EL-SUR

Lunes 06 de Mayo de 2024

Guerrero, México

Opinión

Últimos momentos en la vida de Danielito

Efren Garcia Villalvazo

Octubre 07, 2007



Danielito, como muchos, vivía en Acapulco. Al igual que muchos de nosotros nació, creció hasta sus 8 años de edad, jugó en sus
parques y playas, estudió en sus escuelas y …murió en Acapulco, de una manera que han muerto muchos y seguirán muriendo
con el muy desgastado argumento de chofer urbanero “que se quiteeee, estamos trabajandoooo…”.
Daniel fue víctima de un sistema de cosas. Un sistema de cosas tan aceptado por nosotros como ciudadanos que no nos extraña,
ni nos conmueve ni nos alerta para hacer un ligero giro en el diario vivir para darnos cuenta de que podríamos haber sido
nosotros los afectados, un Danielito de nuestra familia, de un amigo o de un conocido. Llegamos, volteamos, vemos, saturamos
nuestra capacidad de morbo y a continuación vamos a surtir la despensa, a recoger los niños de la escuela, a pelear con el vecino
latoso o a hacer antesala en una odiosa oficina de gobierno. Desde el punto de vista de actuación como ciudadanos solo
transitamos por el encarpetado asfáltico. Sólo eso.
Danielito vivía en la colonia Santa Cecilia. Es una de las colonias explosivamente desarrolladas por el crecimiento sin freno de
Acapulco, el cual se dice cuenta con más de un millón de habitantes. La gente que habita ahí y en otras decenas de colonias del
puerto, a falta de carro propio, se desplaza haciendo uso del transporte público. Cientos de camiones urbanos de decenas de
líneas cubriendo centenares de kilómetros de rutas cumplen con la tarea diaria de movilizar a un mundo de gente, auxiliados por
miles de taxis de servicio, peseros y piratas. En el proceso de transporte el intercambio de dinero es pasmoso: la apreciación es
la de que mensualmente en Acapulco el usuario gasta decenas de millones de pesos por ser transportado hacia su trabajo, hacia
el mercado, al cine, a la casa de los familiares, a la escuela, hacia el enamorado.
Este dinero se reparte entre un puñado de concesionarios de transporte urbano, lo cual es un factor que los hace sumamente
poderosos a nivel local: ellos siempre tienen liquidez cuando nadie más en la ciudad la tiene. Los empresarios directamente
dependientes del turismo se hacen cruces para que venga una buena temporada y entonces salir de sus compromisos
económicos, para a continuación taparse la nariz y echarse un bucito y tratar de llegar a la siguiente temporada. Los
transportistas están entonces en una coyuntura fenomenal, por lo necesario del servicio, para tener y ejercer poder. Y así lo
hacen. Lanzan sus vehículos de recolección de dinero –conocidas como “camiones urbanos”– y proporcionan un servicio de
pésima calidad, de alto riesgo para el usuario-peatón y al ocurrir una tragedia como la del niño de nuestro relato, protegen,
solapan, corrompen a quien sea, y salen al paso para reintegrar a las calles sus vehículos de recolección de dinero y seguir como
si nada hubiera pasado. Debido a todo esto, una persona muy importante, al igual que cualquiera de nosotros, fue afectada.
Danielito, sin saberlo, vivía sus últimos meses en la tierra.
Daniel asistía a la escuela primaria Tierra y Libertad, en la misma colonia en la que vivía; le quedaba casi enfrente de su casa. Allí
cursaba el tercer grado con calificaciones tan notables que el niño tenía una beca para financiar parcialmente sus estudios. En el
recreo practicaba el futbol con resultados que le hacían soñar con llegar a ser un profesional. Su último gol lo metió para hacer
ganar a su equipo apenas unos días antes del “accidente.” Un pase oportuno, un descuido de la defensa, un portero congelado y
un tiro impulsado por su piernita de 8 años de edad perforó la portería y anotó el tanto deseado. No es difícil imaginar la
chiquillería vitoreando la anotación y al niño elevándose por las nubes sintiéndose que fue él quien marcó el gol. La alegría habría
sacudido su delgado y moreno cuerpecito y seguro se sintió el mejor del planeta durante unos preciosos minutos.
Al regreso del recreo, se dispuso a seguir diligentemente las lecciones que le impartían con el propósito de cambiar, mediante la
educación, sus expectativas de vida que hasta ahora no habían sido muy halagadoras desde el punto de vista económico. Ese era
el deseo de su madre, Natividad, de sus familiares y de él mismo, que, ya una vez repuesto de la emoción del futbol, pensaba en
ser bombero. Sin embargo, el destino preparaba algo diferente. Danielito no lo sabía, pero estaba viviendo sus últimas semanas
en la Tierra.
Era muy apegado a su mamá, al grado de que apenas supo hacer uso del teléfono le llamaba hasta tres veces al día a su trabajo,
siempre preocupado por ella. Su papá es una sombra que nunca hizo falta, pues la familia es tan unida que compensaba sin
grandes problemas esa ausencia. La abuela y las tías le cuidaban por las tardes en lo que Natividad laboraba diligentemente en
una de las mejores librerías del puerto. Allí a veces se podía ver a Danielito, de figura finita, hojeando bellos libros con marcada
preferencia por los de dinosaurios, preguntando de todo a todo el mundo, abriéndose paso por la vida con una luminosa sonrisa,
dibujando con crayolas en hojas de papel para reciclar. Sus motivos más recurrentes eran, paradójicamente, los camiones. Un día
incluso dibujó uno tan grande que tuvo que conseguir una pieza de papel el doble de tamaño de lo normal. En el costado del
camión urbano le dibujó un diseño de color rojo y azul que de manera escalofriante se parece mucho al del camión que lo
asesinó. Y no lo dibujó en rosa porque la cajita de colores que usaba no tenía ese color. Por esas mismas ironías de la vida, uno
de sus grandes deseos también era comprar un camión urbano y ponerle el nombre –qué otro podía ser– de su mamá.
Maribel, como buena madre, compartía las tareas de cuidado infantil de su compañera de trabajo estando siempre al pendiente
de Danielito mientras estaba en la librería. Y muy a la manera de la gente de nuestra tierra, hacía planes para “emparentar”
mediante un supuesto futuro enlace con su hija Paulina, más o menos de la edad de Daniel. Total, es plática. Otra amiga,
Guadalupe, le había puesto el mote cariñoso de Daniel el travieso, para calificar su ánimo siempre dispuesto y su capacidad para
asombrarse de todo. Era, a su corta edad, luz de muchos. El luto en la librería es denso, es auténtico, es doloroso.
Jugaba y ayudaba en el almacén de libros con sus amigos Pedro y Francisco. Rodeado del aroma de papel nuevo, preguntaba que
por qué acomodaban los libros de cinco en cinco. Cuando le respondieron que era para contarlos más fácilmente, el niño se puso
a continuación a hacer pilas de a cinco libros para terminar rápido con los inventarios. A veces, en lo descansos para la comida,
había ocasión para echar una cascarita relajante en el estacionamiento y convivir con él. Danielito ni por casualidad se imaginaba
que estaba viviendo sus últimos días en la Tierra.
El día fatídico para esta familia comenzó como un domingo completamente normal. Dejando a una parte de la parentela todavía
en cama, se levantó muy temprano y acompañó a su mamá, como todos los fines de semana, a hacer la compra del mercado. Era
una manera de convivir con ella, y por tanto, la disfrutaba. Pollo, frutas, carne, verduras, lo suficiente para mantener bien
alimentada a una familia durante una semana. Daniel tomaba la mano de su mamá a ratos, le preguntaba, le platicaba. Los
domingos, ella era toda para él, y no perdía oportunidad para comprobarlo. Y caminando feliz entre los charcos inmundos de uno
de los insalubres mercados de Acapulco, el niño se acercaba a cumplir con su destino. Danielito no estaba enterado, pero vivía
sus últimas horas en la Tierra.
De esa manera inescrutable con la que a veces se presenta de golpe el destino, al niño se le antojó llevar de almuerzo un pollo
asado del restaurante La Fogata, que está justo atrás de la Comercial Mexicana de Las Hamacas. La despensa ya estaba hecha, así
que sólo quedaba abordar el camión para regresar a la Santa Cecilia a pasar un domingo más, compartiendo un soporífero
descanso bien ganado. En vez de eso se dispusieron a cruzar la calle para tomar un camión e ir a comprar el malhadado pollo y
hacer aún más familiar el fin de semana familiar. Danielito estaba viviendo sus últimos minutos en la Tierra.
Un camión de la ruta Hospital-Caleta subía velozmente la avenida para ganarle el pasaje a otro que se había rezagado. En su
prisa calculó mal la ubicación de Natividad y Daniel, que venían cruzando la avenida frente a la Unidad Mixta de Atención al
Narcomenudeo –con policías adentro, me imagino– y golpeó a la mujer en la cadera y la pierna, arrojándola con violencia fuera de
su camino. Hasta ahí todo había sido un no muy justificable y lamentable accidente.
Danielito vivía sus últimos segundos. El niño se agachó rápidamente y sin medir consecuencias ni reparar en la maldad pre-
determinada del chofer para no dejar sobrevivientes, se abalanzó para tratar, con sus pobres fuerzas, de ayudar a sus mamá a
levantarse del suelo y ponerla a salvo del tráfico. El chofer, al parecer un muchacho de amplia experiencia en el manejo a gran
velocidad y en espacios reducidos, maniobró para echarse hacia atrás y rematar a Natividad. Antes que eso, Danielito quedó en
el camino y lo último que el niño vio fue el pavimento de la calle y una llanta descomunal rodando sobre él. El mundo se le apagó
en una fracción de segundo.
Dos semanas después de la tragedia, en la unidad hospitalaria en la que se encuentra internada Natividad se presenta la
propietaria del camión que fue quemado por una turba enardecida. Quiere que le devuelvan su camión. Cínicamente felicita a
Natividad por su cobertura del Seguro Social, porque confiesa que ella no hubiera pagado –y en la práctica casi lo ha cumplido–
ningún gasto ocasionado por el mal manejo de su camión. Es toda una empresaria voraz y sin sentimientos. Me inclino a pensar
que no es la viejecita indefensa que nos presentó en su momento la prensa como la presunta concesionaria.
Como dice un amigo abogado, pueden hacer esto ahora porque antes han podido hacerlo. Pero, ¿podrán volver a hacerlo?