la época de la Colonia y su afán catequizador de los evangelizadores.
Por eso mi tío se hizo acreedor a una ceremonia de despedida que le organizaron los viejos danzantes al pie de su tumba.
¡Oh! noble caballero, vente para mí y daremos fin a nuestra contienda.