EL-SUR

Martes 23 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Tristessa, lo sagrado en la derrota

Federico Vite

Marzo 15, 2022

 

Hay dos clases de narradores, los que se van del barrio por un tiempo a ver cómo es el mundo y los que se quedan a mirar fijamente las diminutas arrugas de la cotidianidad en casa. Jack Kerouac es del primer tipo. Nació en Lowell, Massachusetts, Estados Unidos, en 1922. Su madre era franco-canadiense. El francés predominaba en casa. Aprendió a hablar y escribir inglés en la adolescencia. Es un eufemismo decir que asimiló el inglés. Yo diría que usó el lenguaje para modular la música que le animaba el alma.
Si algo hizo a la perfección Kerouac fue retratar la amistad entre hombres, pero sus personajes femeninos son excepcionales porque logran que los cauces narrativos de este autor a todas luces salvaje adquieran los matices de los relatos románticos; por ejemplo, On the road (1957), The Dharma bums (1958) o The subterraneans (1958), pero yo atesoro, por encima de las novelas referidas, un libro pequeño escrito en 1956, pero publicado en 1960.
Tristessa se mueve poco en el continente literario nacional. Se habla más de En el camino, Los vagabundos del Dharma o de Big Sur, pero es una pieza de belleza oscura. Ocurre en la Ciudad de México. El narrador se enamora de “una india azteca con misteriosos ojos de Billie Holiday y habla con melancólica voz, como la de Luis Rainer, un actor de cara triste que hacía llorar a toda Ucrania en 1910”. Ella es adicta a la heroína, al alcohol y a la noche. Se prostituye, pero eso no opaca la sacralidad que posee. El narrador describe las casas de adobe, los animales domésticos (perros, gatos, gallos, gallinas), la gris consistencia de una ciudad encumbrada por el cine mexicano. Esta novela es la cara sucia de la urbe que no era retratada por el Telesistema Mexicano. San Juan de Letrán, La Merced, esa entonces periferia es la icónica referencia del caos.
Tristessa se divide en dos partes: Trembling and chaste y A year later. Es un relato que sigue una línea temporal sencilla: el arribo a la Ciudad de México, el enamoramiento con la musa enferma, el intento por salvarla del fango y la despedida de los amantes. En especial, el lector atiende un esfuerzo sobre humano del narrador por salvar a Tristessa del vicio, de la prostitución y de la ciudad. Es como si una parte de esa urbe estuviera devorando el corazón de la mujer. Una ciudad, por cierto, “donde la pobreza no quita la sonrisa de la gente”. El narrador no evita que ella siga drogándose, ni la alienta a salir del círculo vicioso de la pobreza, del alcohol y del dolor. Cree que su amor por ella bastará para salvarla. Este es un tópico que aparece en muchas historias de amor. El asunto con Kerouac es que la tragedia asoma una y otra vez como una oleada cada vez más fuerte, pero reviste la unión y la ruptura de la pareja con una especie de ensayo visual a la ciudad, una mirada que sorprende porque retrata a la urbe con el espíritu roto. “No describo el espanto de esa penumbra llena de hoyos en el techo, la aureola café de la noche perdida en el verde vegetal sobre los techos de teja”. Y esa imagen empalma a la perfección con el anima mundis de la protagonista: “Tristessa es una adicta, la droga la hace flaca y despreocupada, al punto de que un estadunidense sería melancólico”. El narrador nos cuenta que ella gime de dolor todo el día si no tiene morfina y se encuentra de un humor terrible, ¿qué puede hacerse? Esta chica imanta el veneno; nadie puede rescatarla. El narrador entiende el dolor y la alegría de ella. Comprende el motor del vicio y descubre, quizá con un pulso de poeta, la sagrada armonía de esa existencia. “Lloro tanto frente a mi copa de high ball, ven que me voy a emborrachar, así que todos me suplican que tome una inyección de morfina”. Él se marcha de la ciudad comprendiendo algunas cosas sobre el amor y la noción sagrada de la autodestrucción, más bien, se aleja de Tristessa y de la Ciudad de México para emprender su propio camino. Recobra el equilibrio. Entonces regresa al país y encuentra a ella viviendo con el viejo Bull, un adicto de avanzada edad. Ella está más enferma. El narrador sabe que es demasiado tarde para salvarla. Ella comienza a odiarlo porque no es un yonqui, y él se da cuenta que para amarla tendría que convertirse en uno. “Ella no quiere amor. Te diré una cosa: tú pones a Grace Kelly en esta silla, la morfina de Muckymuck en esa otra, yo tomo la morfina, yo no tomo a Grace Kelly. Eso pasa con Trisstesa”.
El narrador emprende la huida porque tiene fe en eso que mueve al mundo y lo impulsa hacia el amor, hacia una mujer, hacia nuevos sueños y nuevos territorios. Si eso no es un relato romántico, ¿de qué hablamos?
Temo que esta nouvelle, ahora que padecemos asépticas propuestas literarias que rebosan de buenas intenciones, no puede ser comprendida como una historia de amor. Quizá, en el mejor de los casos, se entenderá como un relato en el que una mujer es tóxica y el hombre en absoluto proceso de deconstrucción. Pero aparte de esos hechos que condimentan el relato romántico, la gran urbe del país es vista no sólo con los ojos de la noche: “La gente comienza a pasar para ir al trabajo, pronto los colores pálidos empiezan a revelar los increíbles tonos de México”. De igual manera, hay pasajes que nos indican que ciertas zonas de la Ciudad de México nunca cambian: “La actividad es furiosa, interesante, humana. Yo veo verdaderamente sorprendido, drogado como estoy, que este debe ser el picadero más grande de América latina”. Las dos facetas de la Ciudad de México, la luminosa y la oscura, permiten asimilar de otra manera esta historia en la que una mexicana coloniza el corazón de un extrajero.
El pasado 12 de marzo, Jack cumplió cien años de nacimiento. Auguro cien años más en los que este hombre será leído justamente como es: un regocijo oscuro, palpitante y vivo. Sobre todo, vivo.

* La traducción de algunos pasajes de la novela, usados en este artículo, es mía. Tristessa (EU, Penguin Books, 1992, 96 páginas).