EL-SUR

Viernes 26 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Tres Presidentes

Jorge Zepeda Patterson

Julio 31, 2006

A lo largo de la semana, Vicente Fox Quesada, Andrés Manuel López Obrador y Felipe Calderón Hinojosa se han proclamado presidentes de México, de manera explícita o por los hechos. Fox, a su pesar, ha tenido que seguir arrastrando la banda presidencial que le urge abandonar (Xóchitl Gálvez reconoció el jueves que la mayoría del gabinete ya se había tirado a… la hamaca). López Obrador ya nos informó en entrevista con Jorge Ramos que él era el presidente de México (habérnoslo dicho antes, para ahorrarnos los enojosos recuentos). Y Calderón ya fue ungido por la maestra, convertida en el verdadero IFE capaz de trasladar votos de un partido a otro y levantar la mano del triunfador. Pobre país, demasiados presidentes y ningún Jefe de Estado.
Aparentemente los tres han estado muy por debajo de lo que requería la situación. Fox ha hecho más por la causa de AMLO para documentar unas elecciones viciadas gracias a sus inoportunas expresiones, que las escasas pruebas que el PRD ha encontrado de boletas alteradas. Por su parte, Felipe y Andrés Manuel han hecho todo lo posible para ganar la contienda en la opinión pública y presionar a los tribunales. AMLO lo ha hecho de manera abierta y explícita; Calderón de forma taimada pero igualmente efectiva. Uno ha sacado la gente a las calles, el otro ha puesto en marcha una campaña contra el “voto por voto” y ha comenzado a recibir a las fuerzas vivas como si fuese presidente en funciones.
En el 2000, cuando Al Gore y George Bush prácticamente empataron en las elecciones, tanto el presidente Clinton como los dos candidatos evitaron pronunciarse hasta que los tribunales decidieran el resultado. En cambio los protagonistas de nuestros comicios se lanzaron a la disputa de la arena pública. ¿Por qué? ¿Acaso aquellos son mejores políticos? ¿O simplemente porque nuestras instituciones todavía son demasiado endebles para un resultado tan apretado?
Se ha cuestionado a AMLO por “sabotear” las instituciones al invocar el fraude de manera temeraria, pero los cierto es que todos han tratado de afectar las percepciones de la opinión pública, para presionar a su favor al entramado institucional. Desde luego, es AMLO quien más lejos ha llevado la impugnación, en parte porque es el que tendría mayores razones para desconfiar de las instituciones. Pero en menor medida lo han hecho todos.
Y ciertamente han tenido éxito. Las encuestas confirman que poco más de 50 por ciento de los mexicanos considera a Felipe Calderón un legítimo ganador de los comicios. Pero también informan que casi 40 por ciento cree que hubo fraude o irregularidad en el resultado. Si consideramos que las pruebas físicas aportadas por el Partido de la Revolución Democrática hasta ahora distan de ser contundentes o significativas, tendremos que asumir que la percepción de fraude se fundamenta en la duda crónica que inspira el sistema político y electoral mexicano.
Es importante reconocer este hecho, porque es la única manera de comenzar a corregirlo. Echar la culpa exclusivamente a la irresponsabilidad de nuestros políticos, como si nuestras instituciones fueran la guardia suiza del Vaticano, o considerar que ese 40 por ciento, intelectuales incluidos, es una muchedumbre ciega y manipulada por el carisma de un caudillo, puede servir para el discurso político, pero distorsiona la realidad.
Creímos que ya éramos democráticos porque en 2000 se dio un cambio espectacular de poderes. Pero exageramos sus implicaciones. Primero, porque la transición de Ernesto Zedillo a Vicente Fox es más tersa de la que sería entre Fox y AMLO. No hay que olvidar que el grupo de priístas tecnócratas que gobernaron de 1982 al 2000 (De la Madrid, Salinas y Zedillo), a diferencia de los priístas tradicionales, compartían modelo y criterios con las cúpulas de la iniciativa privada y con el PAN (la mejor muestra de ello es que el control hacendario y financiero quedó intocado). El cambio del PRI al PAN en 2000 resulta mucho menos rasposo que el del PAN al PRD en 2006. Aquél no puso a prueba las instituciones como lo ha hecho este, que representa un traspaso de poderes significativo. Por lo demás, el IFE de 2000 todavía estaba formado por ciudadanos notables y no por cuotas de partido como es el actual. Es una institución en la que tuvimos retrocesos.
Entender este contexto podría ayudar a encontrar soluciones para depurar y mejorar las leyes y las instituciones electorales al mediano plazo. Las que tenemos todavía no resisten una prueba bajo condiciones adversas. Pero también ayudaría a encontrar salidas al desaguisado en que nos encontramos en este torrencial verano.
Recurrir al “voto por voto” es la opción del menor daño. No quiero pensar lo que podría suceder con ese 40 por ciento si el TEPJF revisa unas cuantas casillas y le da el triunfo a Calderón. Sería legal, pero carecería de legitimidad para muchos mexicanos. Los panistas ya se equivocaron en el desafuero cuando creyeron que un procedimiento legal les permitiría conseguir un propósito político. La realidad social, al margen de lo institucional, les obligó a enmendar.
Asumamos que nuestras instituciones no estaban preparadas para el cuasi empate ni para las circunstancias que le precedieron (esto no significa que debamos denostarlas, sino simplemente perfeccionarlas). Hace tanto daño la actitud extrema de los que descalifican categóricamente a las instituciones, como los que las consagran como entidades abstractas por encima del bien y el mal. Asumamos que son imperfectas, pero perfectibles, y busquemos en el marco legal una salida que incorpore la realidad, la polarización social. En este momento esa salida es el “voto por voto” y el reconocimiento inapelable de lo que allí resulte. No eliminará la percepción de ilegitimidad entre los más exaltados, pero confirmará que no había gato encerrado. No es una opción ideal; es la menos mala. Sin dejar de ser legal, es la que más margen de legitimidad otorgaría al próximo presidente, cualquiera que este sea.

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Economista y sociólogo