EL-SUR

Jueves 12 de Diciembre de 2024

Guerrero, México

Opinión

AGENDA CIUDADANA

Trump es el corto plazo, no el largo

Lorenzo Meyer

Abril 08, 2019

A Rubén Chuaqui, colega, maestro, erudito,
le guardaremos siempre un lugar en el Colegio de México.

Es útil clasificar los liderazgos políticos según dos modelos ideales. Uno es el que busca generar apoyo resolviendo problemas, y el otro exacerbando problemas de manera selectiva. El actual presidente norteamericano, Donald Trump, encaja en el segundo y en nosotros, los mexicanos, encontró un campo propicio para desarrollarlo.
El 29 de marzo Trump lanzó un ultimátum: si México no impide el tránsito de las caravanas de migrantes que buscan llegar a Estados Unidos, él resolvería el problema con el cierre total de sus pasos fronterizos con México, sin importar que eso afecte un comercio bilateral por mil 700 millones dólares diarios, un cruce legal cotidiano de 400 mil vehículos y de un millón de personas (cifras citadas por el propio Trump en conferencia de prensa del 31/08/16). Como consecuencia, en ambos países estarían en peligro tres millones de puestos de trabajo en las actividades que son el corazón integradas por el TLCAN-TMEC y a lo que debe añadirse su efecto en el comercio y servicios fronterizos que dependen de una clientela binacional. En suma: para poner fin a lo que califica de amenaza a la seguridad nacional de su país, el mandatario norteamericano propone un remedio que significaría un desastre económico espectacular para muchos en ambos países.
El objetivo real de esta política del presidente norteamericano es ganar la reelección de 2020 aprovechando el impulso que le dio la conclusión de la investigación del consejero especial Robert Mueller, y que sostiene que no hay evidencias de una “colusión” en 2016 entre el equipo de campaña de Trump y el gobierno ruso para ayudarle a ganar la elección. Sin el peso de esa sospecha sobre sus espaldas y para sorpresa de nadie, Trump de inmediato retomó uno de los temas que le permitieron en el pasado crear y consolidar una gran base de votantes: el culpar a México de crear graves problemas a Estados Unidos y proponer su solución vía un castigo económico a un vecino relativamente débil.
En 2016 México fue acusado por el entonces candidato Trump de crearle un déficit comercial a Estados Unidos vía el TLCAN y de enviar sistemáticamente al norte drogas y “desechos sociales” –violadores y asesinos– vía los indocumentados. La solución trumpista a ambos problemas fue amenazar con denunciar el tratado comercial entre ambos países y separarlos físicamente mediante un gran muro. Ahora, en el 2019, el problema revivido es mayor, pues se señala que México está dejando llegar a las puertas de Estados Unidos a millares de personas indeseables procedente de Centroamérica, El Caribe y África, que esa migración ha generado una crisis social que pone en peligro la seguridad norteamericana. Por eso, además de insistir en la construcción de “La Gran Muralla” fronteriza, Trump amenaza ahora con imponer aranceles y cerrar todos los pasos autorizados, sin importar sus efectos sobre la integración económica creada por el TLCAN a lo largo de más de tres décadas. Desde esta óptica, el “nacionalismo blanco” de Trump propone un “sacrificio patriótico” cuyo costo iría desde afectar cadenas productivas de gigantes como Ford o General Motors hasta el popular consumo de guacamole.
La II Guerra Mundial llevó a México a tener que aceptar ser aliado formal del difícil vecino del norte. En la Guerra Fría (1947-1991), la alianza, en los hechos, se mantuvo: los gobiernos mexicanos controlaron a la izquierda local, fueron predecibles y aseguraron una estabilidad interna rara en América Latina. Para sostener la cooperación, Estados Unidos ignoró el autoritarismo mexicano, aceptó una independencia relativa de México y ayudó, aunque a un precio, a varios de sus gobiernos a salir de baches económicos, incluyendo la firma del TLCAN y el ingreso a la OCDE.
Cuando la Guerra Fría llegó a su fin, Washington fue abandonando el enfoque anterior. George W. Bush todavía alcanzó a asegurarle a Vicente Fox en 2001 que, para él, la relación con México era la más importante y en ese contexto el guanajuatense se dio el lujo de pedir “la enchilada completa”: una reforma migratoria inmediata que legalizara a los millones de indocumentados mexicanos. Sin embargo, unos días más tarde, el atentado de Al Qaeda del 11 de septiembre en Nueva York, cambió ese enfoque radicalmente y después Barack Obama no puso ya mayor interés en la relación. En 2016 Trump recuperó el interés de Washington en México, pero en términos muy distintos.
En el discurso de Trump nunca ha aparecido ese otro factor que explicaría una buena parte la animadversión hacia México que ha logrado despertar en sus votantes: el racismo. Estados Unidos es un país formado por inmigrantes, pero toda la historia de ese fenómeno está permeada de discriminación. En el siglo XIX los irlandeses fueron muy mal vistos y ni qué decir de esos inmigrantes involuntarios, los africanos. A inicios del siglo XX las leyes anti chinas y anti japonesas dieron la nota. En los años treinta se expulsó a mexicanos por millares y sólo la necesidad de mano de obra provocada por la II Guerra revirtió esa política, pero sólo temporalmente.
Trump truena hoy contra los centroamericanos, pero su discurso no hace referencia alguna a que las guerras civiles del siglo pasado en esa región y que desgarraron su tejido social, fueron bien alimentadas por el intervencionismo anticomunista norteamericano, y que buena parte de la violencia que hoy alienta la migración tiene mucho que ver con esas guerras.
En México, y a partir del acuerdo informal Calles-Morrow de 1927-1928, se reafirmó la política diseñada en Washington por el presidente Woodrow Wilson y que consistió en apoyar las bases de la estabilidad mexicana por así convenir al interés norteamericano de largo plazo. Hacer lo contrario –generar problemas políticos o económicos en México– a la larga desestabilizaría la frontera y resultaría contraproducente.
Todo indica que en política exterior, a Trump el largo plazo le tiene sin cuidado. Y es con base en ese supuesto que México tiene que diseñar su política exterior actual. Debe hacerlo sin chocar de frente con la gran potencia vecina, pero sin perder nunca la meta de largo plazo: defender el espacio de soberanía relativa ganada a lo largo de dos siglos.

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