EL-SUR

Miércoles 17 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Tres punto cinco

Jesús Mendoza Zaragoza

Octubre 01, 2007

 

Un vergonzoso lugar 72 entre 180 países ocupa México en el Índice de Percepción de la Corrupción 2007 que Transparencia
Internacional, organización no gubernamental a escala mundial dedicada a combatir la corrupción, hizo público esta semana que
pasó. En una puntuación de 0 (altamente corrupto) a 10 (altamente transparente), alcanzamos 3.5 puntos, cuando Nueva Zelanda,
Dinamarca y Finlandia están puestos en el primer lugar de transparencia con 9.4 puntos y Somalia y Myanmar (antigua Birmania)
están colocados en el sótano de la corrupción con 1.4 puntos.
Es muy necesario ponderar el significado de estas cifras, leerlas y releerlas para reconocer lo que está sucediendo en México
donde, con el paso de los años, los niveles de corrupción no disminuyen sustancialmente. Es indudable que hay factores
históricos de esta situación que no puede ser cambiada a corto plazo.
La corrupción es un tema muy complejo, presente en todos los países y en todas partes. Es, diríamos, un elemento que
acompaña la condición humana y, además, se ha globalizado de manera extraordinaria. Está presente en las transacciones
internacionales y en los gobiernos, lo mismo que en el mundo empresarial y en la sociedad civil. Pero lo que es relevante, para
nuestro caso, es que hay de corrupción a corrupción, hay niveles espantosos en algunos lugares y en muchos países, que
constituye un verdadero freno al desarrollo y a la justicia social.
Podemos señalar que la corrupción sigue siendo uno de los factores más visibles de la pobreza en los países pobres, entre ellos,
México. Hay una vinculación estrecha entre corrupción y pobreza y se manifiesta muy clara en los informes de Transparencia
Internacional. Esto quiere decir que este aspecto no puede pasarse de largo si queremos que la situación global del país mejore.
Porque la corrupción frena las posibilidades de resolver nuestros problemas, así sean económicos y políticos, como los culturales
y sociales.
Si tomamos en serio este hecho brutal de la corrupción, es necesario abordarlo desde diversas perspectivas. Una de ellas, quizá
de las más centrales es la ética. La corrupción funciona a partir de reglas no escritas que llegan a ser aceptadas ya implícita o
explícitamente por quienes buscan un beneficio causando un daño a los demás. Se entra en un sistema de complicidades que
distorsionan las relaciones económicas, sociales y políticas y se causan estragos en la vida pública.
Omitir el juicio moral sobre las actividades individuales o sociales está siendo una actitud propiciada por una cultura posmoderna
que fragmenta a la sociedad en miles de individualidades que se tienen a sí mismas como el único criterio moral. Cada quien
decide lo que es moral y lo que es inmoral. Y es moral lo que funciona para lograr el “propio proyecto de vida”, como se
argumenta en una de las causalidades que legalizaron el aborto en el Distrito Federal.
Hay una fuerte tendencia a deslindar la vida pública de la ética basada en valores humanos universales. Ante asuntos como la
eutanasia, el aborto y otros, se alega que son sólo problemas de salud pública y que cada quien tiene derecho a decidir al margen
de toda consideración ética, máxime si tiene relación con una visión religiosa. Se afirma que no son problemas morales sino de
salud pública. Pues, por allí comienza la corrupción de la conciencia. Cuando cada quien se puede permitir todo y con dicha
lógica se puede permitir también cualquier acto de corrupción.
Ciertamente el derecho a decidir es un derecho humano que hay que defender siempre, pero no es un derecho absoluto, pues
está subordinado a los derechos de los demás y, sobre todo, a la dignidad humana que no puede ponerse entre paréntesis bajo
ninguna circunstancia. De otra manera, la moral llega a ser algo tan relativo, tan subjetivo al estar expuesta al “proyecto de vida”
de cada uno.
Es la lógica de la corrupción en la sociedad. Esta lógica es tan permisiva que tiene consensos. En muchas ocasiones –cuando se
habla acerca de la corrupción de los gobernantes– he escuchado decir sin el menor recato “está bien que roben, pero que no
roben tanto” o “ya robaron mucho, ahora que dejen robar a otros”. Estas expresiones tan socorridas en la vida pública revelan
una cultura dispuesta y preparada para la corrupción. Cualquier consideración ética sale sobrando pues, se razona
inconscientemente que no se trata de un problema moral sino de un problema de supervivencia. Pues en nuestra sociedad,
sobreviven los más astutos para abusar, para engañar, para robar y para arrebatar privilegios.
De esta manera, la corrupción tiene detrás una cultura que tiene un consenso general, sobre todo cuando se trata de negocios y
de la administración pública. Hay un “acuerdo” generalizado en permitirla aunque con ciertos límites, con esas reglas no escritas.
Por ejemplo, en el caso de los ranchos remodelados de Fox, lo que escandaliza no es tanto el supuesto hecho de que se haya
enriquecido a la sombra del poder sino el exhibicionismo enfermizo del ex-presidente, el que se percibe como un insulto ante la
pobreza de las mayorías.
Así las cosas, no es extraño que, desde hace muchos años estemos calificados con un 3.5 que no logra despuntar hacia niveles
significativos de transparencia. Y en esta situación no debe extrañarnos que la lucha contra la pobreza siga siendo una ilusión sin
futuro.